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Authors: Douglas Preston

Tags: #Techno-thriller, ciencia ficción, Intriga

Blasfemia (49 page)

BOOK: Blasfemia
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—¡Saca de aquí a estos caballos! —gritó Doke, intentando apartarlos.

—¡Alabados sean Jesús y los santos! —Becenti volvió a agitar la pistola sobre su cabeza, a la vez que gritaba—: ¡Ya!

Ford cogió a Kate y la subió a un ruano, mientras que Becenti puso a Chen a lomos de un poni indio con manchas, y después a Cecchini en un bayo, detrás de él. Corcoran y St. Vincent montaron a otro caballo. Innes saltó sobre un alazán. En menos de diez segundos estaban todos montados, dos de ellos en un poni.

Intentando abrirse paso entre la inquieta multitud, Doke exclamó:

—¡Detenedles!

Cogió el rifle y lo sacó de la funda que llevaba cruzada en la espalda.

Eddy volvía a tener la pistola levantada, apuntando hacia Ford.

—¡Alabado sea el Señor! —vociferó Becenti, dando media vuelta a su caballo, y se lanzó contra Eddy con los cascos levantados.

Eddy tropezó, se le escapó el disparo y cayó de espaldas. In-mediatamente después, el indio azuzó a su caballo contra Doke, que soltó el rifle y esquivó el ataque arrojándose al suelo. Becenti levantó el lazo enrollado y gritó, haciéndolo girar:

—¡Yijaaa!

Los caballos ya estaban nerviosos, por lo que no hizo falta espolearles mucho. Se lanzaron hacia la multitud, dispersándola. Una vez en campo abierto, Becenti giró a la derecha y les llevó a todo galope hacia la protección de una hondonada de arena. Sonaron disparos por detrás, fuego indiscriminado en la oscuridad, pero ya se habían refugiado en la hondonada, y las balas pasaron silbando por encima de sus cabezas.

—¡Yijaaa! —gritó Becenti.

Los caballos cruzaron la hondonada como una exhalación, hasta que las detonaciones fueron solo un petardeo lejano, y apenas se oían las voces y gritos de la multitud. Entonces redujeron el paso al trote.

Lejos, por detrás, Ford oyó una moto que arrancaba. —;Lo has oído, Willy? —preguntó Begay desde la retaguardia—. Alguien tiene una moto de cross.

—Mierda —dijo Becenti—. Tendremos que despistar a ese hijo de su madre. ¡Un momento!

Salió de la hondonada y subió por una cuesta de roca desnuda, haciendo ruido en la arenisca con los cascos. Al llegar a lo más alto, se lanzó por un campo de dunas en dirección al profundo arroyo que había al otro lado.

De pronto retumbó toda la mesa. En el cielo nocturno se elevaron nubes oscuras de polvo. A unos cientos de metros a la derecha de donde estaban, brotaron llamas del suelo. Un pino se incendió de golpe, crepitando. Después otro. Oyeron dos sonoras explosiones a sus espaldas, en el extremo oriental de la mesa.

De nuevo el rugido del motor, esta vez mucho más cerca. Recortaba distancias a gran velocidad.

—¡Yijaaa! —gritó de nuevo Becenti, lanzándose por el borde del arroyo, hacia el fondo.

Ford le siguió, agarrándose con las piernas al ruano y con los brazos de Kate rodeándole.

78

El caballo de Ford bajó dando saltos por la arena blanda de la cuesta, echándose hacia atrás y resbalando a medias, mientras la arena se deslizaba entre sus patas.

Encima, en el borde del arroyo, se oyó el rugido de la moto de cross; también disparos, y el impacto de una bala en una piedra, a la izquierda de Ford. Llegaron al fondo y galoparon por el cauce seco. Ford oía correr la moto por el borde, encima de ellos.

Becenti tiró de las riendas.

—¡Nos está cortando el paso! ¡Da media vuelta!

