Bridget Jones: Sobreviviré

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Authors: Helen Fielding

Tags: #Novela

BOOK: Bridget Jones: Sobreviviré
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¿Qué ocurre cuando realmente se convive con el hombre de tus sueños y éste no lava nunca los platos? Sumergida en un mar de manuales de autoayuda y espoleada por los disparatados consejos de sus estrafalarias amigas Jude y Shazzer, Bridget vuelve a las andadas, se pelea continuamente con una ex amiga robanovios, soporta a una madre fascinada por los avances de la tecnología doméstica, vive en una casa en obras, y, por lo tanto, se ve obligada a padecer a un albañil obsesionado por la pesca.

Bridget se embarcará, poco a poco, en una epifanía espiritual que la llevará desde las colas de los bares del barrio londinense de Notting Hill hasta una isla de Bangkok, a la que viajará en compañía de su amiga Shazzer. Allí encontrará playas llenas de palmeras y hongos alucinógenos.

Helen Fielding

Bridget Jones: Sobreviviré

ePUB v1.1

Mística
29.04.11

Agradecimientos a Elvys por su Epub

A las otras Bridgets

1
Feliz para siempre jamás

lunes 27 de enero

58,6 Kg. (cuerpo todo grasa), 1 novio (¡hurra!), 3 polvos (¡hurra!), 2.100 calorías, 600 calorías quemadas por los polvos, así que, calorías totales: 1.500 (ejemplar).

7.15 a.m. ¡Hurra! Los años de soledad han acabado. Ya llevo cuatro semanas y cinco días manteniendo una relación funcional con un nombre adulto, lo que demuestra que no soy una paria del amor como temía. Me siento de maravilla, como Jemima Goldsmith u otra recién casada parecida inaugurando con el velo puesto un hospital contra el cáncer mientras todo el mundo se la imagina en la cama con Imran Khan. ¡Oh! Mark Darcy se acaba de mover. Quizá despierte y hable conmigo de mis opiniones.

7.30 a.m. Mark Darcy no se ha despertado. Ya sé, voy a levantarme y a prepararle un fantástico desayuno con salchichas fritas, huevos revueltos y champiñones, o quizá huevos
benedict
o
flor entine.

7.31 a.m. Según lo que sean en realidad los huevos
benedict,
o los
florentine.

7.32 a.m. Sólo que no tengo ni champiñones ni salchichas.

7.33 a.m. Ni huevos.

7.34 a.m. Ni —ahora que lo pienso— leche.

7.35 a.m. Todavía no se ha despertado. ¡Mmm! Es encantador. Me encanta mirarlo cuando duerme. Sus hombros anchos y su pecho peludo son muy sexys. No es que sea un objeto sexual ni nada de eso. Me interesa el cerebro. ¡Mmm!

7.37 a.m. Todavía no se ha despertado. No debo hacer ruido, lo sé, pero quizá podría despertarlo delicadamente con mi energía mental.

7.40 a.m. Quizá ponga... ¡AAAAAH!

7.50 a.m. Ahí estaba Mark Darcy incorporándose de golpe y gritando:

—Bridget, ¿quieres parar? Maldita sea. Mirándome cuando estoy durmiendo. Busca algo que hacer.

8.45 a.m. En el Café Coins tomando un
cappuccino
y un cruasán de chocolate y fumando un cigarrillo. Es un descanso fumar un cigarrillo en público y no tener que guardar las apariencias. De hecho es muy complicado tener un hombre en casa, ya que libremente no puedo pasarme el tiempo necesario en el cuarto de baño o convertirlo en una cámara de gas porque sé que el otro va a llegar tarde al trabajo, está desesperado por mear, etc. También me perturba ver a Mark doblando calzoncillos por la noche, pues eso hace que algo tan simple como que yo deje la ropa apilada en el suelo resulte extrañamente embarazoso. Además esta noche volverá a venir a casa, así que, antes o después del trabajo, tengo que ir al supermercado. Bueno, no
tengo
por qué,
pero
la terrible verdad es que quiero hacerlo, en una posible regresión genética de extraña índole que no podría admitir ante Sharon.

