Caballo de Troya 1 (106 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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»Cuando llegué al filo del abismo, el cuerpo del pobre Judas se balanceaba en el aire, pateando y girando sobre sí mismo como un «zevivon»
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...

»Tenía las manos aferradas al cuello como tratando de luchar contra la asfixia, y los ojos muy abiertos, casi fuera de las órbitas.

»Las rodillas me temblaban y mi garganta se secó, como si hubiera tragado un puñado de arena. Pero, cuando me disponía a trepar al arbolillo y quebrar la higuera, el nudo de la rama se soltó y Judas cayó al precipicio, estrellándose contra las piedras.

»Fue todo tan rápido que no pude hacer absolutamente nada. Me quedé allí arriba, como un poste, contemplando el cuerpo inmóvil de Judas. Después, sin fuerzas ni para llorar, regresé a la ciudad y, cuando trataba de volver al Gólgota, ocurrió el temblor... Mi terror fue tan grande que volví a la puerta de la Fuente, huyendo hacia el campamento. Allí fue donde me encontró David...

Al preguntarle si el cuerpo del Iscariote seguía aún en el fondo del barranco, Juan Marcos se encogió de hombros. Al parecer no había comentado el suceso con nadie. Yo era el primero en saberlo. Agradecí su información, rogándole que se retirara a descansar.

-Mañana, a primera hora, si no tienes inconveniente -le dijo- quiero que me acompañes hasta esa garganta...

Juan Marcos asintió como un autómata, desapareciendo en el patio donde estaba a punto de comenzar la cena pascual.

La versión del muchacho variaba ligeramente la siempre trágica suerte del traidor. Era preciso que confirmase si Judas había fallecido por ahorcamiento o por precipitación. Aunque sus intenciones, en el fondo, estaban claras -suicidarse-, quizá la forma definitiva de su muerte (suponiendo que hubiera muerto) no había sido la que siempre hemos conocido y aceptado.

Y abusando de la generosidad de aquella familia, escogí uno de los rincones de la planta baja, envolviéndome en el manto. Al quedarme solo establecí una última conexión con el módulo, anunciando a Eliseo mi intención de visitar el Hinnom y, suponiendo que aún estuviese allí, examinar el cadáver de Judas.

Hacia las 21.30 horas, el sueño disipó mi fatiga y mis angustias. Me pareció extraño, muy extraño, que Jesús de Nazaret no estuviera vivo y cercano. Sin querer me había acostumbrado a su majestuosa presencia...

8 DE ABRIL, SÁBADO

Poco antes del amanecer, Eliseo me sacó de un profundo sueño, plagado de pesadillas en las que, curiosamente, se mezclaban las más absurdas situaciones y vivencias, tanto del «tiempo»

real en que me movía como de mi verdadero siglo.

La meteorología había cambiado. El día prometía serenidad:

viento en calma, excelente visibilidad, baja humedad relativa y una temperatura de logrados centígrados, en ascenso. Desde el módulo, los radares de largo alcance dibujaban con toda nitidez los perfiles del árido Negev.

Juan Marcos no tardó en presentarse. Traía un gran cuenco de leche de cabra y algo de pan, fabricado durante la mañana del viernes. Mi agotamiento había desaparecido y devoré prácticamente el frugal desayuno.

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En los relatos tradicionales de la festividad judía de las luminarias o «Januká» (que suele coincidir con las Navidades). se cuenta que, durante la ocupación romana en el siglo I, estaba prohibido reunirse en grupos para estudiar la Torá. Cuando un vigía alertaba al grupo de estudiosos sobre la proximidad de los legionarios, alguien sacaba un «zevivon» o pequeño dado, con una base puntiaguda y un asa superior para hacerlo girar. De esta forma disimulaban, apostando sobre qué cara del dado caería hacia arriba. Incluso en la actualidad es frecuente ver a los niños israelitas jugando con uno de estos «zevivon» durante los días de la «Januká».
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Con las primeras luces y el trompeteo del Santuario, anunciando el nuevo día, mi joven amigo y yo cruzamos las solitarias calles de Jerusalén. El habitual ruido de la molienda había desaparecido. Nadie parecía tener prisa por levantarse. Por un lado me alegré. Si el cuerpo de Judas continuaba entre las peñas, prefería que nadie nos viera junto a él. Así era mucho más seguro.

