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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (18 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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El principio de todo esto se sitúa en la época del emperador Enrique IV, es decir, después del año 1000, y continuó así durante los siglos siguientes. No sólo en Alemania, sino, sobre todo, también en Francia.

Pero aquellos jinetes no eran aún caballeros tal como nos los imaginamos. Los príncipes y los nobles fueron construyéndose poco a poco grandes castillos sólidos y altaneros, como podemos verlos todavía en nuestras tierras. Castillos en los que eran auténticos señores. ¡Que fuera alguien a molestarlos! Esos castillos se alzaban a menudo sobre roquedos abruptos y recortados a donde sólo podía ascenderse por un lado, por el que subía únicamente una estrecha senda para cabalgaduras.

Antes de llegar a la puerta del castillo se abría un amplio foso lleno, a veces, de agua y atravesado por un puente levadizo que podía levantarse en cualquier momento mediante cadenas; en ese caso, el castillo quedaba cerrado y nadie podía entrar en él, pues al otro lado del foso se elevaban gruesos y firmes muros con saeteras, por donde se podían disparar flechas, y aberturas por las cuales se podía arrojar sobre los enemigos pez hirviendo. Los propios muros tenían salientes, o almenas, y tras ellos se podía estar de pie y observar al enemigo. Al otro lado de aquel grueso muro se levantaba todavía otro más, y hasta un tercero, antes de llegar al patio del castillo. Desde él se accedía a las habitaciones donde vivía el caballero. Una sala con una chimenea en la que ardía un fuego estaba destinada a las mujeres, menos endurecidas que los hombres.

En aquellos castillos se vivía, efectivamente, con mucha incomodidad. La cocina era un cuarto ennegrecido por el hollín donde se asaba la carne en espetones sobre un fuego de leña crepitante. Junto a las habitaciones para los siervos y los caballeros había otros dos espacios: la capilla, donde el capellán celebraba los oficios divinos, y la torre del homenaje. Esta construcción era un torreón imponente, situado casi siempre en la parte más interior del castillo, donde se solían almacenar provisiones y al que se retiraban los caballeros cuando el enemigo había superado la montaña, los fosos, el puente levadizo, la pez hirviente y los tres muros. En ese momento se encontraban ante aquella torre amenazadora e imponente en cuyo interior podían defenderse los caballeros hasta que llegaba ayuda.

¡Y no nos olvidemos de otra cosa! Las mazmorras, un sótano profundo, estrecho, lóbrego y frío al que el caballero arrojaba a sus enemigos prisioneros y donde éstos se consumían mientras no se los liberara mediante un elevado rescate.

Seguro que has visto ya alguno de esos castillos. Pero, cuando vuelvas a visitar otro, no pienses sólo en los caballeros con sus cotas de mallas que pasearon por ellos; fíjate también un momento en los muros y torres y piensa en los hombres que los levantaron. Torres que se alzan sobre rocas puntiagudas entre precipicios. Todo aquello hubieron de hacerlo los súbditos campesinos, las personas que no eran libres, los vasallos, como se les llamaba. Ellos eran quienes tenían que picar y acarrear las piedras, subirlas con poleas y colocarlas unas sobre otras; y cuando sus fuerzas no daban para más, debían ayudarles sus mujeres y sus hijos, pues el caballero podía impartirles cualquier orden. Era mejor, sin duda, ser caballero que vasallo.

Los hijos de los vasallos eran a su vez vasallos; y los hijos de los caballeros, caballeros. No había gran diferencia con la antigua India y sus distintas castas.

Al cumplir los siete años, el hijo de un caballero marchaba a otro castillo para conocer allí la vida. Se le llamaba doncel o paje, y tenía que servir a las mujeres, llevarles la cola del vestido o, quizá, leerles en voz alta, pues las mujeres no solían saber leer ni escribir. Los pajes, en cambio, lo aprendían a veces. A los 14 años, los pajes ascendían a la categoría de escuderos. Y no tenían que permanecer sentados junto al fuego en el castillo; podían acompañar en las cabalgadas y salir de caza y a la guerra. El escudero llevaba el escudo y la lanza del caballero, le proporcionaba una segunda lanza cuando la primera se astillaba en combate y tenía que obedecer y ser fiel a su señor sin condiciones. Si había servido con valor y entrega como escudero, recibía a los 21 años el espaldarazo de caballero. Se trataba de un acto solemne. El escudero tenía que realizar antes un largo ayuno y rezar en la capilla del castillo. El sacerdote le daba la sagrada comunión. Luego, tenía que arrodillarse entre dos testigos portando la armadura completa, pero sin casco, espada ni escudo; y su señor, que lo hacía caballero, le propinaba un golpe en cada hombro y en la nuca con la parte plana de la espada, acompa ñado de estas palabras:

En honor de Dios y de María,

Te propino tan sólo este golpe.

Sé valiente, honorable y recto.

Mejor caballero que siervo.

