—Bien, hermano —dijo la reina y sonrió con expresión malévola. Luego rio con mayor intensidad, imaginando a Blancanieves sola en el bosque. Solo tendrían que encontrarla y en un día estaría de regreso—. Muy bien, Finn —añadió, tomándole del brazo y dirigiéndose hacia la puerta—. Ahora, tráelo a mi presencia…
Eric se acercó a la ventana del salón del trono y contempló los cuervos que había fuera. Estaban encaramados sobre la cornisa de piedra, encorvados, mirando hacia la ladera de la colina. Eran unos pájaros espantosos. Recordaba haberlos visto el día del entierro de Sara. Se habían posado sobre la techumbre de la iglesia, con la cabeza inclinada y observándolo todo. Dos invitados indeseados. Habían permanecido allí durante toda la ceremonia, como la encarnación de la oscuridad, graznando de tanto en tanto. Cuando el párroco regresó al interior del templo, Eric no pudo soportarlo más. Les había lanzado piedras y había maldecido al fallar.
Ahora, años después, estaba en el castillo de la reina, con la camisa empapada en whisky. Tenía los pantalones mugrientos y los bolsillos vacíos y se sentía tan enfadado y triste como entonces. Sara —su hermosa Sara— se había marchado. Golpeó el cristal con la mano para espantar a los cuervos.
Al otro lado de la estancia, dos soldados levantaron las espadas con actitud amenazante. Él se burló de ellos. Le dolía todo el cuerpo de la noche anterior y sentía un intenso pinchazo en la sien derecha cada vez que movía la cabeza. Si se volvía de forma brusca, la estancia comenzaba a girar. Aún tenían que disiparse los efectos del alcohol.
—Y ¿dónde está ella? —preguntó a los dos soldados que guardaban la puerta. Su voz retumbó en el inmenso salón del trono. No recibió ninguna respuesta de aquellos hombres ataviados con armadura negra.
Había estado bebiendo en la taberna de la aldea hasta emborracharse más que cualquier otro día, cuando fue convocado al castillo. Aunque a decir verdad no había tenido elección porque, cuando le empujaron a lomos del caballo, estaba demasiado ebrio para resistirse. «La reina exige tu presencia», le había dicho aquel hombre. Era todo lo que recordaba. Sin embargo, ignoraba la razón por la que se encontraba allí. Últimamente se sentía un completo inútil; había vacas más productivas que él. Si la reina precisaba ayuda, no podía ser la suya. Deslizó los dedos por su pelo grasiento para retirárselo de la cara.
La reina entró en la estancia seguida por un joven, pero Eric apenas lo vio, ya que sus ojos quedaron atrapados por la belleza de aquella mujer. Estaba radiante. Tenía la piel luminosa, las mejillas sonrosadas y unas trenzas apretadas que apartaban el pelo rubio de su rostro. Ravenna abrió la túnica de color negro azabache que llevaba puesta y dejó al descubierto un vestido sin hombreras que realzaba su pecho. La tela metálica aparecía salpicada con dientes de lobo. Clavó sus penetrantes ojos azules en Eric, exigiendo con la mirada que se irguiera. Él obedeció al instante, pues, técnicamente, era su reina.
La reina oscura
. Nunca la había contemplado tan de cerca.
Ravenna se aproximó a él hasta quedar a solo unos centímetros de distancia. Llevaba una corona de plata con cadenas ornamentales que colgaban a ambos lados de su cabeza. Percibió el hedor de la camisa sudorosa de Eric y arrugó la nariz.
—Mi hermano me ha informado de que sois viudo, un borracho y uno de los pocos que se han aventurado dentro del Bosque Oscuro —dijo señalando al joven con chaqueta de cuero que se encontraba tras ella. Eric se dio cuenta de que era el hombre que le había abordado en la taberna y le había llevado hasta allí—. Uno de mis prisioneros ha escapado en el bosque —continuó.
Eric sacudió la cabeza.
—Entonces, ese hombre está muerto… —dijo.
—Esa
mujer
—corrigió ella, alzando un dedo enjoyado.
Eric cruzó los brazos sobre el pecho, tratando de calmarse. La habitación parecía moverse.
—Entonces, sin duda está
muerta
—rectificó.
La reina se inclinó y se aproximó tanto a él que las cadenas de su tocado rozaron el blusón de cuero de Eric. Olía a rosas muertas.
—Encuéntrala y tráemela —ordenó Ravenna.