8.50 a.m. Mmm. Me pregunto cómo sería Mark Darcy como padre (padre de un vástago propio, quiero decir. No mío. De hecho sería enfermizo, a lo Edipo).

8.55 a.m. De todas formas, no debo obsesionarme ni fantasear.

9 a.m. Me pregunto si Una y Geoffrey Alconbury nos dejarían poner el entoldado en su césped para el banque... ¡Aaaah!

Ahí estaba mi madre, entrando en
mi
café, tan fresca, con una falda plisada de Country Casuals y una
blazer
verde manzana con brillantes botones dorados, como un astronauta que se presentara en la Cámara de los Comunes chorreando lodo y se sentase con toda la tranquilidad del mundo en primera fila.

—Hola, cariño —gorjeó—. Iba camino de Debenhams y, como sé que tú siempre vienes aquí a desayunar, pensé en pasar para saber cuándo quieres que te tiñan. Oh, me apetece una taza de café. ¿Crees que calentarán la leche?

—Mamá, ya te he dicho que no quiero que me tiñan —murmuré, sonrojada, mientras la gente nos miraba y una camarera malhumorada se acercaba como un rayo a nuestra mesa.

—Oh, no seas tan pasmarote, cariño. ¡Necesitas reafirmarte! No estar siempre mirando los toros desde la barrera, parapetada en todos esos dulces y porquerías. Oh, hola, querida.

Mamá adoptó su tono amable y pausado de «intentemos hacer buenas migas con los camareros y ser la persona más especial del café por alguna inescrutable razón».

—Bueno. Déjame. Veamos. ¿Sabes?, creo que tomaré un café. He tomado tantas tazas de té esta mañana en Grafton Underwood con mi marido Colin que estoy verdaderamente harta de té. Pero ¿me podrías calentar un poco de leche? No puedo tomar leche fría con el café. Me provoca indigestión. Y entonces mi hija Bridget tendrá que...

Grrr. ¿Por qué hacen eso los padres? ¿Por qué? ¿Es la súplica desesperada de una persona madura que pide atención y necesita darse importancia, o es que nuestra generación urbana está demasiado atareada y desconfía demasiado de los demás como para mostrarse abierta y amistosa? Recuerdo que al principio de vivir en Londres solía sonreír a todo el mundo, hasta que en unas escaleras mecánicas del metro un hombre se masturbó sobre la parte posterior de mi abrigo.

—¿Exprés? ¿De filtro?
¿Latte?
¿De sobre descremado o descafeinado? —dijo la camarera bruscamente, mientras recogía todos los platos de la mesa que tenía al lado, mirándome de forma acusadora, como si mamá fuese culpa mía.

—De sobre descafeinado y
latte
descremada —susurré en tono de disculpa.

—Menuda chica más maleducada, ¿no habla inglés? —dijo mamá enojada a sus espaldas cuando se retiraba—. Desde luego, éste es un sitio bien curioso para vivir. ¿Es que no saben qué ponerse por la mañana?

Seguí su mirada hasta las chicas a la moda Trustafaria de la mesa de al lado. Una estaba tecleando en su ordenador portátil y llevaba Timberlands, unas enaguas, una gorra rastafari y un vellón, mientras que la otra, con tacones de aguja de Prada, calcetines de excursionismo, calzones de surfista, un abrigo de piel de llama que llegaba hasta el suelo y un sombrero de lana con orejeras de pastor del Bhutan, estaba gritando al auricular del móvil:

—O sea, me dijo que si volvía a pescarme fumando mierda me quitaría el piso. Y yo me puse en plan: «Joder, papi.» —Mientras tanto, su hijo de seis años picaba desganadamente patatas fritas de un plato.

—Pero ¿qué se cree esa chica para usar ese lenguaje?, ¡ni que estuviera hablando sola! —dijo mamá—. Vives en un mundo la mar de curioso, ¿verdad? ¿No harías mejor viviendo cerca de gente normal?

—Ésta es gente normal —dije furiosa, y señalé con la cabeza hacia la calle, por donde, desgraciadamente, pasaba una monja con hábito marrón llevando dos rorros en un cochecito.

