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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (22 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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Pero aquello no era digno de caballeros. No se consideraba caballeresco meterle a alguien una bala en el cuerpo desde lejos. Ya sabes que los caballeros estaban acostumbrados a galopar unos contra otros para desmontar al adversario. Ahora, para defenderse de las balas de los ejércitos de ciudadanos tenían que llevar armaduras cada vez más pesadas y gruesas y pronto dejaron de montar a caballo con cotas de malla; y, con aquellas corazas, comenzaron a parecer hombres de hierro. Apenas podían moverse. Aquello era, sin duda, muy imponente, pero daba un calor terrible y no resultaba nada práctico. Por eso, a pesar de toda su valentía, los ejércitos de a caballo eran menos temibles. Cuando un afamado y belicoso príncipe caballeresco del ducado francés de Borgoña, llamado Carlos el Temerario por su valor impávido, quiso conquistar Suiza en el año 1476 con un ejército de caballeros armados, los campesinos y burgueses del país marcharon a pie junto a la ciudad de Murten contra aquellos rígidos hombres de hierro, los arrojaron de sus caballos, los mataron y se apoderaron de todas las tiendas y tapices suntuosos y caros que llevaba consigo el ejército de caballeros en su campaña de conquista. Todavía puedes verlos en Berna, la capital de Suiza. El país siguió siendo libre y los caballeros dejaron de existir.

Esa es la razón de que se llame el último caballero al emperador alemán que gobernó en torno al año 1500. Su nombre era Maximiliano y pertenecía a la familia de los Habsburgo, cuyo poder y riqueza no habían dejado de aumentar desde el rey Rodolfo de Habsburgo. A partir de 1438 esta familia no fue sólo poderosa en su propia tierra austríaca, sino tan influyente en general que únicamente se elegía emperadores alemanes a los Habsburgo. Sin embargo, la mayoría de ellos, y también Maximiliano, el último caballero, lucharon mucho y tuvieron numerosas preocupaciones con los nobles y príncipes alemanes que gobernaban casi sin cortapisas en sus feudos y a menudo no querían siquiera seguir al emperador a la guerra cuando se lo ordenaba.

Desde que había dinero, ciudades y pólvora, la concesión de tierras con sus campesinos como recompensa por servicios de guerra había quedado tan anticuada como la propia caballería. Por eso, en las guerras que mantuvo contra el rey francés por las posesiones en Italia, Maximiliano no entró ya en combate con sus caballeros sino que pagó soldados que, a partir de entonces, fueron a la guerra para ganar dinero. Esos soldados recibían el nombre de lansquenetes. Eran unos tipos feroces y toscos, vestidos con ropas increíblemente llamativas; personas cuyo mayor disfrute consistía en saquear. No luchaban por su patria, sino por dinero, y marchaban con quien más les pagara. Por eso el emperador necesitaba mucho dinero. Y como no lo tenía, hubo de pedir prestado a comerciantes ricos que vivían en las ciudades. A cambio, tuvo que mostrarse amable con éstas, lo cual molestó a los caballeros que vieron como eran cada vez más prescindibles.

A Maximiliano no le gustaba en absoluto tener que atender a todas aquellas preocupaciones tan complicadas. Habría preferido participar en torneos, como los caballeros de antes, y describir sus aventuras en versos hermosos a la dama de su corazón. Era una extraña combinación de viejo y nuevo, pues le gustaba mucho el nuevo arte y no cesaba de pedir al máximo pintor alemán, Alberto Durero, que había aprendido mucho de los italianos, pero aún más de sí mismo, que realizara cuadros y grabados para darle fama. Así, el primer artista nuevo alemán nos retrata en sus magníficos cuadros el auténtico aspecto del último caballero. Sus pinturas, al igual que los cuadros y edificios de los grandes artistas de Italia, son los «pregoneros» que anunciaron a la gente: «¡Atención! ¡Ha comenzado una nueva era!». Y, si hemos llamado noche estrellada a la Edad Media, debemos considerar a esta nueva época despierta que se inició en Florencia como una clara y lúcida mañana.