Él sacudió la cabeza. Había sido cazador años atrás, antes de que Sara muriera, y había rastreado una presa hasta aquel bosque, pero había estado a punto de perder la vida. Incluso con las mejores armas y los mapas más detallados, la mayoría de la gente nunca se adentraba más de quinientos metros entre la arboleda.
—He estado suficientes veces en el Bosque Oscuro para saber que no voy a regresar —dijo y se volvió dispuesto a marcharse, pero la reina agarró su brazo.
—Recibirás una generosa recompensa —susurró.
Eric soltó una carcajada. Como si eso importara.
—Las monedas no sirven para nada si estás muerto y los cuervos te están picoteando los ojos.
Pero la reina no soltó su brazo, sino que aumentó la presión de la mano y clavó las uñas en su piel. Sonrió y se inclinó hacia él hasta que sus labios estuvieron muy cerca de los de Eric. Entonces aseguró:
—Harás lo que yo te ordene, cazador.
Eric contempló la mano de la reina sobre su brazo. Así que no se trataba de una petición, sino de una orden.
—¿Y si me niego? —preguntó.
Ravenna hizo un gesto a los hombres situados junto a la puerta y estos bajaron las lanzas, dirigiendo sus afiladas puntas hacia Eric. Él contempló los relucientes filos y no sintió nada. Ni miedo, ni tristeza. La reina estaba amenazándole de muerte, pero le había juzgado mal. No podía arrebatarle algo que él ya no estimaba.
—Hacedme el favor —se burló Eric, alargando los brazos y cerrando los ojos. El rostro de Sara regresó a su mente. Estaba gritando y una mancha de sangre empapaba su vestido alrededor de donde el intruso la había apuñalado—. Os lo suplico —añadió.
Cuando abrió los ojos, la reina seguía mirándolo.
—¿Así que deseas reunirte con tu amada? —preguntó Ravenna.
Eric retrocedió con paso inseguro, preguntándose cómo sabía ella de la existencia de Sara. ¿Cuál era la magnitud de los poderes de la reina? ¿Le había leído los pensamientos?
La rabia inundó su pecho. Escuchar aquellas palabras —
tu amada
— de la boca de aquella bruja era demasiado. ¿Qué sabía ella sobre Sara? Agarró a la reina por la garganta. Los brazaletes de Ravenna tintinearon.
—Mi esposa no es asunto de vuestra incumbencia —bramó.
Los soldados se abalanzaron sobre él, pero la reina levantó la mano, ordenándoles retroceder. Tenía los ojos llorosos y el rostro enrojecido por la falta de aire, aunque seguía mirándole con una extraña sonrisa en los labios, como si disfrutara jugando con él. Eric la soltó y deseó alejarse lo máximo posible de ella. Se hizo a un lado, pero la reina se interpuso en su camino, impidiendo su marcha.
—¿La echas de menos? —preguntó casi sin aliento, frotando la zona por donde Eric la había agarrado—. ¿Qué darías por tenerla de nuevo a tu lado?
El cazador no respondió y sintió un gran nudo en la garganta. Las noches en que soñaba con Sara eran las más duras. Veía su rostro, besaba el diminuto lunar de su cuello o hundía la nariz entre su pelo, aspirando aquel agradable aroma a jabón y aceite de gardenia. En aquellos momentos le parecía tan real, más incluso que cuando estaba viva. Entonces se despertaba jadeando, con el rostro hinchado y sudoroso, y el deseo de que ella regresara a su lado.
Eric se limpió los ojos, tratando de evitar la mirada de la reina.
—Seguramente habrás oído hablar de mis poderes —continuó Ravenna—. Tráeme a la chica y yo te devolveré a tu esposa.
—Nada me la devolverá —respondió Eric en voz alta. Había enterrado a Sara en una tumba a las afueras de la aldea, depositando su cuerpo sobre la tierra fría. Él mismo había colocado la lápida.
La reina acercó la mano a la barbilla de Eric y esperó hasta que sus ojos se encontraron. Estaba seria y le miraba con intensidad.
—Yo puedo —afirmó entre dientes—. Créeme, cazador. Una vida por otra.
Había algo en aquella mirada. Los ojos azules grisáceos de Ravenna le atravesaron, como si pudieran contemplar su pasado y su presente —todo el miedo y el dolor que había soportado— o saber lo que más deseaba en el mundo. Ella conocía su vida, su alma, cómo pasaba las mañanas en una oscura taberna, bebiendo para olvidar, y cómo, por mucho que lo intentara, Sara siempre regresaba a sus pensamientos. Se sorprendía a sí mismo hablando con ella, cantando las mismas canciones que ella, y reconocía rasgos suyos en los rostros desconocidos con los que se cruzaba.
