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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (19 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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Por eso, la gente se puso de acuerdo en utilizar para el intercambio algo que todo el mundo quisiera tener y recibir, y que fuera fácil de repartir y llevar encima. Y que tampoco se estropeara cuando no se utilizase. Lo más apropiado para ello es el metal, es decir, el oro y la plata. Antes, todo el dinero era de metal, y la gente rica de verdad llevaba siempre en el cinto una bolsa con monedas de oro. Ahora puedes dar dinero al zapatero por unos zapatos; él le comprará pan al panadero, y éste se lo entregará al labrador a cambio de harina, y el labrador comprará, quizá, finalmente con tu dinero un arado nuevo que no le habría sido posible conseguir mediante trueque en el huerto del vecino.

Así pues, en tiempos de la caballería no había en Alemania casi ninguna ciudad y, por tanto, no se necesitaba dinero. Pero en Italia se conocía el dinero desde el tiempo de los romanos. Allí había habido siempre grandes ciudades con muchos comerciantes que llevaban el dinero en el cinturón y guardaban aún más en grandes y voluminosos cofres.

Algunas ciudades estaban situadas a orillas del mar, por ejemplo Venecia, que se levantaba en realidad en medio de las aguas, sobre pequeñas isletas a las que habían huido en otros tiempos sus habitantes escapando de los hunos. Había también otras poderosas ciudades portuarias, sobre todo Genova y Pisa, y los barcos de los burgueses (así se llamaban los habitantes de la ciudad) se hacían a la vela hacia destinos lejanos y traían de Oriente bellos tejidos, alimentos raros y armas valiosas. Estas mercancías se llevaban a vender desde los puertos tierra adentro, a ciudades como Florencia, Verona o Milán, donde con aquellas telas se hacían, quizá, vestidos, banderas o tiendas de campaña. Y de allí se enviaban a revender a Francia, cuya capital tenía ya entonces casi 100.000 habitantes; o a Inglaterra o Alemania, aunque el comercio con Alemania era escaso, pues en este país había poco dinero para pagar tales objetos.

Los burgueses de las ciudades se enriquecían cada vez más y nadie podía darles órdenes, pues no eran labradores y no pertenecían, por tanto, a ninguna tierra. Pero como, por otra parte, nadie les había concedido tierras, no eran tampoco auténticos señores. Se gobernaban a sí mismos (de manera muy parecida a como se hacía en la Antigüedad), contaban con sus propios tribunales y llegaron a ser pronto en sus ciudades tan libres e independientes como los monjes o los caballeros. Por eso se llamó a los burgueses el tercer estado, pues los labradores no entraban siquiera en la cuenta.

Al llegar aquí, volvemos, por fin, al emperador Federico Barbarroja y a sus necesidades de dinero. Como emperador romano de la nación alemana deseaba gobernar de verdad en Italia y hacer que los burgueses italianos le pagaran impuestos y tributos. Pero éstos no tenían ninguna voluntad de hacerlo. Querían seguir con la misma libertad a la que estaban acostumbrados. Así pues, Barbarroja marchó a Italia con un ejército a través de los Alpes y convocó allí, en el año 1158, a juristas famosos para que declararan solemne y públicamente que, como sucesor de los cesares romanos, el emperador romano-germánico tenía todos los derechos que habían tenido éstos 1.000 años antes.

Sin embargo, aquel asunto no preocupó mucho a las ciudades italianas. No estaban dispuestas a pagar nada, así que el emperador marchó con su ejército contra ellas, en especial contra Milán, capital de los sublevados. Barbarroja estaba tan furioso que juró, según dicen, no ponerse la corona hasta haber conquistado la ciudad. Y lo cumplió. Una vez que Milán hubo caído, y tras su destrucción completa, el emperador dio un banquete en el que aparecieron él y su esposa portando la corona sobre sus cabezas.

Pero, por mayores que hubieran sido las hazañas de guerra realizadas por Barbarroja, en cuanto dio la espalda a Italia para volver a su patria, se desató un infierno. Los milaneses reconstruyeron la ciudad y no quisieron saber nada de un soberano alemán. Así, Barbarroja marchó a Italia en seis ocasiones, pero regresó con más fama guerrera que éxito.

