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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (8 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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UN GRAN MAESTRO DE UN GRAN PUEBLO

Cuando yo iba a la escuela, China se encontraba para nosotros «en el fin del mundo», por así decirlo. En el mejor de los casos, habíamos visto en alguna ocasión alguna imagen de aquel país en tazas de té o en jarrones, y nos imaginábamos en él hombrecillos muy tiesos con largas coletas y artísticos jardines con puentes recurvados y pequeñas torres con sonoras campanillas.

Ese país fabuloso no existió nunca, por supuesto, aunque sí es verdad que los chinos tuvieron que llevar coleta durante casi 300 años, hasta 1912, y que comenzaron a ser conocidos en nuestras tierras por los delicados objetos de porcelana y marfil confeccionados allí por habilidosos maestros. En la época de la que quiero hablar, hace 2.400 años, no había aún nada de todo esto, pero China era por aquel entonces un imperio antiquísimo y gigantesco, tan antiguo y enorme que se hallaba ya en descomposición. Estaba formado por muchos millones de hacendosos agricultores que cultivaban arroz y cereales, y por grandes ciudades donde la gente caminaba solemnemente vestida con ropajes de colores. China había estado gobernada desde hacía más de mil años desde el palacio de la capital por el famoso «emperador de China», que se llamaba a sí mismo «Hijo del Cielo», de manera muy similar a como el faraón egipcio se llamaba «Hijo del Sol».

Pero por debajo del emperador había también príncipes a cuyo poder se encomendaban las diversas provincias de aquel inmenso país, mayor que Egipto y que Asiria y Babilonia juntas. Estos príncipes fueron pronto tan poderosos que al emperador no le estaba permitido darles órdenes, a pesar de ser el emperador de China. Luchaban entre sí y no se preocupaban gran cosa del Hijo del Cielo. Y como el imperio era tan grande que los chinos de los distintos rincones del país hablaban lenguas completamente diferentes, se habría desintegrado de no haber tenido una cosa en común: la escritura.

Ahora dirás: ¿De qué sirve una escritura común, si las lenguas son distintas y nadie puede entender lo escrito? Es que en la escritura china las cosas no son así. Se puede leer aunque no se entienda ni una palabra de la lengua. ¿Se trata de algo mágico? No, en absoluto; ni siquiera es muy complicado. En esa escritura no se escriben palabras sino cosas. Si quieres escribir «Sol», haces un dibujo. Lo puedes pronunciar «Sol», o «soleil», o, como dicen los chinos, «dschö»; siempre será comprensible para quien conozca el signo. A continuación, quieres escribir «árbol». Entonces vuelves a dibujar sencillamente, con un par de trazos, un árbol, es decir, «mu» en chino; pero no hace falta saberlo para ver que se trata de un árbol.

«Claro —dirás—, con cosas, me lo puedo imaginar; basta con representarlas. Pero, ¿qué hacemos cuando queremos escribir ‘blanco’ ¿Pintamos un color blanco? ¿Y cuando queremos escribir ‘este’? No hay manera de representar el este». Fíjate, todo es muy lógico. «Blanco» se escribe sencillamente dibujando algo blanco. Por ejemplo, el rayo del Sol. Una raya saliendo del Sol, es decir, «bei», «blanco» o «blanc»; etc. ¿Y el este? El este es el lugar por donde sale el Sol tras los árboles. Por tanto, dibujaré una imagen del Sol detrás de la del árbol.

Muy práctico, ¿verdad? Bueno, ¡todo tiene dos caras! ¡Piensa la de palabras y cosas que hay en el mundo! Para cada objeto hay que aprender en chino un signo particular. Existen ya 40.000, y algunos son auténticamente difíciles y complicados. Al final tenemos que alabar a nuestros amigos los fenicios y a nuestros 24 signos, ¿no te parece? Pero los chinos llevan miles de años escribiendo así, y en una gran parte de Asia se leen dichos signos aunque no se sepa ni palabra de chino. Así es como los pensamientos y principios de las grandes personalidades chinas pudieron difundirse rápidamente en su país y grabarse en las mentes de la gente.

