En 1894, Ramsay repitió el experimento de Cavendish y aplicó unos instrumentos analíticos que éste no poseía. Ramsay calentó las burbujas finales de gas que no podía reaccionar, y estudió las líneas luminosas de su espectro. Las líneas más fuertes estaban en posiciones que coincidían con las de un elemento desconocido. Se trataba en consecuencia de un nuevo gas, más denso que el nitrógeno, que constituía alrededor del 1 por 100 del volumen de la atmósfera. Era químicamente inerte y no se le podía hacer reaccionar con ningún otro elemento, así que fue denominado
argón
, de la palabra griega que significa «inerte».
Fig. 18. Hoy día, la tabla periódica ordena los elementos por
su número atómico (el número de protones existentes en el núcleo)
e incluye los elementos descubiertos desde la época de Mendeleiev,
y los producidos artificialmente desde la Segunda Guerra Mundial.
El argón resultó tener un peso atómico justo por debajo de 40. Esto significaba que debía encajarse en alguna parte de la tabla periódica hacia la región de los siguientes elementos: azufre (peso atómico 32), cloro (peso atómico 35,5), potasio (peso atómico 39) y calcio (peso atómico justo por encima de 40).
Si el peso atómico del argón fuese la sola condición a tener en cuenta, el nuevo elemento debería haber ido entre el potasio y el calcio. Pero Mendeleiev había establecido el principio de que la valencia era más importante que el peso atómico (véase pág. 140). Ya que el argón no se combinaba con ningún elemento, podía decirse que tenía una valencia de 0. ¿Cómo encajar esto?
La valencia del azufre es 2, la del cloro 1, la del potasio 1, y la del calcio 2. La progresión de la valencia en esa región de la tabla periódica es 2,1,1,2. Una valencia de 0 encajaría claramente entre los dos unos: 2,1,0,1,2. Por tanto el argón no podía existir solo. Tenía que haber una familia de
gases inertes
, cada uno de ellos con una valencia de 0. Tal familia encajaría limpiamente entre la columna que contiene los halógenos (cloro, bromo, etc.) y la de los metales alcalinos (sodio, potasio, etcétera), todos ellos con una valencia de 1.
Ramsay empezó a investigar. En 1895 supo que en los Estados Unidos se habían obtenido muestras de un gas (que se había tomado por nitrógeno) a partir de un mineral de uranio. Ramsay repitió el trabajo y halló que el gas, examinado al espectroscopio, mostraba líneas que no pertenecían ni al nitrógeno ni al argón. Lo más sorprendente era que en lugar de ellos se trataba de las líneas que había observado en el espectro solar el astrónomo francés Pierre Jules César Janssen (1824-1907) durante un eclipse solar ocurrido en 1868. En aquel entonces, el astrónomo inglés Joseph Norman Lockyer (1836-1920) las había atribuido a un nuevo elemento que denominó
helio
, de la palabra griega que significa Sol.
Los químicos habían prestado en general poca atención en aquel tiempo al descubrimiento de un elemento desconocido en el Sol, basado en una prueba tan frágil como la espectroscopia. Pero el trabajo de Ramsay demostró que ese mismo elemento existía en la Tierra, y mantuvo el nombre dado por Lockyer. El helio es el más ligero de los gases nobles, y, después del hidrógeno, el elemento de menor peso atómico.
En 1898, Ramsay hirvió aire líquido cuidadosamente buscando muestras de gases inertes, que él esperaba burbujeasen primero. Encontró tres, que llamó
neón
(«nuevo»),
criptón
(«oculto»)
y xenón
(«extranjero»).
Los gases inertes fueron considerados al principio como mera curiosidad, de interés solamente para químicos encerrados en su torre de marfil. Pero en investigaciones que comenzaron en 1910, el químico francés Georges Claude (1870-1960) mostró que una corriente eléctrica forzada a través de ciertos gases como el neón producía una luz suave y coloreada.
Los tubos llenos con dicho gas podían moldearse formando las letras del alfabeto, palabras o dibujos. En la década de 1940 las bombillas de luz incandescente de la celebrada Great White Way y otros centros de diversión semejantes de la ciudad de Nueva York fueron reemplazadas por
luces de neón.
Calor
En los siglos XVII y XVIII, los mundos de la química y la física parecían mutuamente bien delimitados. La química era el estudio de aquellos cambios que implicaban alteraciones en la estructura molecular. La física era el estudio de los cambios que no implicaban dichas alteraciones.