UN NUEVO MUNDO

Lo que hasta ahora hemos llamado historia universal era apenas la historia de la mitad del mundo. La mayoría de las cosas han sucedido en torno al Mediterráneo, en Egipto, Mesopotamia, Palestina, Asia Menor, Grecia, Italia, España o el norte de África. O, como mucho, muy cerca de él: en Alemania, Francia e Inglaterra. A veces hemos echado una ojeada hacia el este, a China, aquel imperio tan bien protegido, y a la India, que en la época de la que estamos hablando estaba gobernada por una familia real mahometana. Pero no nos hemos preocupado por lo que queda al oeste de la vieja Europa, más allá de Inglaterra. Nadie se había preocupado por esos parajes. Sólo algunos marinos nórdicos habían visto alguna vez en sus correrías vikingas en el lejano oeste una tierra áspera, pero pronto volvieron a retirarse de ella, pues no había allí nada que buscar. Pero no ha habido muchos marinos tan audaces como los vikingos. ¿Quién iba a atreverse a navegar por el océano desconocido y, quizá, infinito, que se extendía al oeste de Inglaterra, Francia y España?

Una osadía semejante no fue posible hasta el hallazgo de un nuevo invento, que nos llegó también —a punto he estado de decir «como es natural»— de los chinos. Se trata del descubrimiento de que un trozo de hierro imantado que se mueva libremente se orientará siempre hacia el norte, señalará siempre el norte: la brújula. Los chinos habían utilizado desde hacía tiempo la brújula en sus viajes a través de los desiertos, y el conocimiento de este instrumento mágico llegó de manos de los árabes a los europeos, que lo habían conocido durante las cruzadas, en torno al 1200. Pero la brújula se empleó entonces muy poco. Se tenía miedo de ella y la gente la consideraba inquietante. La curiosidad fue superando paulatinamente al miedo. Pero no sólo la curiosidad. Allá, en tierras lejanas, podía haber tesoros, riquezas extrañas que podrían traerse al propio país. Pero nadie se atrevía aún a hacerse a la mar por el oeste; era demasiado grande y desconocida. ¿A dónde se llegaba una vez alcanzada la meta?

Entonces, un italiano pobre, aventurero y ambicioso nacido en Génova, que se llamaba Colón y había pasado muchas horas estudiando antiguas descripciones de la Tierra tuvo una ocurrencia que le dejó como embrujado. ¿A dónde se llegaba? ¡Si se viajaba siempre hacia el oeste, se tenía que llegar al este! ¡Al fin y al cabo, la Tierra es redonda! Es una esfera. Así estaba escrito en algunos libros de la Antigüedad. Y si, navegando siempre hacia el oeste se arribaba al lejano Oriente tras dar la vuelta al mundo, se alcanzaría la rica China y la fabulosa India. Allí había oro y marfil y especias raras. ¡Cuánto más sencillo sería navegar por el océano con ayuda de la brújula que recorrer todos aquellos desiertos y espantosas montañas, como lo había hecho en otros tiempos Alejandro Magno y como lo seguían haciendo las caravanas de mercaderes que traían seda de China a Europa! En unos días, pensaba Colón, se podría llegar a la India por su nuevo camino, en vez de viajar muchos meses, como en el caso de la vieja ruta. Colón habló a todo el mundo de aquel plan, y todos se le rieron. ¡Vaya loco! Pero él no cedió. «¡Dadme barcos, dadme un barco! Lo intentaré y os traeré oro del maravilloso país de la India».