¿Qué significaba aquella prisionera —aquella extraña— para él? ¿Qué importaba si el Bosque Oscuro acababa con su vida? Poco a poco, pero con seguridad, Eric dirigió los ojos hacia la reina y asintió con la cabeza. Lo haría. Iría allí, se abriría paso a través de aquel bosque encantado y cazaría a la prisionera.
No tenía nada que perder.
Eric se detuvo en el acceso al Bosque Oscuro, observando las sombras que acechaban entre los árboles. Había estado allí antes, pero nunca se había adentrado más de cuarenta metros. Su última visita había sido después de que la reina tomara el poder. Los alimentos escaseaban y él seguía el rastro de un cervatillo a través de un claro, cuando el animal desapareció entre los remolinos de bruma. Todos en la aldea sabían que el Bosque Oscuro se tragaba a los hombres. Todos habían oído hablar de gigantescas serpientes que se te enroscaban por las piernas, arrebatándote la vida lentamente, y de flores venenosas que te mataban con solo rozarlas. Pero Eric tenía el estómago vacío y resultaba difícil resistirse a la posibilidad de conseguir carne para una semana.
A los pocos minutos de adentrarse en la niebla, le picó una araña. Era una gigantesca criatura de color rojo y gris que había caído de uno de los árboles. Ni siquiera notó su presencia hasta que estuvo encima de él. Tardó tres semanas en recuperarse. La carne en torno a la picadura se le descompuso y la fiebre, que aumentaba día tras día, le duró casi una semana y le provocaba violentas convulsiones que le despertaban por la noche. Había jurado que nunca regresaría.
Pero en aquel momento, después de transitar por su propio infierno, el Bosque Oscuro no parecía tan amenazador. Estaba solo, nadie le esperaba en la taberna y todo lo que aquel lugar podía arrebatarle ya lo había perdido.
—Haced exactamente lo mismo que yo —le dijo a Finn, que se encontraba tras él junto a cuatro de sus soldados. Todos sudaban a chorros y tenían el rostro pálido de miedo.
Eric avanzó hacia la niebla. Le temblaban las manos después de tantas horas sin echar un trago. Agarró la botella de grog que colgaba de su cintura, pero la dejó, considerando que no era buena idea. Ya lo celebraría cuando encontraran a la prisionera.
Después de caminar brevemente entre la arboleda, el terreno se volvió pantanoso. Eric se adentró en la ciénaga y pisó sobre una de las piedras musgosas que había frente a él. La roca se hundió un par de centímetros en el pantano, pero resultaba lo bastante firme para soportar su peso. Luego pisó sobre otra piedra y sobre otra, escuchando el quedo chapoteo del barro bajo sus pies. Aquella tierra era venenosa, lo supo por los huesos de pequeños animales que sobresalían del fondo. Finn avanzaba tras él y, a continuación, sus hombres. Siguieron adelante en silencio, atravesando el gigantesco pantano de piedra en piedra.
Eric lo cruzó el primero y luego se volvió para ayudar a los demás a alcanzar terreno firme. Por encima de ellos, volaban en círculos unos gigantescos pájaros. Uno de ellos se lanzó en picado y pasó rozando la cabeza de un soldado. Eric escuchó con atención entre los árboles, tratando de distinguir chasquidos de ramas o susurros de hojas. Solo oía los extraños sonidos del bosque. La gente aseguraba que aquella espesura se alimentaba de las debilidades de los hombres y que las fuerzas oscuras te atraían al descubrir tus anhelos más profundos. Mientras avanzaba al acecho, las palabras le resultaban ininteligibles, pero podía escuchar voces tenues entre los árboles.
Finn pasó junto a él y se dirigió hacia una zona llena de setas, pero Eric le agarró el brazo.
—Haced
exactamente
lo mismo que yo —insistió. Entonces, alzó su camisa sudorosa por encima del chaleco de cuero para cubrirse la nariz y la boca. Finn y sus hombres le imitaron.
A medida que avanzaban entre los hongos, el polen volaba a su alrededor y parte del polvo amarillo se les pegaba en el rostro y el pelo. Eric se arrodilló para examinar unas setas aplastadas que había a sus pies. Localizó toda una hilera que salía del prado y se internaba entre unos delgados árboles. Apartó algunas setas y descubrió una huella solitaria sobre el terreno.