En efecto, por las mismas fechas en que Buda pretendía en la India liberar del sufrimiento a los seres humanos (ya sabes que era en torno al 500 a.C.), hubo también en China un gran hombre que intentó hacerles felices con su enseñanza. Sin embargo, no podía ser más distinto de Buda. No fue hijo de un rey, sino de un oficial. No fue ermitaño, sino funcionario y maestro. Tampoco le importaba mucho que la gente no deseara ni sufriera; lo más importante para él era que conviviera en paz. En eso consistía su objetivo: en la doctrina de una buena convivencia. Y fue un objetivo que alcanzó. Gracias a sus doctrinas el gran pueblo chino vivió durante milenios con más paz y tranquilidad que los demás habitantes del mundo. Seguro que te interesará la enseñanza de Confucio, que en chino se llama Kong Fuzi. No es difícil de entender. Ni siquiera es difícil de cumplir. Esa es la razón de que Confucio tuviera tanto éxito con ella.

El camino propuesto por Confucio para llegar a su meta es sencillo. Quizá no te guste de buenas a primeras, pero en él se encierra más sabiduría de la que se advierte a primera vista. Confucio enseñó, en efecto, que los aspectos externos de la vida son más importantes de lo que se piensa: inclinarse ante los ancianos, ceder el paso ante la puerta, ponerse en pie cuando habla un superior, y muchas otras cosas similares para las que en China hay más reglas que entre nosotros. Según él, todas estas cosas no son así por casualidad. Significan, o han significado, algo. Normalmente, algo hermoso. Por eso dijo Confucio: «Creo en la antigüedad y la amo». Lo cual significa que creía en el sentido bueno y profundo de todas las costumbres y usos milenarios e inculcó siempre a sus paisanos su correcto cumplimiento. Todo es más fácil si se obra de ese modo, pensaba Confucio. Las cosas marchan entonces por sí solas, por así decirlo, sin pensar demasiado. Estas formas no nos
hacen
, seguramente, mejores, pero todo
resulta
más sencillo.

Confucio tenía, en efecto, muy buena opinión de los seres humanos. Decía que todas las personas son buenas y decentes por nacimiento. Y que, en realidad, todos son así en su interior: cualquier persona que vea a un niño jugando junto al agua tendrá miedo de que pueda caer en ella. Esta preocupación por el prójimo, la compasión por él cuando las cosas le van mal, nos es innata. Basta, por tanto, con procurar que no se pierda. Para ello está la familia, pensó Confucio. Quien sea siempre amoroso con sus padres, les obedezca y los cuide —cualidades innatas en nosotros—, se portará también así con las demás personas y obedecerá también siempre las leyes del Estado, tal como está acostumbrado a obedecer a su padre. Por eso, para él, la familia, el amor entre hermanos y el respeto a los padres era siempre lo más importante de la vida. Confucio llama a estas actitudes las «raíces de la humanidad».

Sin embargo, no se trataba sólo de que el súbdito se mostrara leal con el gobernante, pero no al revés. Al contrario. Confucio y sus discípulos frecuentaban mucho a aquellos príncipes obstinados y solían exponerles valientemente su opinión, pues el príncipe debe ser el primero en observar todas las formalidades y practicar el amor paternal, la previsión y la justicia. Si no se porta así y no se preocupa por los padecimientos de sus súbditos, merecerá que su pueblo lo deponga. Ésa era la doctrina de Confucio y sus discípulos, pues el primer deber del príncipe es ser un modelo para todos los habitantes de su reino.

Quizá te parezca que Confucio sólo enseñaba verdades de Perogrullo. Pero eso es precisamente lo que quería: algo que todos comprenden y consideran correcto de forma casi espontánea. En tal caso, la convivencia sería mucho más fácil. Ya he dicho que lo consiguió. Su enseñanza fue lo único que permitió que aquel gran imperio con tantas provincias no acabara desintegrándose.