Colón se dirigió a España. Allí en el año 1479, dos reinos cristianos se habían unido mediante el matrimonio de sus soberanos y, tras una cruel guerra, habían acabado por echar de su magnífica capital de Granada a los árabes (que, como sabes, gobernaban en España desde hacía más de 700 años), hasta expulsarlos por completo del país. Colón no encontró ningún entusiasmo por su idea en las cortes de Portugal y España. No obstante, se permitió que fuera examinada por la famosa Universidad de Salamanca, que la consideró irrealizable. Colón aguardó desesperado siete años más, suplicando: «¡Dadme barcos!». Finalmente, decidió marchar de España e ir a Francia. De camino se encontró casualmente con un fraile, el confesor de la reina Isabel de Castilla. La idea de Colón convenció al confesor, que habló de ella a su soberana, quien, finalmente, hizo llamar a aquél de nuevo a su presencia. Y Colón estuvo a punto de echar a perder todo una vez más, pues lo que le pidió a la reina si su plan tenía éxito no era ninguna minucia. Colón quería un título de nobleza, ser representante del rey en todas las tierras indias descubiertas, además de almirante, y recibir una décima parte de los impuestos de esas tierras, junto con otras muchas cosas más. Al ser rechazada su demanda, Colón se dirigió a Francia. Pero, entonces, las tierras que pretendía descubrir habrían quedado sometidas al rey francés, lo cual asustaba a los españoles. Se le volvió a convocar y se le concedió cuanto pedía. Se le entregaron dos malos veleros pensando que, si se iban a pique, no se habría perdido gran cosa. Colón alquiló otro más.

Y así se hizo a la mar por el océano, siempre hacia el oeste, siguiendo un mismo rumbo para llegar a las Indias orientales. Había salido de España el 3 de agosto del año 1492. Tuvo que detenerse en una isla a reparar uno de sus barcos, y continuó siempre rumbo al oeste. ¡Pero la India no aparecía! Los tripulantes se impacientaron y, luego, se desesperaron. Colón no les mostró lo lejos que ya estaban de su patria, sino que les mintió. Y, por fin, el 11 de octubre de 1492, a las 2 de la noche, un cañonazo disparado desde uno de sus barcos dio la señal: ¡tierra!

Colón se sentía feliz y orgulloso. ¡La India! La gente pacífica que había allí, en la playa, eran, por tanto, ¡indios! Pero ya sabes que se trataba de un error. Colón no se encontraba en la India sino en una isla próxima a América. Los aborígenes americanos se siguen llamando todavía indios, y las islas a las que arribó Colón se conocen con el nombre de Indias occidentales en recuerdo de su error. La auténtica India se encontraba todavía enormemente lejos. Mucho más lejos de lo que se hallaba España tras él. Colón habría tenido que seguir navegando aún dos meses, por lo menos, habría sucumbido miserablemente con toda su gente, y no habría alcanzado la verdadera India. Entonces, sin embargo, creyó hallarse en la India y tomó posesión del país en nombre del rey de España. E incluso más tarde, en sus demás viajes, siguió manteniendo que lo descubierto por él era la India. Nunca admitió que la gran idea que se había apoderado de él anteriormente fuera incorrecta y que la Tierra era mucho mayor de lo que había imaginado; que el viaje a la India por tierra es mucho más corto que la ruta por mar atravesando los océanos Atlántico e Indico. Quería ser virrey de la India, el país de sus sueños.

Es posible que sepas que la Edad Moderna se empieza a contar a partir de este año de 1492 d.C., en el que el fantasioso aventurero Cristóbal Colón descubrió América por casualidad, porque se la encontró en el camino, por así decirlo. Se trata de una fecha aún más casual que la del año 476 d.C., con la que se hace comenzar la Edad Media pues, entonces, se hundió realmente el imperio romano occidental y fue depuesto su último emperador con el curioso nombre de Rómulo Augústulo. Pero, en el año 1492, nadie, ni siquiera Colon, sabía que aquel viaje tendría un significado mayor que la aportación de oro nuevo traído de países desconocidos. A su regreso a España, Colón fue celebrado de manera increíble, pero, en sus siguientes viajes, su ambición y su orgullo, su codicia y su carácter fantasioso lo hicieron tan impopular que el rey ordenó apresarlo y traerlo encadenado de las Indias occidentales a quien era su virrey y almirante. Colón guardó toda su vida aquellas cadenas, incluso después de haber logrado el perdón, honores y riquezas. No pudo ni quiso olvidar semejante afrenta.