La moto frenó al borde del arroyo, lanzando cascadas de arena. Doke aseguró los pies, sacó el rifle de la funda y apuntó.

Ford y Becenti hicieron girar los caballos justo cuando sonaba el primer disparo, que levantó arena muy cerca de Ford. Se refugiaron un momento detrás de una roca. Otro disparo silbó sobre ellos. Ford se dio cuenta de que estaban atrapados en el arroyo. No podían avanzar ni retroceder; constituían un blanco fácil para el motorista desde cualquier lado del arroyo, y la cuesta era demasiado empinada para subir por ella.

Otro disparo se hundió en la arena justo detrás de ellos. Se oyó una carcajada ronca.

—¡Ya podéis correr, ateos desgraciados, no escaparéis!

—¡Willy! —gritó Begay—. ¡Es el momento de que uses tu pistola!

—Es que… no está cargada.

—¡Cómo que no está cargada!

Becenti se ruborizó. —Es que no quería hacer daño a nadie. Begay lanzó las manos al aire. —Genial, Willy.

Ford oyó otro disparo. La bala silbó justo encima de sus cabezas y fue a parar al otro terraplén.

—¡Voy a bajar! —rugió triunfalmente la voz de Doke.

—¡Mierda! Ahora ¿qué hacemos? —preguntó Becenti. Su caballo levantaba las patas y bufaba, protestando por la falta de espacio.

Ford oyó los saltos y los resbalones de Doke por la cuesta. Tardaría poco rato en llegar al fondo, donde tendría a tiro todo el cauce del arroyo. Tal vez no les daría a todos, pero seguro que ma-taría a bastantes antes de que pudieran refugiarse en la siguiente curva.

—Kate, sube al caballo de Begay.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.

—Date prisa.

—Wyman, si no sabes montar…

—¡Maldita sea, Kate! ¿Vas a hacerme caso por una vez?

Kate bajó rápidamente del caballo, y montó detrás de Begay.

—Dame la pistola.

Becenti se la tiró.

—Suerte, amigo.

Ford cogió la crin del caballo con la mano izquierda, retorciéndola un poco. Después lo hizo girar y se orientó en la dirección por la que aparecería Doke.

—Aprieta las rodillas —le aconsejó Kate—, y apoya el peso de tu cuerpo lo más abajo que puedas, en el centro.

Justo entonces apareció Doke, gruñendo mientras se deslizaba por la arena de la cuesta. Llegó al fondo con una gran mueca de victoria.

Ford clavó los talones en los flancos del caballo. El caballo se lanzó a galope tendido por el arroyo.

Ford apuntó a Doke con la pistola, gritando: —¡Ayyaaa!

Sorprendido ante la repentina aparición de la pistola, Doke cogió el rifle de su espalda, hincó una rodilla en el suelo y levantó el arma, pero ya era demasiado tarde. Tenía el caballo casi encima, y no tuvo más remedio que arrojarse a un lado para no ser pisoteado Mientras pasaba al galope, Ford le golpeó con la pistola, antes de girar a la derecha y lanzarse por la cuesta empinada.

—¡Hijo de puta! —chilló Doke, colocándose otra vez en posición.

Disparó justo en el momento en el que el caballo de Ford llegaba al borde del arroyo. Delante había una explanada con algunas rocas, y más lejos un arenal azotado por el viento, con un camino borroso. Ford recordó haberlo visto el primer día, durante el paseo con Hazelius.

Una bala zumbó al lado de su oreja, como un abejorro.

La siguiente alcanzó al caballo, que relinchó, saltó de lado y bailó por el borde, pero sin caer. Ford se pegó al lomo del ruano y le guió por la arena hacia el camino que llevaba al borde de la mesa. Al poco rato llegaron al final de la explanada, entre las rocas. Fue por ellas en zigzag, sin exponerse. Oía resollar a su caballo, que probablemente había recibido un balazo en las tripas. Le asombró su valor.

