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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (24 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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A Carlos V no le proporcionaba ninguna alegría su gigantesco imperio, donde reinaba tanta confusión y en el que se luchaba cada vez con más ferocidad en nombre de la fe. Guerreó sucesivamente contra los príncipes alemanes partidarios de Lutero y contra el papa, contra los reyes de Francia y de Inglaterra y contra los turcos, que, llegados desde el este, habían conquistado ya en 1453 Constantinopla, la capital del imperio romano oriental. Los turcos asolaron Hungría y avanzaron hasta Viena, que sitiaron en vano en el año 1529.

Aquel soberano acabó hartándose de su imperio y del Sol que no se ponía en él. Estableció a su hermano Fernando como soberano de Austria y emperador de Alemania, dio a su hijo Felipe España y los Países Bajos y, el año 1556, se retiró como un pobre anciano y quebrantado al monasterio español de San Jerónimo de Yuste. Allí, según se cuenta, se dedicó a reparar relojes y ponerlos en hora. Quería conseguir que todos sonaran a la vez. Al no lograrlo, dijo, al parecer: «¡Cómo me he equivocado al querer aunar a todas las personas de mi imperio, cuando ni siquiera soy capaz de poner en hora unos relojes!». Carlos murió solitario y decepcionado. Pero los relojes de su anterior imperio siguieron dando la hora del tiempo cada vez más desunidos.

LA IGLESIA MILITANTE

En una de las guerras entre el emperador Carlos V y el rey de Francia, Francisco I, cayó gravemente herido un joven noble español. Se llamaba Ignacio de Loyola. Durante su larga convalecencia en el lecho de dolor, meditó mucho sobre su anterior vida como joven aristócrata y leyó mucho la Biblia y las leyendas de los santos. Entonces tuvo la idea de cambiar de vida. Quería seguir siendo un luchador, como lo había sido. Pero un luchador por la iglesia católica, tan amenazada por Lutero, Zuinglio, Calvino y Enrique VIII.

No obstante, una vez sano, no fue a la guerra, a participar en alguno de los numerosos conflictos que habían estallado entre luteranos y católicos, sino que marchó a la universidad, donde aprendió y reflexionó con empeño a fin de prepararse para su lucha. Quien quiera gobernar deberá gobernarse. Eso lo tenía claro. Se ejercitó, por tanto, realizando esfuerzos inauditos para hacerse dueño de sí mismo, tal como lo había pedido Buda pero con otra finalidad. También Ignacio quería desprenderse de cualquier deseo, pero no para liberarse del sufrimiento aquí, en la tierra, sino para no obedecer a más voluntad ni propósito que los de la iglesia y sus objetivos. Tras ejercitarse durante años, aprendió a ser capaz de evitar determinados pensamientos y a imaginar algo en cualquier momento con tanta claridad como si lo tuviera físicamente ante sus ojos. Aquello fue su escuela preparatoria. Luego, exigió otro tanto a sus amigos. Y una vez que todos habían quedado forjados como dueños de su imaginación, fundó con ellos una orden que se llamó la Compañía de Jesús. Los jesuitas.

Esta pequeña compañía de hombres escogidos e instruidos se ofreció al papa para combatir en favor de la iglesia; y el papa aceptó su oferta en el año 1540. A partir de ese momento iniciaron su combate con prudencia y fuerza, como un ejército. Comenzaron a luchar también ellos mismos contra los abusos que habían motivado el conflicto con Lutero. En un gran concilio que llevó a cabo sus deliberaciones en Trento, en el Tirol meridional, entre los años 1545 y 1563, se decidieron numerosos cambios y mejoras que aumentaron el poder y la dignidad de la iglesia. Los sacerdotes debían volver a ser sacerdotes, y no príncipes fastuosos. La iglesia tenía que preocuparse más por los pobres. Ante todo, debía trabajar para instruir al pueblo. Y en este terreno, el de la enseñanza, fue donde los jesuitas supieron obtener mayores logros. Eran personas instruidas y educadas y servidores incondicionales de la iglesia. Así, en calidad de maestros, pudieron dar a conocer sus ideas entre el pueblo y la gente distinguida, pues también trabajaron en las universidades. No obstante, su creciente influencia no se debió sólo a su función de maestros y predicadores de la fe en países lejanos. En muchas ocasiones fueron también confesores en las cortes de los reyes; y como eran hombres de amplias miras y conocedores del alma humana, supieron guiar a menudo desde esos puestos las decisiones y resoluciones de los poderosos.