Luego, el escudero debía levantarse. Ya no era escudero, sino caballero; podía hacer caballeros a otros y llevar armas en su escudo (un león, una pantera o una flor), y la mayoría de las veces elegía también un bello lema para su vida. Luego se le entregaba solemnemente la espada y el casco, se le colocaban espuelas doradas y se le colgaba el escudo del brazo; a continuación, partía a caballo en compañía de un escudero, con su cimera de colores, una poderosa lanza y una capa de color rojo escarlata sobre la cota de malla para mostrarse digno de su condición de caballero.

Esta ceremonia tan solemne te hará comprender que un caballero era algo más que un simple guerrero a caballo. En realidad era casi miembro de una orden, una especie de monje, pues los buenos caballeros no debían ser sólo jinetes valientes. De la misma manera que el monje servía a Dios con la oración y sus buenas obras, el caballero debía servirle con su fuerza. Tenía que proteger a los débiles y desamparados, a las mujeres y a los pobres, a las viudas y a los huérfanos. Sólo debía desenvainar la espada en favor de la justicia y servir a Dios con cada uno de sus actos. Debía obediencia incondicional a su dueño, su señor feudal, y tenía que atreverse a todo por él. No podía ser brutal, pero tampoco cobarde. Nunca podía atacar junto con otro a un enemigo solo, sino que debía enfrentarse a él en combate singular. No le estaba permitido humillar a un adversario vencido. Todavía seguimos llamando «caballerosa» a la persona que se comporta así, pues actúa según los ideales del caballero.

Cuando un caballero amaba a una mujer, salía a combatir por su honor y procuraba afrontar grandes aventuras para hacer famosa a la dama de su corazón. Sólo se acercaba a ella con veneración y hacía todo cuanto le ordenaba. También esto formaba parte de la caballería. Si en la actualidad te resulta completamente natural ceder el paso a una señora ante una puerta o agacharte antes que ella si se le cae algo al suelo, es que pervive en ti un pequeño resto de las ideas de los antiguos caballeros por las que un hombre de verdad debe proteger a los débiles y honrar a las mujeres.

El caballero demostraba también en tiempos de paz su valor y su habilidad en los juegos caballerescos llamados torneos. A estas competiciones acudían caballeros de muchos países para medir sus fuerzas. Galopaban hacia el contrario armados de pies a cabeza con lanzas embotadas e intentaban descabalgarse el uno al otro. La esposa del señor del castillo otorgaba al vencedor el trofeo, que solía ser una guirnalda. Para agradar a las mujeres, el caballero no debía ser brillante únicamente en gestas de armas. Tenía que comportarse con comedimiento y nobleza, no decir palabrotas ni juramentos, como les gustaba a los guerreros, y debía dominar las artes de la paz, como el ajedrez y la poesía.

En realidad, los caballeros fueron a menudo grandes poetas que cantaron las glorias de sus damas queridas, su belleza y su virtud. En aquellos tiempos se cantaban y escuchaban también con gusto las hazañas de otros caballeros del pasado. Había largas historias en verso que hablaban de Parsifal y los caballeros del santo cáliz de la última cena de Cristo, el Grial, del rey Arturo y de Lohengrin, y también del desafortunado amante Tristán, y hasta de Alejandro Magno y la guerra de Troya.

Había trovadores que recorrían el país, de castillo en castillo, cantando aún las antiguas sagas de Sigfrido, el matador de dragones, y de Dietrich de Berna, el rey godo Teodorico. Estos poemas nos son conocidos sólo de esta época, tal como se cantaban en Austria, a orillas del Danubio, pues los que ordenó poner por escrito Carlomagno se perdieron. Cuando leas el «Canto de los nibelungos» (así se llama el poema que trata de Sigfrido), te darás cuenta de que todos los antiguos campesinos guerreros germánicos se han convertido en auténticos caballeros, y que hasta el propio Atila, el terrible soberano de los hunos, aparece descrito como el rey Etzel, caballeresco y noble, que celebra unas solemnes bodas en Viena con Kriemhilde, la viuda de Sigfrido.

Ya sabes que los caballeros consideraban su principal tarea luchar por Dios y la cristiandad. Para ello encontraron además una magnífica oportunidad. El sepulcro de Cristo en Jerusalén se hallaba, al igual que toda Palestina, en manos de los árabes, los infieles. Y cuando un fogoso predicador se lo recordó en Francia a los caballeros cristianos, y el papa —que tras su victoria sobre los reyes alemanes se había convertido en el poderoso soberano de la cristiandad— pidió su ayuda para liberar el Santo Sepulcro, miles y miles de caballeros exclamaron: «¡Dios lo quiere, Dios lo quiere!».

El año 1096, guiados por un príncipe francés, Godofredo de Bouillon, avanzaron hacia Constantinopla siguiendo el curso del Danubio, y de allí pasaron a Palestina atravesando Asia Menor. Los caballeros y sus acompañantes habían cosido en sus espaldas cruces rojas de tela. Se les llamaba cruzados. Su propósito era liberar el país donde había sido crucificado Cristo en otros tiempos. Cuando, tras muchas privaciones y años de lucha, llegaron por fin a las puertas de Jerusalén, se sintieron tan conmovidos al ver realmente aquella ciudad santa de la que tanto sabían por la Biblia, que, según se dice, besaron el suelo llorando. Luego sitiaron la ciudad, valientemente defendida por soldados árabes, y finalmente la tomaron.