Frente a él se extendía el gran terreno abierto.

Doke tendría que cruzar el profundo arroyo para perseguirle, lo cual daría a Ford el tiempo necesario para llegar al final de la zona desprotegida; siempre que el caballo resistiera. Pegado a su montura, aferrado a la crin, galopó como un loco por la arena.

A medio camino oyó el rugido de la moto, mucho más cercano. Doke había cruzado el arroyo. Por la fuerza que iba adquiriendo el ruido del motor, supo que estaba recortando distancias muy deprisa, pero también sabía que no podía disparar y conducir al mismo tiempo.

Subió a la colina, pero esta vez por el camino por el que pudiera verle Doke. Oyó que cambiaba de marcha, haciendo rechinar el motor de dos tiempos de su moto de cross.

Nada más culminar el altozano, entre rocas sueltas y enebros, el borde de la mesa caía en vertical sin previo aviso. Ford tiró de las riendas del caballo, para que parara, y desmontó. Se escondió tras unas rocas, justo cuando pasaba Doke a toda velocidad. Con los trazos gruesos y tatuados aferrados al manillar y con el pelo rubio hacia atrás, como una melena de fuego, Doke pasó a cien por hora y cayó por el precipicio.

Salió volando, acompañado por la nota aguda, casi de águila, del motor a toda potencia y con las ruedas girando. Ford se volvió para observar el arco que trazaban la moto y el motorista por el espacio oscuro. El aullido del motor se distorsionó por el efecto Doppler al perderse por el negro paisaje del fondo. Lo último que vio Ford fue el destello del brillante pelo de Doke, como Lucifer al ser arrojado del Paraíso. Escuchó… Siguió escuchando… hasta que trescientos metros más abajo brilló un puntito de fuego, seguido al cabo de pocos segundos por el eco lejano del impacto.

Salió a rastras de detrás de la roca y se levantó. El ruano yacía en el suelo, muerto. Se arrodilló y le tocó con suavidad. —Gracias, compañero. Lo siento.

De pronto, al incorporarse, se dio cuenta de lo dolorido que tenía el cuerpo: las costillas rotas, los morados y los cortes, un ojo hinchado… Se volvió y contempló Red Mesa, apoyándose en la antigua peña.

En lo único que pudo pensar fue en
El Juicio Final
del Bosco. El extremo oriental de la mesa, donde había estado el
Isabella
, era una gran columna de fuego incandescente que horadaba el cielo nocturno, como si quisiera chamuscar las estrellas, rodeada de cientos de incendios y hogueras de menor tamaño, y del humo que eructaban grietas y pozos en varios kilómetros a la redonda. El suelo vibraba y temblaba constantemente a causa de las explosiones, con una violencia inaudita que reverberaba en el aire. A medio kilómetro a la derecha de donde estaba Ford, vio un espectáculo surrealista: mil coches aparcados en llamas, explosiones de depósitos, bolas de fuego en miniatura que hacían saltar los coches por los aires, como petardos. Por el infernal paisaje erraba o corría la gente, profiriendo gritos demenciales.

Al bajar de la colina, se encontró con los demás, que llegaban a caballo por el arenal.

—Se ha ido —dijo—. Se ha despeñado.

—Amigo —dijo Becenti—, eres un jinete horrible, pero lo has conseguido. Has hecho que ese hijo de su madre despegara como un cohete.

—Como un carro de fuego —añadió Kate.

—¿Y el caballo? —preguntó Begay.

—Muerto.

El indio se quedó muy serio, sin decir nada.

En diez minutos llegaron al corte donde empezaba el Camino de Medianoche.

Se quedaron un momento en el borde de la mesa, en el punto más alto del camino, mirando hacia atrás. Una gran explosión hizo temblar el suelo, y Red Mesa retumbó de punta a punta, con una especie de trueno salpicado por el chisporroteo de otras explosiones lejanas, secundarias. Otra bola de fuego se elevó por los aires encima del
Isabella
. De la parte de la mesa que quedaba detrás de ellos salía humo por las grietas, iluminado desde abajo por llamas rojizas.