Estos esfuerzos por despertar de nuevo la antigua piedad de la gente mediante la renovación de la iglesia católica, y no separándose de ella, para combatir así con eficacia la Reforma se denominan Contrarreforma. En esta época de luchas de religión, la gente era seria y rigurosa. Casi tan seria y rigurosa como el propio Ignacio de Loyola. Se había acabado el placer que sentían los burgueses florentinos por los individuos magníficos y poderosos. La gente volvía a tener en cuenta si se era piadoso y se deseaba servir a la iglesia. Las personas distinguidas no llevaban ya ropajes de colores y holgados. Casi todos tenían aspecto monacal, vestidos con ropas negras y ajustadas adornadas con gorgueras blancas. Los rostros, con sus barbitas puntiagudas, dirigían miradas serias y sombrías. Los nobles llevaban siempre una espada al cinto y retaban a duelo a quien ofendiera su honor.

Aquellas personas de movimientos sosegados y medidos y de rígida cortesía eran casi todos guerreros tenaces. E implacables cuando se trataba de su fe. Los príncipes protestantes y católicos no luchaban sólo en Alemania; los combates más violentos se desarrollaron en Francia, donde los protestantes se llamaban hugonotes. En 1572, la reina de Francia invitó a todos los nobles hugonotes a una fiesta de bodas en la corte y ordenó asesinarlos, sin más, en la noche de San Bartolomé. Tal era la saña y la crueldad con que se luchaba en aquellos momentos.

El dirigente de todos los católicos, el más serio, riguroso e implacable de todos, era el rey de España, Felipe II, hijo del emperador Carlos V. La vida en su corte era envarada y solemne. Todo estaba regulado por normas que prescribían quién debía arrodillarse ante el rey e, incluso, quién podía tener puesto el sombrero en presencia del monarca; en qué orden se servía la comida en la mesa de la corte, y en cuál entraban en la iglesia los nobles para oír misa.

El propio rey Felipe era un soberano de una laboriosidad inusitada que pretendía resolver personalmente cualquier asunto y escribir toda la correspondencia. Trabajaba de la mañana hasta muy tarde con sus consejeros, entre quienes se hallaban muchos clérigos. Lo más importante en su vida era luchar contra cualquier forma de falta de fe. Hizo quemar como herejes en su propio país a miles de personas, no sólo protestantes sino también judíos y mahometanos no declarados, existentes todavía desde los tiempos del dominio de los árabes en España. Felipe se consideraba protector y combatiente de la iglesia, como antes el emperador alemán. Por eso luchó junto con una flota italiana contra los turcos que, desde la conquista de Constantinopla, eran cada vez más poderosos incluso por mar. En el año 1571 los derrotó por completo en Lepanto y destruyó su flota, haciendo que los turcos no volvieran a ser ya una potencia marítima.