Pero no debes creer que en China no hubo también otra clase de personas, gente más parecida a Buda, a quienes no interesaba la convivencia y las reverencias, sino también los grandes misterios del mundo. Algún tiempo después de Confucio vivió en China uno de esos sabios. Se llamaba Lao Zi. También lo conocemos con el nombre de Lao-tsé. Se cuenta que fue funcionario, pero que no le agradaba el ajetreo de la gente. Así pues, abandonó su puesto y marchó a las montañas solitarias de las fronteras de China para hacerse ermitaño.

Un sencillo aduanero de la carretera que atravesaba la frontera le pidió, al parecer, que escribiera para él sus pensamientos antes de abandonar este mundo. Y Lao-tsé lo hizo. Pero no sé si el aduanero los entendió, pues son muy misteriosos y difíciles. Su sentido es, más o menos, el siguiente: todo el mundo —el viento y la atmósfera, las plantas y los animales, el paso del día a la noche, los giros de las estrellas— está gobernado por una gran ley. Lao-tsé la llama Tao. Sólo el ser humano, con su inquietud, su afanosidad, sus numerosos planes e ideas, y también sus ofrendas y oraciones, impide, por así decirlo, que esta ley le afecte, no deja que actúe, obstaculiza su marcha.

Por tanto, lo único que se puede hacer, piensa Lao-tsé, es no hacer nada. Mantener interiormente una calma total. No mirar ni escuchar lo que nos rodea; no querer nada ni pretender nada. La gran ley general, el Tao, que hace girar los cielos y trae la primavera, comenzará a actuar también en quien consiga llegar a ser como un árbol o una flor, tan carente de intenciones y voluntad como ellos. Comprenderás que esta doctrina es difícil de entender y aún más difícil de seguir. Quizá Lao-tsé logró, en la soledad de las lejanas montañas, actuar, como él dice, por medio de la inacción. Pero, en definitiva, estuvo bien que el gran maestro de su pueblo fuera Confucio y no Lao-tsé, ¿no te parece?

LA AVENTURA MÁS GRANDIOSA

Los buenos momentos de Grecia duraron muy poco, y ya no hubo más. Los griegos podían hacer cualquier cosa menos permanecer tranquilos. Atenas y Esparta, sobre todo, no eran capaces de soportarse durante mucho tiempo. Desde el año 420 a.C., ambas ciudades mantuvieron una guerra larga y despiadada. Se llama la guerra del Peloponeso. Los espartanos llegaron a las puertas de Atenas y arrasaron el país de forma terrible. Talaron los olivos, lo que supuso una espantosa desgracia, pues un olivo recién plantado necesita mucho tiempo hasta dar fruto. Los atenienses, a su vez, atacaron las colonias espartanas del sur de Italia, en Sicilia, y Siracusa. Fue un largo tira y afloja; en Atenas se desató una epidemia grave que provocó la muerte de Pericles y la ciudad perdió finalmente la guerra; sus murallas fueron destruidas. Pero, como suele ocurrir en las guerras, todo el país acabó agotado por la contienda, incluidos los vencedores. La situación empeoró aún más cuando una pequeña tribu cercana a Delfos, a la que habían irritado los sacerdotes del santuario del oráculo de Apolo, lo ocupó y lo saqueó. El desorden provocado fue incontrolable.

En este desorden participó un pueblo extranjero, aunque no mucho; eran personas que habitaban en las montañas al norte de Grecia y se llamaban macedonios. Los macedonios estaban emparentados con los griegos, pero eran salvajes, estaban habituados a la guerra y tenían un rey muy inteligente: Filipo. El tal Filipo de Macedonia hablaba griego de maravilla y conocía muy bien las costumbres y cultura griegas. Su ambición era convertirse en rey de toda Grecia. En la lucha por el santuario helénico de Delfos, que interesaba a todos los pueblos de religión griega, tuvo una buena oportunidad para intervenir. Es cierto que en Atenas había un político y famoso orador en la asamblea que despotricaba incesantemente contra aquellos planes del rey Filipo de Macedonia; se trataba del orador Démostenos, y sus discursos contra Filipo se llaman «Filípicas». Pero Grecia se hallaba muy desunida como para poderse defender debidamente.