—Mirad las Montañas Navajo —dijo Kate, señalando el cielo.

Se volvieron hacia el oeste. Lejos, en el cielo, sobre la montaña, había aparecido una hilera de luces que se acercaba rápidamente, acompañada por una profunda pulsación.

—Ya llega la caballería —dijo Begay.

Otro trueno, y más llamas. Mientras seguía a Kate por el corte, Ford miró por última vez hacia atrás.

—Increíble —dijo ella en voz baja—. Se está quemando toda la mesa.

Justo cuando miraban, surgió una gran cinta de polvo que serpenteó por la mesa a medida que se derrumbaba otro túnel de carbón, preocupantemente cerca de ellos, sacudiendo el suelo.

Kate se volvió hacia el grupo y habló con voz firme.

—Tengo algo importante que decir.

Los científicos, exhaustos, volvieron la cara hacia ella.

—Si caemos en manos de las autoridades, nos interrogarán en privado y clasificarán como secreto todo lo que ha ocurrido aquí. No se conocerá nuestra historia.

Kate enmudeció, mirándoles intensamente.

—Lo que haremos será esquivarles y llegar a Flagstaff por nuestros medios. Cuando lleguemos allí, hablaremos sin que nadie nos imponga condiciones. Diremos al mundo lo que ha sucedido aquí.

La hilera de helicópteros se acercaba, con la pulsación de sus rotores.

Montada en su caballo, Kate bajó por el camino, sin esperar la respuesta del grupo. Todos la siguieron.

79

¿Dónde estaba?

¿Qué lugar era aquel?

¿Cuánto tiempo llevaba caminando sin rumbo?

Se le escapaban los detalles. Había sucedido algo; la tierra había estallado y ardía. El culpable de todo era el Anticristo, a quien Eddy había quemado vivo. Pero ¿dónde estaba… el Mesías? ¿Por qué no había vuelto Jesucristo, para redimir a los elegidos y llevárselos al cielo?

Tenía la ropa chamuscada, el pelo quemado, le zumbaban los oídos, le dolían los pulmones, y estaba todo tan oscuro… Por donde iba no encontraba más que grietas que despedían un humo pestilente. Una bruma oscura cubría el paisaje como niebla, y no le dejaba ver a más de cuatro o cinco metros.

Vislumbró una imagen redonda, vagamente humana, que movía la cabeza.

—¡Eh, tú! —dijo Eddy con todas sus fuerzas, corriendo hacia ella por el suelo de piedras.

Tropezó con la cepa renegrida de un pino muerto, que había quedado reducido a un montículo de ceniza.

La forma se acercaba.

—¡Doke! —llamó, con la voz apagada por el humo—. ¡Doke! ¿Eres tú?

No hubo respuesta.

—¡Doke! ¡Soy yo, el pastor Eddy!

Corrió, tropezó, cayó y se quedó un momento respirando el aire más fresco y puro que había cerca del suelo. Después de levantarse, sacó un pañuelo e intentó respirar a través de él. Dio unos cuantos pasos más. Algunos más. El objeto oscuro aumentó. No era Doke. No era un ser humano. Extendió el brazo para to-carlo. Era una roca seca, caliente al tacto, en equilibrio sobre un pilar de arenisca.

Intentó concentrarse, pero solo acudían a su mente pensamientos fragmentarios. Su misión… su caravana… el día de la ropa… Recordó haberse lavado la cara en la vieja bomba, haber predicado para una docena de personas bajo la arena que traía el viento y haber chateado con sus amigos cristianos.

¿Cómo había llegado hasta ahí?

Se apartó de la roca, sin que su vista lograse penetrar la bruma cada vez más densa. A su derecha brillaba y crujía algo. ¿Un fuego? Fue hacia la izquierda.

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