Las cosas le fueron peor en su lucha contra los protestantes. Es cierto que logró exterminarlos en su propio país, en España. Pero por entonces (como en tiempos de su padre) los Países Bajos, es decir, Bélgica y Holanda, pertenecían también a su imperio. Los protestantes abundaban en especial entre los burgueses de los ricos Estados del norte. Felipe hizo todo lo posible para amargarles su fe, pero ellos no cedieron. Entonces envió como representante suyo a un aristócrata español, más celoso y adusto, más sombrío, duro y riguroso que el propio rey Felipe. Se llamaba duque de Alba y tenía la auténtica figura del guerrero, delgado y pálido, con su barbita y su rostro férreo, como le gustaba a Felipe. Aquel duque de Alba hizo ejecutar a sangre fría a muchos burgueses y nobles de los Países Bajos, pero el pueblo neerlandés acabó por no tolerar todo aquello. Se entabló una guerra terrible y violenta, cuya conclusión fue que los Estados protestantes de los Países Bajos se liberaron de España en 1579 y expulsaron a sus tropas. Desde entonces fueron Estados comerciales libres, ricos, independientes y emprendedores que comenzaron a buscar también su fortuna más allá de los mares, en la India y América.

Pero aquella no fue la peor derrota sufrida por el rey Felipe II de España. Aún hubo otra más grave. En Inglaterra reinaba por entonces una mujer, la hija del rey Enrique VIII, el que se había casado tantas veces. Aquella reina, Isabel, era una apasionada protestante, muy inteligente, decidida y resuelta, pero también vanidosa y cruel. Lo más importante para ella era defender su país contra los católicos, que también abundaban en Inglaterra y a quienes persiguió implacablemente. Hizo apresar y ajusticiar a la reina católica de Escocia, María Estuardo, mujer de gran belleza y gracia que creía tener también derecho a gobernar sobre Inglaterra y ayudó así mismo a los burgueses protestantes de los Países Bajos en su lucha contra Felipe, quien se enfureció tanto por esa hostilidad contra la iglesia católica que decidió conquistar Inglaterra para el catolicismo o aniquilarla.

Gastando inmensas sumas de dinero, preparó una imponente flota de 130 veleros con más de 2.000 cañones y de 20.000 soldados españoles. Resulta fácil de escribir, pero intenta imaginarte 130 barcos en el mar. Se llamaba la Gran Armada, es decir, la gran flota de guerra. Cuando partió de España en 1588 con todos los pertrechos, armas y alimentos para seis meses parecía imposible que la pequeña isla de Inglaterra pudiera defenderse contra un poder tan tremendo.

Pero los hechos no se diferenciaron mucho de las guerras contra los persas en tiempos de los griegos. Aquellos grandes barcos pesadamente cargados carecían de movilidad y resultaban lentos en combate. Los ingleses no dejaron siquiera que se entablara una auténtica batalla. Se acercaron con sus navíos pequeños y rápidos, cañonearon la armada y se retiraron. Luego lanzaron contra la flota española barcos incendiados y sin tripulación y provocaron tal confusión en aquella masa imponente y compacta que los españoles se extraviaron en el desconocido mar de Inglaterra, se dispersaron y, finalmente, naufragaron, en parte, en medio de una fuerte tormenta. Los barcos que regresaron a España fueron menos de la mitad y, además, sin haber tomado puerto en Inglaterra. Felipe, sin embargo, no dejó traslucir su profunda decepción. Se dice que dio las gracias amablemente al comandante de la flota y le dijo: «¡Te había mandado contra hombres y no contra el viento y las olas!».

Pero los ingleses no persiguieron sólo a los barcos de España en sus aguas. Sus buques mercantes los atacaron también en las costas de América y la India, e ingleses y holandeses no tardaron en expulsar a los españoles de muchos puertos ricos de aquellas tierras, y comenzaron a establecer factorías comerciales en el norte de las colonias españolas, en Norteamérica, de manera muy parecida a como lo habían hecho los fenicios. Muchos ingleses perseguidos o desterrados durante las guerras de religión marcharon allí para llevar una vida más libre.