En la primera parte del siglo xix, mientras Davy (ver página 96) se ocupaba en alterar la ordenación molecular de los compuestos inorgánicos y Berthelot (pág. 103) en alterar la de los compuestos orgánicos, los físicos estaban estudiando el flujo de calor. Este estudio del flujo de calor se denominó
termodinámica
(de las palabras griegas que significan «movimiento de calor»).
Sobresalientes en este campo fueron el físico inglés James Prescott Joule (1818-89) y los físicos alemanes Julius Robert von Mayer (1814-78) y Hermann Ludwig Ferdinand von Helmholtz (1821-94). En la década de 1840 su trabajo puso en claro que en las vicisitudes sufridas por el calor y otras formas de energía, no se destruye ni se crea energía. Este principio se llamó la
ley de conservación de le energía, o primer principio de la termodinámica.
Vinieron después los trabajos del físico francés Nicolás Léonard Sadi Carnot (1796-1832), del físico inglés William Thomson, posteriormente Lord Kelvin (1824-1907), y del físico alemán Rudolf Julius Emanuel Clausius (1822-88). Se demostró que el calor, abandonado a sí mismo, fluye espontáneamente desde un punto a mayor temperatura hacia otro a menor temperatura, y que a partir del calor se puede obtener trabajo solamente cuando existe tal flujo de calor a través de una diferencia de temperaturas. Esta inferencia fue generalizada para aplicarla a cualquier forma de energía que fluye desde un punto de mayor intensidad hacia otro de menor intensidad.
Clausius ideó en 1850 el término
entropía
para designar la proporción entre el calor contenido en un sistema aislado y su temperatura absoluta. Demostró que en cualquier cambio espontáneo de energía la entropía del sistema se incrementa. Este principio se llamó
segundo principio de la termodinámica.
Tales avances en el terreno de la física no podían aislarse de la química. Después de todo, aparte del Sol, la mayor fuente de calor en el mundo del siglo xix residía en reacciones químicas como la combustión de la madera, carbón o petróleo.
Otras reacciones químicas también desarrollaban calor, como por ejemplo, la neutralización de ácidos por bases (véase pág. 78). De hecho, todas las reacciones químicas implican algún tipo de transferencia térmica, bien de emisión de calor (y a veces de luz) al entorno, bien de absorción de calor (y a veces de luz) desde el entorno.
En 1840 los mundos de la química y de la física se unieron y comenzaron a marchar juntos con el trabajo de un químico ruso-suizo, Germain Henri Hess (1802-1850). Hess dio a conocer los resultados de cuidadosas medidas que había tomado sobre la cantidad de calor desarrollada en las reacciones químicas entre cantidades fijas de algunas sustancias. Logró demostrar que la cantidad de calor producida (o absorbida) en el paso de una sustancia a otra era siempre la misma, no importando por qué ruta química había ocurrido el cambio, ni en cuántas etapas. Debido a esta generalización
(ley de Hess)
, Hess es considerado en ocasiones como el fundador de la
termoquímica
(química del calor).
Basándose en la ley de Hess, parecía altamente probable que la ley de conservación de la energía se aplicase tanto a los cambios químicos como a los cambios físicos. En realidad, generalizando más, las leyes de la termodinámica debían cumplirse probablemente tanto en la química como en la física.
Esta línea de experimentación y razonamiento sugería que las reacciones químicas —como los procesos físicos— tienen una dirección inherente y espontánea en la que la entropía crece. Pero la entropía es una cantidad difícil de medir directamente, y los químicos buscaron otro criterio más simple que pudiera servir como medida de esa «fuerza impulsora».
En los años 1860-69, Berthelot, que había hecho tan importantes trabajos en síntesis orgánica (véase pág. 103), volvió su atención hacia la termoquímica. Ideó métodos para efectuar reacciones químicas dentro de cámaras cerradas rodeadas por agua a temperatura conocida. A partir del incremento en la temperatura del agua circundante al finalizar la reacción, podía medirse la cantidad de calor desarrollada por la misma.
Utilizando este tipo de
calorímetro
(de la palabra latina que significa «medida de calor»), Berthelot obtuvo determinaciones cuidadosas de la cantidad de calor desarrollada por cientos de diferentes reacciones químicas. Independientemente, el químico danés Hans Peter Jórgen Julius Thomsen (1826-1909) hizo experimentos semejantes.
Berthelot pensaba que las reacciones que liberaban calor eran espontáneas, mientras que aquellas que absorbían calor no lo eran. Puesto que toda reacción que liberaba calor tenía que absorberlo al desarrollarse en dirección contraria (Lavoisier y Laplace, véase pág. 71), fueron los primeros en expresar tales opiniones), cualquier reacción química sólo podría ocurrir espontáneamente en una dirección, liberando calor en el proceso.