Una vez en Jerusalén no se comportaron como caballeros ni como cristianos. Pasaron a cuchillo a todos los mahometanos y perpetraron atroces crueldades. Luego hicieron penitencia y marcharon hasta el santo sepulcro de Cristo descalzos y entonando salmos.

Los cruzados fundaron en Jerusalén un Estado cristiano cuyo custodio fue Godofredo de Bouillon. Pero aquel Estado pequeño y débil, situado lejos de Europa en medio de reinos mahometanos, era asediado constantemente por guerreros árabes, de modo que nuevos predicadores exhortaron en Francia y Alemania a realizar nuevas cruzadas. No todos tuvieron éxito.

Pero las cruzadas aportaron un beneficio no pretendido en absoluto por los propios caballeros: los cristianos conocieron en el lejano Oriente la cultura de los árabes, sus construcciones, su sentido de la belleza y su erudición. Y aún no habían transcurrido cien años desde la primera cruzada, cuando los escritos del maestro de Alejandro Magno, los libros de Aristóteles, fueron traducidos del árabe al latín y leídos y estudiados con empeño en Italia, Francia y Alemania. Se reflexionó sobre la manera de armonizar las doctrinas de Aristóteles con la enseñanza de la iglesia, y se escribieron gruesos libros en latín con dificilísimas reflexiones sobre esta cuestión. Todo cuanto habían aprendido y experimentado los árabes en sus campañas de conquista a lo largo del mundo, fue llevado ahora por los cruzados a Francia y Alemania. El ejemplo de sus supuestos enemigos convirtió en muchos aspectos a los feroces guerreros de Europa en auténticos caballeros caballerescos.

EL EMPERADOR EN LA ÉPOCA DE LA CABALLERÍA

En esta época fabulosa, tan variada y aventurera, reinaba en Alemania una nueva familia de caballeros llamada Hohenstaufen, por el nombre del castillo familiar. De ella procedía el emperador Federico I Hohenstaufen, que tenía una hermosa barba roja y al que se llamó, por eso, Federico Barbarroja. Los italianos le dieron el nombre de Federico Barbarossa, que significa lo mismo. Seguro que te preguntarás por qué en Alemania se le menciona tan a menudo por su nombre italiano, Barbarossa, a pesar de ser un emperador alemán. En realidad, Federico estaba cada dos por tres en Italia y fue allí donde llevó a cabo sus hazañas más famosas. Lo que atrajo a Barbarroja a Italia no fueron sólo el papa y su poder para otorgar la corona imperial romana a los reyes alemanes. Quería también gobernar sobre todo el país, pues necesitaba dinero. «¿No podía conseguirlo en Alemania?», me preguntarás. En realidad, no. En Alemania apenas había dinero por aquel entonces.

¿Has pensado alguna vez para qué necesitamos el dinero? «¡Para vivir, por supuesto!», me dirás. Pero eso no es cierto; ¿le has dado alguna vez un bocado a una moneda? Se puede vivir sólo con pan y otros alimentos, y quien cultiva el grano para hacer pan no necesita dinero, como tampoco lo necesitó Robinson Crusoe. Tampoco lo necesita aquel a quien se le da pan gratis. Así ocurría en Alemania. Los labradores sometidos a servidumbre cultivaban los campos y daban a los caballeros y a los monasterios, propietarios de la tierra, un décimo de su cosecha.

Pero, ¿de dónde obtenían los labradores sus aperos, sus ropas y los arreos de los animales de labranza? En la mayoría de los casos los intercambiaban. Cuando un labrador tenía, por ejemplo, un buey pero prefería seis ovejas para conseguir lana con que hacerse ropa, se lo cambiaba a su vecino. Y si mataba el buey y trabajaba los dos cuernos durante las largas noches de invierno para convertirlos en hermosos recipientes para beber, podía cambiar un cuerno por lino del campo de su vecino para que su mujer le tejiera un abrigo. Esta actividad se llama trueque. En Alemania, las cosas funcionaban entonces bastante bien de esta manera, sin dinero, pues la mayoría de la gente era labradores o propietarios de fincas. Todos los monasterios poseían igualmente muchas tierras que les habían donado o legado las personas piadosas.

En todo el extenso imperio alemán no había entonces casi nada, fuera de grandes bosques y pequeños campos, algunas aldeas, castillos y monasterios. No había, pues, ciudades. Ahora bien, el dinero se necesita sólo en las ciudades. El zapatero, el comerciante en paños o el escribano no pueden calmar el hambre y la sed con sus cueros, sus telas o su tinta. ¡Pero tampoco puedes ir al zapatero y darle pan a cambio de unos zapatos, para que tenga con qué vivir! ¿De dónde sacarías el pan, si no eres labrador? ¡Del panadero! Pero, ¿qué ibas a darle a cambio al panadero? Quizá podrías ayudarle. Pero, ¿y si no te necesita? ¿O si tienes que ayudar a la frutera? Ya ves que vivir del trueque en las ciudades sería increíblemente complicado.

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