La luz era otra forma de energía que podía producirse en una reacción química y, como se descubrió incluso antes del siglo xix, podía a su vez inducir reacciones químicas. En particular, la luz podía descomponer algunos compuestos de plata, liberando granos negros de plata metálica. El estudio de tales reacciones inducidas por la luz se llamó
fotoquímica
(«química de la luz»).
En la década de 1830-39, la acción de la luz solar sobre la plata había permitido desarrollar una técnica para grabar imágenes. Una carga de un compuesto de plata sobre un vidrio plano (posteriormente sobre una película flexible) se expone brevemente por medio de una lente de enfoque, ante una escena a la luz del sol. Los distintos puntos del compuesto de plata son expuestos a diferentes cantidades de luz, de acuerdo con la cantidad reflejada desde este o aquel punto de la escena. La breve exposición a la luz incrementa la tendencia del compuesto de plata a reducirse a plata metálica; cuanto más brillante es la luz, tanto más marcada es esa tendencia.
El compuesto de plata se trata después con reactivos que llevan a cabo la reducción a plata metálica. La región expuesta a luz brillante completa la reducción mucho más rápidamente. Si el «revelado» se detiene en el momento correcto, el cristal plano quedará cubierto por zonas oscuras (granos de plata) y zonas claras (compuestos de plata intactos) que constituyen un negativo de la escena original.
A través de posteriores procesos ópticos y químicos que no necesitan describirse aquí se obtiene finalmente una representación gráfica real de la escena. El proceso se llamó
fotografía
(«escritura con luz»). Muchos hombres contribuyeron a la nueva técnica, figurando entre ellos el físico francés Joseph Nicéphore Niepcé (1765-1833), el artista francés Louis Jacques Mandé Daguerre (1789-1851) y el inventor inglés William Henry Fox Talbot (1800-77).
Sin embargo, lo más interesante era que la luz podía comportarse casi como un catalizador. Una pequeña cantidad de luz era capaz de inducir a una mezcla de hidrógeno y cloro a reaccionar con violencia explosiva, mientras que en la oscuridad no ocurría ninguna reacción.
La explicación de esta drástica diferencia de comportamiento fue finalmente propuesta por Nernst en 1918. Una pequeña cantidad de luz basta para romper una molécula de cloro en dos átomos de cloro. Un átomo de cloro (mucho más activo solo que formando parte de una molécula) quita un átomo de hidrógeno a la molécula de hidrógeno, para formar una molécula de cloruro de hidrógeno. El otro átomo de hidrógeno, aislado, arrebata un átomo de cloro de una molécula de cloro; el átomo de cloro que queda arranca un hidrógeno de una molécula de hidrógeno, y así sucesivamente.
La pequeñísima cantidad originaria de luz es así responsable de una
reacción fotoquímica en cadena
, que conduce a la formación explosiva de una gran cantidad de moléculas de cloruro de hidrógeno.
Disociación iónica
Junto a Ostwald y Van't Hoff estaba otro maestro de la naciente química física, el químico sueco Svante August Arrhenius (1859-1927). Siendo estudiante, Arrhenius dirigió su atención a los electrolitos: esto es, a aquellas disoluciones capaces de transportar una corriente eléctrica.
Faraday había establecido las leyes de la electrólisis, y a juzgar por ellas parecía que la electricidad, igual que la materia, podía existir en forma de pequeñas partículas (véase pág. 99). Faraday había hablado de iones, que podían considerarse como partículas que transportaban electricidad a través de una disolución. Sin embargo, durante el medio siglo siguiente, ni él ni nadie más se aventuró a trabajar seriamente sobre la naturaleza de aquellos iones. Lo cual no significó, sin embargo, que no se hiciese ningún trabajo valioso. En 1853, el físico alemán Johann Wilhelm Hittorf (1824-1914) señaló que algunos iones viajaban más rápidamente que otros. Esta observación condujo al concepto de
número de transporte
, la velocidad a la que los distintos iones transportaban la corriente eléctrica. Pero el cálculo de esta velocidad no resolvía la cuestión de la naturaleza de los iones.
Arrhenius encontró la manera de abordar el asunto gracias al trabajo del químico francés Francois Marie Raoult (1830-1901). Como Van't Hoff, Raoult estudió las disoluciones. Sus estudios culminaron en 1887, con el establecimiento de lo que ahora se llama
ley de Raoult:
la presión de vapor parcial del solvente en equilibrio con una disolución es directamente proporcional a la fracción molar del solvente.
Sin entrar en la definición de fracción molar, baste decir que esta regla permitió estimar el número relativo de partículas (ya fueran átomos, moléculas, o los misteriosos iones) de la sustancia disuelta (el
soluto) y
del líquido en el que estaba disuelta (el
disolvente).