El emperador estaba considerado como un modelo de caballero. Tenía mucha fuerza, y no sólo física. Era también generoso y sabía celebrar fiestas. Hoy no tenemos ya ni idea de cómo es una fiesta de verdad. En aquel tiempo, la vida diaria era más pobre y monótona que ahora, pero las fiestas tenían una prodigalidad y un colorido indescriptibles —realmente, como en un cuento—. El año 1181, para celebrar el nombramiento de caballero de su hijo, Federico Barbarroja dio, por ejemplo, una fiesta en Maguncia a la que fueron invitados 40.000 caballeros con sus escuderos y siervos. Vivieron en tiendas vistosas; y la más grande de todas, hecha de seda y levantada en el centro del campamento, fue ocupada por el emperador y sus hijos. Por todas partes ardían hogueras donde se asaban en espetones bueyes enteros, cerdos y un sinnúmero de gallinas; y había gente de todas las partes del mundo: saltimbanquis y funambulistas, pero también trovadores que, por la noche, durante la cena, interpretaban las bellísimas sagas del pasado. Debió de ser magnífico. El propio emperador demostró su fuerza en torneos junto con sus hijos en presencia de todos los nobles del imperio. La fiesta duró muchos días y fue cantada todavía durante largo tiempo.

Al ser un auténtico caballero, Federico Barbarroja emprendió finalmente una cruzada. Fue la tercera, en el año 1189. En ella participaron también el rey inglés, Ricardo Corazón de León, y el francés, Felipe. Ambos fueron por mar, y sólo Barbarroja marchó por tierra. Durante el viaje se ahogó en un río en Asia Menor.

Otro hombre aún más curioso, grandioso y admirable fue su nieto, llamado también Federico. Federico II Hohenstaufen. Había crecido en Sicilia y, cuando era todavía un niño incapaz de gobernar, habían estallado en Alemania entre las familias poderosas muchas luchas por el gobierno. Unos eligieron para rey a un tal Felipe, pariente de Barbarroja; los otros a un tal Otón, de la familia de los güelfos. Y la gente, que no podía soportarse, tuvo una nueva ocasión de pelear. Si uno se decidía por Felipe, su vecino elegía a Otón por ese mismo motivo; y la estupenda costumbre adquirida por estos partidos, llamados en Italia güelfos y gibelinos, se mantuvo aún durante largo tiempo. Incluso cuando ya hacía mucho que Felipe y Otón habían dejado de existir.

Entretanto, Federico había crecido en Sicilia. Y había crecido muy de veras. No sólo en tamaño, sino también en inteligencia. Su tutor fue uno de los hombres más importantes que hayan existido: el papa Inocencio III, quien consiguió por fin lo que Gregorio VII, el gran adversario del rey alemán Enrique IV, había querido y pretendido. Era, realmente, la cabeza de toda la cristiandad. Destacó por su inteligencia y su erudición y se impuso a todos, no sólo al clero sino también a los príncipes de Europa entera. Su poder llegaba hasta Inglaterra. Cuando, en cierta ocasión, el rey inglés Juan no le obedeció, el papa lo excomulgó y prohibió a los sacerdotes ingleses celebrar misa. Los nobles ingleses se indignaron tanto contra su rey por este motivo que le arrebataron casi todo su poder. El año 1215 hubo de prometer solemnemente que no haría nada contra su voluntad. Aquello fue la gran promesa, o gran carta (en latín,
Magna Charta
), otorgada por el rey a los condes y caballeros y en la que les concedía para siempre un número de derechos que siguen disfrutando aún hoy los ciudadanos ingleses. Pero Inglaterra tuvo que pagar desde entonces al papa Inocencio III impuestos y tributos. A tanto llegaba su poder.