Junto a la localidad de Queronea, el rey Filipo y la pequeña Macedonia triunfaron sobre aquellos mismos griegos que apenas cien años antes habían sabido defenderse frente al gigantesco ejército de los persas. Se había acabado la libertad griega. Este final de la libertad, de la que los griegos habían hecho tan mal uso, se produjo el año 338 a.C. El rey Filipo no quiso, sin embargo, someter a Grecia o saquearla. Sus intenciones eran muy distintas: quería formar un gran ejército con griegos y macedonios y marchar contra Persia para conquistarla.

La empresa no resultaba entonces tan imposible como lo habría sido en la época de las guerras contra los persas, pues los grandes reyes de Persia no eran ya, ni con mucho, tan valientes como Darío I, o tan poderosos como Jerjes. Hacía tiempo que no supervisaban ya todo el país, sino que se sentían satisfechos con que sus sátrapas les enviaran desde las provincias la mayor cantidad de dinero posible. Con él ordenaron construir magníficos palacios y mantuvieron una corte suntuosa, con vajillas de oro y muchos esclavos y esclavas vestidos con ropas lujosas. Les gustaba comer bien y beber aún mejor. Y los sátrapas actuaban de manera similar. Un imperio así, pensaba el rey Filipo, no debía de ser muy difícil de conquistar. Pero Filipo fue asesinado antes de concluir los preparativos para la campaña bélica.

Su hijo, que heredó por tanto de él toda Grecia, además de su patria, Macedonia, tenía entonces apenas 20 años. Se llamaba Alejandro. Todos los griegos pensaban que en ese momento les resultaría fácil liberarse, pues les parecía que no les iba a costar deshacerse de un muchacho tan joven. Pero Alejandro no era un joven corriente. De haber sido por él, habría subido al trono incluso antes. Se cuenta que siendo niño lloraba siempre que su padre, el rey Filipo, conquistaba en Grecia una nueva ciudad. «Mi padre no me va a dejar nada para conquistar cuando sea rey». Pero ahora le había dejado todo. Una ciudad griega que quiso liberarse fue destruida, y sus habitantes vendidos como esclavos a modo de ejemplo y advertencia para todos. Luego, Alejandro celebró en la ciudad griega de Corinto una reunión de todos los caudillos griegos para acordar con ellos la campaña contra Persia.

Al llegar a este punto debes saber que el joven rey Alejandro no era sólo un guerrero valiente y ambicioso, sino también un hombre muy guapo con el cabello largo y rizado, que además sabía todo cuanto se podía saber entonces. Había tenido, en efecto, el profesor más famoso que pudiera contratarse en aquel momento en el mundo entero: el filósofo griego Aristóteles. Puedes hacerte una idea aproximada de lo que esto significa si te digo que Aristóteles no fue sólo el maestro de Alejandro, sino, propiamente, el de la humanidad a lo largo de dos milenios. Cuando en los dos mil años siguientes surgía un desacuerdo sobre algún punto, la gente consultaba los escritos de Aristóteles, que era el arbitro de la contienda. Lo que se dijera en ellos tenía que ser cierto. Aristóteles recopiló, realmente, todo cuanto podía saberse en su tiempo. Escribió sobre ciencias naturales, sobre astros, animales y plantas, sobre historia y sobre la convivencia de las personas en el Estado (la política), sobre la manera correcta de pensar, que en griego se llama lógica, así como sobre la forma correcta de actuar, que en griego se llama ética; escribió sobre el arte de la literatura y acerca de lo bello que hay en ella y, finalmente, puso también por escrito sus ideas sobre Dios, que flota inmóvil e invisible sobre el cielo estrellado.

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