Los primeros barcos españoles con Colón y sus compañeros sólo habían descubierto islas con una población de indios apacibles, pobres y sencillos. Lo único que los aventureros españoles querían saber de ellos era de dónde habían sacado sus adornos de oro que algunos de ellos llevaban prendidos de la nariz. Ellos señalaron el oeste, y así se llegó por fin a la verdadera América. Ése era, en efecto, el país del oro buscado por los españoles, que tenían de él las ideas más increíbles y esperaban hallar ciudades con tejados de aquel metal. Los hombres que marcharon de España a los países aún no descubiertos a fin de conquistarlos para el rey de España y hacer botín eran unos individuos feroces. Se trataba, en realidad, de crueles capitanes bandoleros, increíblemente despiadados y de una inaudita falsedad y malicia para con los nativos, impulsados por una codicia salvaje hacia aventuras cada vez más fantásticas. Ninguna les parecía imposible, ningún medio les resultaba demasiado malo, si se trataba de conseguir oro. Eran increíblemente valerosos e increíblemente inhumanos. Lo más triste es que aquellas personas no sólo se llamaban cristianos sino que afirmaban continuamente que cometían todas aquellas crueldades con los paganos a favor de la cristiandad.

Uno de los conquistadores, Hernán Cortés, antiguo estudiante, fue de una ambición especialmente inaudita. Quería avanzar hasta el interior del país y tomar como botín todos aquellos fabulosos tesoros. El año 1519 partió de la costa con 150 soldados españoles, 13 jinetes y algunos cañones. Los indios no habían visto aún nunca hombres blancos. Y tampoco caballos. Los cañones les producían un terror espantoso. Consideraban a los bandoleros españoles magos poderosos, cuando no dioses. No obstante, se defendieron a menudo con valor y atacaron la caballería de día y el campamento de noche. Pero Cortés se vengó terriblemente desde el primer momento, incendió las aldeas de los indios y mató a miles de ellos.

Pronto llegaron ante él enviados de un rey poderoso y lejano con fastuosos regalos de oro y plumas de colores. Le pidieron que volviera atrás. Pero aquellos preciosos regalos no hicieron sino aumentar la curiosidad y la rapacidad de Cortés. Así pues, siguió adelante entre increíbles aventuras y obligó a muchos indios a marchar con él, tal como habían hecho siempre los grandes conquistadores. Finalmente, llegó al reino del poderoso monarca que le había mandado enviados y regalos. El rey se llamaba Moctezuma; y su país, México, lo mismo que su capital. Moctezuma esperaba reverente a Cortés y su pequeña tropa ante la ciudad, situada en medio de lagos. Tras haber entrado en ella por un largo dique, los españoles se sorprendieron al ver el lujo, la belleza y el poderío de aquella imponente capital, tan grande como la mayor conocida por ellos en Europa. Tenía calles rectas y muchos canales y puentes, muchas plazas y grandes mercados a donde acudían a diario decenas de miles de personas para comprar y vender.

Cortés escribe en su informe al rey de España: «Allí se negocia con toda clase de alimentos, con joyas de oro, plata, hojalata, latón, huesos, conchas, caparazones de crustáceos y plumas, con piedras talladas y sin tallar, con cal y ladrillos, con madera sin labrar y trabajada». Describe cómo se vendían en algunas calles todo tipo de aves y animales, y en otras todo género de vegetales, cómo había boticarios, barberos, casas de huéspedes, plantas de jardín y frutos raros, pinturas, vajilla y productos de panadería. Cómo en el mercado tomaban continuamente asiento diez jueces que debían resolver al punto cualquier litigio. Luego describe los imponentes templos de la ciudad, tan grandes como ciudades enteras, con muchas torres altas y salas pintadas de colores con imágenes de dioses terribles y gigantescos a quienes se ofrecían espantosos sacrificios de víctimas humanas. También describe lleno de extrañeza las grandes casas de la ciudad con sus amplias estancias y bellos jardines florales, las conducciones de agua, los guardias y los aduaneros.

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