No obstante, el joven Federico II Hohenstaufen era también notablemente inteligente y, además, un triunfador. Para conseguir el título de rey de Alemania emprendió una arriesgada marcha a caballo de Sicilia a Constanza atravesando Italia y las montañas suizas, casi sin séquito. Su adversario, Otón el Güelfo, marchó a su encuentro con un ejército. Las perspectivas parecían casi desesperadas para Federico. Pero los ciudadanos de Constanza, al igual que todos cuantos lo habían visto y conocido, estaban tan encantados con su personalidad que se unieron a él y cerraron a toda prisa las puertas de la ciudad, de modo que Otón, llegado exactamente una hora después de Federico, hubo de emprender la retirada.

Federico supo conquistarse a todos los príncipes alemanes y, de ese modo, se convirtió pronto en un poderoso soberano, señor de todos los feudatarios de Alemania e Italia. Parecía inevitable la lucha entre los dos poderes, como había ocurrido en su tiempo entre el papa Gregorio VII y Enrique IV. Pero Federico no era Enrique IV. No fue a Canossa y no quiso hacer penitencia ante el papa; creía firmemente que estaba llamado a gobernar el mundo, tal como lo creía el papa Inocencio de sí mismo. Federico sabía todo cuanto sabía Inocencio, pues, al fin y al cabo, éste había sido su tutor; sabía todo cuanto sabían los alemanes, pues eran su familia; y, en fin, sabía todo cuanto habían sabido los árabes en Sicilia, pues allí había crecido. Más tarde pasó en Sicilia la mayor parte de su vida, y allí pudo aprender también más que en ningún otro lugar del mundo.

Sicilia había estado dominada por todos los pueblos: fenicios, griegos, cartagineses, romanos, árabes, normandos, italianos y alemanes. Pronto se sumaron también a ellos los franceses. Aquello debería haber sido una torre de Babel, pero con una diferencia: que en Babel la gente acabó no entendiendo nada, mientras que Federico terminó por comprenderlo casi todo. No conocía sólo todas las lenguas, sino también muchas ciencias, además de componer poesía y ser un magnífico cazador. Escribió incluso un libro sobre cetrería, pues entonces se cazaba con halcones.

Pero sobre todo conoció todas las religiones. Sólo hubo una cosa que no supo comprender: por qué la gente se pelea constantemente. Le gustaba conversar con eruditos mahometanos, pero era un cristiano piadoso. Sin embargo, el papa se enfadó aún más con él al oírlo. En especial el papa siguiente a Inocencio, llamado Gregorio. Era tan poderoso como su antecesor, pero probablemente no tan sabio. Quería a toda costa que Federico emprendiera una cruzada. Federico acabó por llevarla a cabo y consiguió sin lucha lo que los demás sólo habían logrado con un número terrible de víctimas: que los peregrinos cristianos pudieran acudir al santo sepulcro sin ser molestados y fueran dueños de todo el territorio alrededor de Jerusalen. ¿Y cómo lo hizo? Reuniéndose con el califa y sultán del país y firmando un tratado.

Ambos se sentían dichosos de que todo hubiera sucedido tan bien y sin ninguna lucha. Pero el obispo de Jerusalén se disgustó, pues nadie le había consultado, y acusó al emperador ante el papa de llevarse bien con los árabes. El papa acabó creyendo que el emperador se había convertido realmente al mahometismo y lo excomulgó. Pero el emperador Federico II no se preocupó por ello, pues estaba convencido de haber conseguido para los cristianos más que todos los emperadores anteriores y se ciñó la corona de Jerusalén con sus propias manos, al no encontrar a ningún miembro del clero que lo quisiera hacer contra la voluntad del papa.

Luego volvió a su hogar en barco llevándose los numerosos regalos del sultán: leopardos de caza y camellos, piedras raras y todo tipo de objetos notables. Reunió todo aquello en Sicilia e hizo que trabajaran para él grandes artistas; y, cuando se cansó de gobernar, disfrutó con aquellas preciosidades. No obstante, gobernó muy de veras. No le agradaba conceder tierras y nombró, por tanto, funcionarios que, en vez de tierras, recibían un dinero mensual. Tienes que pensar que aquello ocurría en Italia, donde había dinero. Federico fue también muy justo, pero al mismo tiempo de un gran rigor.