En el curso de esta investigación, Raoult había medido los puntos de congelación de las disoluciones. Tales puntos de congelación eran siempre más bajos que el punto de congelación del disolvente puro. Raoult logró mostrar que el punto de congelación descendía en proporción al número de partículas de soluto presentes en la disolución.
Pero aquí surgía un problema. Era razonable suponer que cuando una sustancia se disuelve en agua, pongamos por caso, dicha sustancia se rompe en moléculas separadas. Efectivamente, en el caso de no-electrolitos como el azúcar, el descenso del punto de congelación cumplía dicha suposición. Sin embargo, cuando se disolvía un electrolito como la sal común (ClNa), el descenso del punto de congelación era el doble de lo que cabía esperar. El número de partículas presentes era el doble del número de moléculas de sal. Si se disolvía cloruro bárico (Cl
2
Ba), el número de partículas presentes era tres veces el número de moléculas.
La molécula de cloruro sódico está formada por dos átomos, y la de cloruro bárico por tres. Así pues, Arrhenius pensó que al disolver determinadas moléculas en un disolvente como el agua, se descomponían en átomos separados. Además, puesto que tales moléculas, una vez rotas, conducían una corriente eléctrica (pero no así las moléculas como el azúcar, que no se descomponen), Arrhenius sugirió que las moléculas no se rompían (o «disociaban») en átomos ordinarios, sino en átomos que llevaban una carga eléctrica.
Arrhenius propuso que los iones de Faraday eran simplemente átomos (o grupos de átomos) que llevan una carga eléctrica positiva o negativa. Los iones, o eran los «átomos de electricidad», o portaban a los «átomos de electricidad». (La última alternativa demostró posteriormente ser la correcta.) Arrhenius utilizó su teoría de la
di
sociación iónica
para dar cuenta de numerosos hechos de electroquímica.
Las ideas de Arrhenius, propuestas en su tesis doctoral en 1884, chocaron con una resistencia considerable; su tesis estuvo a punto de ser rechazada. Pero Ostwald, impresionado, ofreció un puesto a Arrhenius y le animó a proseguir su trabajo en química física.
En 1889, Arrhenius hizo otra fructífera sugerencia. Señaló que las moléculas, al chocar, no tenían por qué reaccionar, a no ser que chocasen con una cierta energía mínima, una
energía de activación.
Cuando esta energía de activación es baja, las reacciones ocurren rápida y fácilmente. En cambio, una elevada energía de activación mantendría la reacción a una velocidad ínfima.
Pero si en este último caso la temperatura se elevase tanto que un cierto número de moléculas recibieran la necesaria energía de activación, la reacción procedería súbita y rápidamente, a veces con violencia explosiva. La explosión de una mezcla de hidrógeno y oxígeno cuando se alcanza la
temperatura de ignición
constituye un ejemplo de ello.
Ostwald utilizó este concepto provechosamente para elaborar su teoría de la catálisis. Señaló que la formación de un compuesto intermedio a partir del catalizador (véase página 163) requería una menor energía de activación que la necesaria para la formación directa del producto final.
Más sobre los gases
Las propiedades de los gases sufrieron una nueva y profunda revisión durante el surgimiento de la química física a fines del siglo xix. Tres siglos antes, Boyle había propuesto la ley que lleva su nombre (véase pág. 48), estableciendo que la presión y el volumen de una cantidad determinada de gas variaban inversamente (con tal de que, como después se mostró, la temperatura se mantenga constante).
Sin embargo, se vio que esta ley no era totalmente cierta. El químico franco-germano Henri Victor Regnault (1810-78) hizo meticulosas medidas de volúmenes y presiones de gas a mediados del siglo xix, y mostró que, sobre todo al elevar la presión o bajar la temperatura, los gases no seguían del todo la ley de Boyle.
Aproximadamente por la misma época, el físico escocés James Clerk Maxwell (1831-79) y el físico austríaco Ludwig Boltzmann (1844-1906) habían analizado el comportamiento de los gases, suponiendo que éstos eran un conjunto de infinidad de partículas moviéndose al azar (la
teoría cinética de los gases)
. Lograron derivar la ley de Boyle sobre esta base, haciendo para ello dos suposiciones más: 1, que no había fuerza de atracción entre las moléculas del gas, y 2, que las moléculas del gas eran de tamaño igual a cero. Los gases que cumplen estas condiciones se denominan
gases perfectos.
Ninguna de las dos suposiciones es del todo correcta. Existen pequeñas atracciones entre las moléculas de un gas, y si bien estas moléculas son enormemente pequeñas, su tamaño no es igual a cero. Por lo tanto, ningún gas real es «perfecto», aunque el hidrógeno y el recién descubierto helio (véase pág. 151) casi lo eran.