En los puertos y asentamientos de la India no gobernaban propiamente los Estados de Inglaterra y Holanda, sino comerciantes ingleses y holandeses unidos para mercadear y llevar a Europa los tesoros de la India. Aquellas sociedades de comerciantes, llamadas compañías mercantiles, contrataban además soldados; si los indios no se mostraban amables con ellos o no querían entregar sus mercancías a un precio suficientemente barato, los soldados se adentraban en el país para «castigar» al pueblo. Aquello no fue mucho mejor que las guerras españolas contra los indios americanos. La conquista de las regiones costeras de la India resultó además tan fácil para los comerciantes ingleses y holandeses porque los príncipes indios no estaban unidos. En Norteamérica y la India se habló pronto la lengua de la pequeña isla situada al noreste de Francia: inglés. Surgió otra vez un nuevo imperio mundial; y de la misma manera que el latín se convirtió en su tiempo en una lengua universal gracias al imperio romano, hoy lo es también el inglés.

UNA ÉPOCA TERRIBLE

Si quisiera podría escribir muchos más capítulos sobre las luchas entre católicos y protestantes. Pero no quiero. Fue una época terrible. Y la situación se complicó pronto tanto que la gente apenas sabía por qué y contra qué luchaba propiamente. Los emperadores habsburgueses de Alemania, que gobernaban unas veces desde Praga y otras desde Viena y, en realidad, sólo tenían auténtico poder en Austria y, entonces también, en una parte de Hungría, eran hombres piadosos que querían restablecer el dominio de la iglesia católica en su imperio. Al principio permitieron a los protestantes celebrar los servicios divinos, pero pronto estalló la guerra en Bohemia.

En 1618 unos protestantes descontentos arrojaron a tres representantes del emperador por una ventana del castillo de Praga. Los representantes cayeron sobre un montón de estiércol, por lo que a dos de ellos no les ocurrió gran cosa. Sin embargo, aquel hecho fue el detonante de una horrorosa guerra que estalló entonces y duró treinta años enteros. ¡Treinta años! ¡Figúrate! Quien tuviera diez al enterarse de la defenestración, sería un hombre de cuarenta al conocer por fin la paz. ¡Si llegó a conocerla! En efecto, aquel conflicto no tardó en dejar de ser una guerra para convertirse en una cruel masacre de hordas de soldados feroces y mal pagados procedentes de todos los países, cuyo interés principal era el robo y el saqueo. Los tipos más brutales y despiadados de cualquier lugar se incorporaban al ejército, con el que esperaban hacer más botín. La fe se había olvidado hacía ya tiempo. Había protestantes alistados en ejércitos católicos; y católicos en ejércitos protestantes. Eran casi tan pavorosos para las tierras por las que supuestamente luchaban como para sus enemigos, pues dondequiera que montaban sus tiendas salían a buscar comida, y sobre todo bebida, entre los campesinos de los alrededores. Si el campesino no se la entregaba por las buenas, le forzaban a hacerlo o lo mataban. Vestidos con sus trajes de fantasía, con cintas de colores y grandes penachos de plumas, con la espada al cinto y pistola en mano recorrían el país a caballo saqueando y asesinando, y torturaban a personas inermes por pura maldad y brutalidad. Nada era capaz de detenerlos. Sólo seguían ciegamente a sus comandantes cuando éstos se hacían querer.

Uno de esos comandantes que luchó en el bando del emperador fue Wallenstein, un miembro de la nobleza pobre campesina dotado de una fuerza de voluntad y una inteligencia inauditas. Wallenstein marchó con su ejército hasta el norte de Alemania para conquistar allí las ciudades protestantes. Su pericia bélica y su habilidad consiguieron decidir casi la guerra a favor del emperador y la iglesia católica. Pero entonces intervino en la lucha otro país, Suecia, a las órdenes de su poderoso y piadoso soberano protestante, Gustavo Adolfo. Su deseo era salvar la fe protestante y fundar un gran imperio de esa misma confesión bajo la dirección de Suecia. Los suecos reconquistaron el norte de Alemania y marchaban contra Austria cuando Gustavo Adolfo cayó en combate en el año 1632 (es decir, 14 después del comienzo de aquella guerra estremecedora). Algunas secciones del ejército sueco llegaron, no obstante, hasta las puertas de Viena, donde hicieron espantosos estragos.

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