Al ser tan distinto de toda la gente de entonces, nadie, ni siquiera el papa, sabía con exactitud qué quería. En Alemania, tan lejana, no se preocuparon mucho por aquel extraño emperador con ocurrencias tan curiosas. Y como la gente no le entendía, llevó una vida difícil. Al final, su propio hijo se rebeló contra él y azuzó a los alemanes, y su consejero predilecto se pasó al bando del papa, con lo que Federico se quedó completamente solo. No pudo llevar a cabo la mayoría de proyectos inteligentes que quiso introducir en el mundo, lo cual hizo de él poco a poco un ser muy desdichado y también muy colérico. Así fue como murió, en el año 1250.

Su hijo Manfredo murió en la lucha por el poder, y su nieto Conradino fue apresado por sus enemigos y decapitado en Napóles a la edad de 24 años. Aquél fue el triste final de la gran familia caballeresca de los Hohenstaufen.

Mientras Federico reinaba en Sicilia y se enfrentaba al papa, cayó sobre el mundo una tremenda desgracia contra la que ninguno de los dos pudo hacer nada al no hallarse de acuerdo. Hordas de jinetes asiáticos volvieron a invadir Europa. Esta vez fueron los más poderosos. Ni siquiera la muralla de Qin Shi Huangdi pudo detenerlos. Comenzaron conquistando China bajo su rey Gengis Kan, y la sometieron a un espantoso saqueo. Luego, hicieron lo mismo con Persia. A continuación, siguieron la ruta de los hunos, los avaros y los magiares hacia Europa. En Hungría llevaron a cabo una terrible devastación y asolaron también Polonia. Finalmente, el año 1241, llegaron a la frontera de Alemania, en Bresiau, que tomaron y redujeron a cenizas. Allí donde iban, mataban a todo el mundo. Nadie sabía cómo salvarse. Su imperio era ya el mayor que había existido en el mundo. Imagínate: ¡de Pekín a Bresiau! Sus tropas, sin embargo, no eran ya hordas salvajes, sino ejércitos de guerreros bien entrenados con jefes muy astutos. ¡La cristiandad era impotente! Destrozaron un gran ejército de caballeros y, en ese momento, cuando el peligro era mayor, murió su soberano en algún lugar de Siberia y los guerreros mongoles dieron media vuelta. Pero los países recorridos por ellos quedaron asolados a sus espaldas.

En Alemania, tras la muerte del último Hohenstaufen, dio comienzo una confusión aún mayor que la precedente. Cada cual quería un rey distinto y, así, nadie llegó a serlo. Y al no haber rey ni emperador, ni ninguna persona que gobernara, todo fue de cabeza. El más fuerte arrebataba todo al más débil sin ninguna consideración. Aquella situación se conoció como el derecho del más fuerte. Ya puedes comprender que no se trataba de derecho alguno, sino de una mera injusticia.

La gente lo sabía con mucha exactitud, se entristecía, se desesperaba y deseaba la vuelta del pasado. Ahora bien, cuando deseamos algo, solemos soñarlo, es decir, acabamos creyendo que es verdad. La gente creyó, pues, que el emperador Federico Hohenstaufen no había muerto sino que sólo había sido objeto de un hechizo y aguardaba sentado en una montaña. Ocurrió entonces algo extraño. Quizá tú mismo hayas soñado con alguien identificándolo a veces con una persona y, a veces, con otra; y a veces, quizá, con ambas. Así le sucedió también a la gente de entonces. Soñaron con el gran soberano, sabio y justo, sentado en Untersberg o en Kyffhäuser (es decir, con Federico II de Sicilia), que regresaría alguna vez hasta que todos comprendieran sus deseos. Pero al mismo tiempo soñaron que tenía una gran barba (en este caso se trataba de su abuelo, Federico I Barbarroja) y que sería muy poderoso, triunfaría sobre “ todos los enemigos y establecería un espléndido reino, tan fastuoso como la fiesta celebrada en Maguncia.

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