—¿Lo ves?, por eso estás siempre hecha un lío.

—No estoy hecha un lío.

—Sí que lo estás —dijo ella—. Bueno, ¿qué tal te va con Mark?

—De maravilla —dije embelesada, y ella me miró con dureza.

—No irás a ya-sabes-qué con él, ¿verdad? Sabes que no se casará contigo.

Grrr. Grrr. Acabo de empezar a salir con el hombre con el que ella ha estado intentando que salga desde hace dieciocho meses («El hijo de Malcolm y Elaine, encantador, divorciado, terriblemente solo y rico») y ya me siento como si estuviese corriendo por un circuito de entrenamiento del ejército de reserva, saltando muros y trepando por redes, para llevarle a ella a casa una gran copa de plata con un lazo.

—Ya sabes lo que dicen después —continuó—: «Oh, era una presa fácil.» Quiero decir que... cuando Merle Robertshaw empezó a salir con Percival, su madre le dijo: «Asegúrate de que la usa sólo para mear.»

—Madre... —protesté. Aquello me pareció un poco excesivo viniendo de ella. No hacía ni seis meses que estaba paseándose con un guía turístico portugués con un maletín colgado del brazo.

—Oh, ¿no te lo he dicho? —me interrumpió, cambiando así suavemente de tema—, Una y yo nos vamos a Kenia.

—¿Qué? —chillé.

—¡Nos vamos a Kenia! ¡Imagínate, cariño! ¡Al África más negra!

Mi mente empezó a girar a toda velocidad en busca de posibles explicaciones, como una máquina tragaperras antes de pararse: ¿mi madre convertida en misionera? ¿O era que había vuelto a alquilar
Memorias de África
en vídeo? ¿O quizá había recordado de repente
Nacida libre
y había decidido criar leones?

—Sí, cariño. ¡Queremos ir de safari y conocer la tribu de los masai, y después nos quedaremos en un hotel de la playa!

La máquina tragaperras hizo un ruido metálico y se detuvo en una serie de pintorescas imágenes de señoras maduras alemanas practicando el sexo en la playa con jóvenes nativos. Miré a mamá con reserva.

—No empezarás a hacer tonterías otra vez, ¿verdad? —le dije—. Papá acaba de superar toda aquella historia de Julio.

—¡Sinceramente, cariño! ¡No sé por qué se armó tanto alboroto! Julio sólo era un amigo... ¡un amigo por correspondencia! Todos necesitamos amigos, cariño. Quiero decir que incluso en el mejor de los matrimonios una sola persona, sencillamente, no basta: amigos de todas las edades, razas, creencias y tribus. Uno tiene que extender su conocimiento a cada...

—¿Cuándo te vas?

—Oh, no lo sé, cariño. Sólo es una idea. Bueno, tengo que irme zumbando. ¡Adiooós!

Mierda. Son las 9.15. Voy a llegar tarde a la reunión de la mañana.

11 a.m. Despacho
Despiértate, Reino Unido.
Por suerte sólo llegué dos minutos tarde a la reunión; además, conseguí esconder el abrigo haciendo una pelota con él para que diera la sensación de que había llegado hacía horas y sólo me había detenido por un asunto urgente de otro departamento en otro lugar del edificio. Avancé tranquilamente por la horrible oficina plagada de reveladores restos de una espantosa televisión matinal —aquí una oveja hinchable con un agujero en el trasero, allí una ampliación de Claudia Schiffer llevando la cabeza de Madeleme Albright, más allá una gran pancarta de cartulina que decía: «¡LESBIANAS.
1
¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!»— hacia el lugar en el que Richard Finch, con patillas y gafas de sol de Jarvis Cocker, su gorda figura horriblemente ceñida en un traje safari retro años setenta, estaba gritando a las veinte y pico personas allí reunidas en calidad de equipo de investigación.

—Venga, Bridget Bragas-Caídas-Otra-Vez-Tarde —chilló al ver que me acercaba—. No te pago para que hagas una pelota con el abrigo e intentes parecer inocente, te pago para que llegues a la hora y tengas ideas.

Francamente, tal falta de respeto día tras día va más allá de lo que un ser humano puede soportar.

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