Teniendo en cuenta estos hechos, el físico holandés Johannes Diderik Van der Waals (1837-1923) elaboró en 1873 una ecuación que relacionaba la presión, el volumen y la temperatura de los gases. Esta ecuación incluía dos constantes, a y b (diferentes para cada gas), cuya existencia tomaba debidamente en cuenta el tamaño de las moléculas y las atracciones entre ellas.
La mejor comprensión de las propiedades de los gases ayudó a resolver el problema de licuarlos.
Ya en 1799 se había licuado el gas amoníaco, enfriándolo bajo presión. (Al elevar la presión se eleva la temperatura a la que el gas se licúa, facilitando mucho el proceso.) Faraday fue especialmente activo en este campo de investigación, y hacia 1845 había sido capaz de licuar una serie de gases, entre ellos el cloro y el dióxido de azufre. Al liberar un gas licuado de la presión a que está sometido, comienza a evaporarse rápidamente. Sin embargo, el proceso de evaporación absorbe calor, y la temperatura del líquido restante desciende drásticamente. En estas condiciones, el dióxido de carbono líquido se congela, pasando a dióxido de carbono sólido. Mezclando dióxido de carbono sólido con éter, Faraday logró obtener temperaturas de -78° C.
Pero había gases como el oxígeno, el nitrógeno, el hidrógeno, el monóxido de carbono y el metano, que se resistían a sus más enconados esfuerzos. Por mucho que elevaba la presión en los experimentos, Faraday no lograba licuarlos. Estas sustancias se llamaron «gases permanentes».
En la década de 1860-69, el químico irlandés Thomas Andrews (1813-85) estaba trabajando con dióxido de carbono que había licuado simplemente por presión. Elevando lentamente la temperatura, anotó el modo en que debía incrementarse la presión para mantener el dióxido de carbono en estado líquido. Halló que a una temperatura de 31 ° C ningún aumento de presión era suficiente. En efecto, a esa temperatura las fases líquida y gaseosa parecían mezclarse, por así decirlo, y resultaban indistinguibles. Por tanto, Andrews sugirió (en 1869) que para cada gas había una
temperatura crítica
por encima de la cual ningún aumento de presión podía licuarlo. Concluyó que los gases permanentes eran simplemente aquellos cuyas temperaturas críticas eran más bajas que las alcanzadas en los laboratorios.
Entre tanto, Joule y Thomson (véanse págs. 152 y 153), en sus estudios sobre el calor, habían descubierto que los gases pueden enfriarse a base de dejarlos expandir. Por lo tanto, expandiendo un gas, comprimiéndolo a continuación en condiciones que no le permitan recuperar el calor perdido, expandiéndolo de nuevo, y así una y otra vez, podrían alcanzarse temperaturas muy bajas. Una vez alcanzada una temperatura inferior a la temperatura crítica del gas, la aplicación de presión lo licuaría.
Utilizando esta técnica, el físico francés Louis Paul Cailletet (1832-1913) y el químico ruso Raoul Pictet (1846-1929) lograron licuar gases como el oxígeno, nitrógeno y monóxido de carbono en 1877. Sin embargo, el hidrógeno seguía frustrando sus esfuerzos.
Como resultado del trabajo de Van der Waals, se puso en claro que en el caso del hidrógeno, el efecto Joule-Thomson funcionaría solamente por debajo de una cierta temperatura. Por tanto, había que disminuir su temperatura para poder comenzar el ciclo de expansión y contracción.
En la década de 1890-99, el químico escocés James Dewar (1842-1923) empezó a trabajar sobre el problema. Preparó oxígeno líquido en cantidad y lo almacenó en una
botella de Dewar.
Este artefacto es un vaso de doble pared con un vacío entre ellas. El vacío no transmite calor por conducción ni por convención, ya que ambos fenómenos requieren la presencia de materia. El calor se transmite a través del vacío solamente por el procedimiento relativamente lento de la radiación. Plateando las paredes de modo que el calor fuese reflejado y no absorbido, Dewar logró retardar el proceso de radiación aún más. (Los termos de uso doméstico son simplemente botellas de Dewar provistas de un tapón.)
Enfriando el hidrógeno a temperatura muy baja por inmersión en oxígeno líquido almacenado en tales botellas y utilizando luego el efecto Joule-Thomson, Dewar produjo hidrógeno líquido en 1898.
El hidrógeno se licuó a 20° K, una temperatura sólo veinte grados más alta que el cero absoluto
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. Pero éste no es, ni con mucho, el punto de licuefacción más bajo. En la misma década habían sido descubiertos los gases inertes (véase pág. 151), y uno de ellos, el helio, licuó a una temperatura más baja.
El físico holandés Eleike Kamerlingh Onnes (1853-1926) venció el último obstáculo cuando, en 1908, enfrió primero helio en un baño de hidrógeno líquido, aplicando entonces el efecto de Joule-Thomson y consiguiendo helio líquido a una temperatura de 4
o
K.