Como ejemplo digamos que cuando se combinan hidrógeno y oxígeno para formar agua, la reacción libera una gran cantidad de calor. Esta reacción es espontánea, y, una vez iniciada, llega rápidamente a su fin, a veces con violencia explosiva.
Por el contrario, la reacción inversa de descomposición del agua en hidrógeno y oxígeno requiere una aportación de energía. La energía puede suministrarse en forma de calor, o mejor aún de electricidad. No obstante, dicha ruptura de la molécula de agua no es espontánea. No parece que ocurra nunca a menos que se suministre energía, e incluso en ese caso la reacción cesa en el momento en que se interrumpe el flujo de energía.
Pero aunque la generalización de Berthelot parece plausible a primera vista, es errónea. En primer lugar, no todas las reacciones espontáneas liberan calor. Algunas absorben tanto calor que mientras se llevan a cabo la temperatura del medio ambiente desciende.
En segundo lugar, existen
reacciones reversibles.
En éstas, las sustancias A y B pueden reaccionar espontáneamente y convertirse en las sustancias C y D, mientras que C y D pueden, también espontáneamente, reaccionar en sentido inverso, hasta llegar a A y B. Y todo ello ocurre a pesar de que el calor liberado en la reacción que transcurre en un sentido debe absorberse en la reacción inversa. Un ejemplo simple es el del yoduro de hidrógeno, que se descompone en una mezcla de hidrógeno y yodo. La mezcla es capaz de recombinarse para formar yoduro de hidrógeno. Esto puede escribirse en forma de ecuación: 2HI ‹-› H
2
+ I
2
. La doble flecha indica que es una reacción reversible.
Las reacciones reversibles se conocían ya en el tiempo de Berthelot. Fueron cuidadosamente estudiadas por primera vez en 1850, por Williamson, durante el trabajo que le condujo a sus conclusiones relativas a los éteres (véase página 114). Halló situaciones en las que, empezando con una mezcla de A y B se formaban las sustancias C y D. Si en lugar de ello empezaba con una mezcla de C y D, se formaban las sustancias A y B. En cualquiera de los casos, existiría al final una mezcla de A, B, C y D, en proporciones aparentemente fijas. La mezcla estaría en
equilibrio.
Pero Williamson no creía que porque la composición de la mezcla fuese aparentemente fija, no sucediera nada. Creyó que A y B reaccionaban para formar C y D, mientras que C y D reaccionaban para formar A y B. Ambas reacciones se hallaban progresando continuamente, pero cada una neutralizaba los efectos de la otra, dando la ilusión de un equilibrio. Esta condición era un
equilibrio dinámico.
El trabajo de Williamson marcó el comienzo del estudio de la
cinética química
, esto es, el estudio de las velocidades de las reacciones químicas. A partir del trabajo de Williamson estaba bastante claro que algo más que la mera evolución del calor dictaba la espontaneidad de una reacción química. Este «algo más» estaba siendo investigado ya en la época en que Berthelot y Thomsen realizaban sus innumerables mediciones calorimétricas, pero desgraciadamente el tema permaneció enterrado bajo una lengua poco conocida.
Termodinámica química
En 1863 los químicos noruegos Cato Maximilian Guldberg (1836-1902) y Peter Waage (1833-1900) publicaron un folleto que trataba del sentido de las reacciones espontáneas. Volvían a la sugerencia, hecha medio siglo antes por Berthollet (véase pág. 79), de que el sentido de una reacción dependía de la masa de las sustancias individuales que tomaban parte en ella.
Gulberg y Waage pensaban que la sola masa no constituía toda la respuesta. Más bien era cuestión de la cantidad de masa de una sustancia determinada que se acumulaba en un volumen dado de la mezcla reaccionante, en otras palabras, de la
concentración
de la sustancia.
Supongamos que A y B pueden reaccionar para formar C y D, y que asimismo C y D pueden hacerlo para formar A y B. Esta doble reacción puede representarse de esta forma: A+B‹-›C+D.
Tal situación es un ejemplo de una de las reacciones reversibles de Williamson, y llega al equilibrio en unas condiciones en que A, B, C y D se encuentran todas ellas en el sistema. El punto de equilibrio depende de la velocidad a la que reaccionan A y B (velocidad 1) comparada con la velocidad a la que reaccionan C y D (velocidad 2).