Una vez fuera de la murallas, el muchacho me condujo hacia el Oeste, siguiendo casi en paralelo el muro meridional de la ciudad. A escasos metros de la puerta de la Fuente, por la que habíamos salido, el terreno cambió. Entramos en lo que los judíos llamaban la Géhenne o

«infierno». Supongo que por lo atormentado de la depresión y por las numerosas hogueras que se levantaban aquí y allá en una permanente quema de basuras. En efecto, conforme caminábamos observé cómo aquel tétrico paraje había sido convertido en un inmenso estercolero en el que merodeaban un sinfín de perros vagabundos y ratas enormes como liebres.

Juan Marcos se detuvo. Observó el paisaje y, a los pocos segundos, reanudó la marcha. A los cinco minutos de camino, la Géhenne se convirtió en un laberinto de peñascos, barrancas estériles y pequeños pero agudos precipicios. De acuerdo con las cotas de nuestras cartas, aquel extremo sur de Jerusalén oscilaba entre los 612 y 630 metros, en las proximidades del portalón de la Fuente y los 685, en las cercanías de la puerta de los Esenios. Entre ambos puntos, el perfil del terreno sufría bruscas variaciones, con desniveles de 20, 30 y hasta 40

metros.

Al ir salvando aquel «infierno» supuse que si el Iscariote había caído desde cualquiera de aquellos barrancos, lo más probable es que se hubiera destrozado contra las cortantes aristas de las peñas.

Al fin, Juan Marcos se detuvo. Nos encontrábamos a unos 200 metros en línea recta de la muralla y sobre uno de aquellos pelados promontorios. Me señaló una joven higuera, nacida milagrosamente entre los vericuetos y fisuras de la roca y que, tal y como me habla explicado, crecía con la mitad de su ramaje hacia el Oeste y sobre el vacío.

Lentamente me aproximé al filo del precipicio. El muchacho, inquieto y tembloroso, se aferró a mi brazo. Al principio no distinguí nada anormal. La barranca presentaba una caída casi en vertical de unos 35 o 40 metros. Pero la semiclaridad del alba no era suficiente para distinguir el fondo con precisión.

Tras un par de minutos de tensa búsqueda, Juan Marcos dio un grito que a punto estuvo de hacerme perder el equilibrio.

-¡Allí!... ¡Mira, allí está!

Seguí la dirección de su dedo y, en efecto, confundido entre las piedras, aprecié un bulto lechoso, inmóvil y que, desde mi punto de observación, parecía un hombre envuelto en algo similar a una túnica o una manta blanca.

Ordené a Juan Marcos que no se moviera y elegí uno de los terraplenes, iniciando el descenso.

Después de no pocos rodeos, rasponazos y sobresaltos entre las resbaladizas paredes del precipicio, me vi al fin en el fondo de la barranca, a poco más de cuatro metros del cuerpo. Lo observé sin mover un solo músculo. Parecía desmayado o muerto. Evidentemente era un hombre, enfundado en una tónica marfileña, similar a la que usaba Judas. Se hallaba boca abajo, con la pierna izquierda violentamente flexionada bajo el abdomen.

Cuando, finalmente, me decidí a avanzar hacia él, algo negro, grande y peludo como un conejo salió de debajo, huyendo hacia las zarzas próximas. Me detuve. Un escalofrío recorrió mis entrañas. Las ratas habían empezado a devorarlo...

Me apresuré a darle la vuelta y el rostro imberbe, puntiagudo y pálido del Iscariote apareció ante mí. Tenía los ojos abiertos, con el sello del espanto en sus pupilas. Uno de los globos oculares había desaparecido prácticamente, ante las acometidas de los roedores.

Por más que repasé su cuerpo no advertí señal alguna de sangre. Sólo un finísimo hilo, ya seco, brotaba de la comisura derecha de su boca.

Llevaba el cinto anudado al cuello. Al examinarlo me di cuenta que no estaba roto o desgarrado. Sencillamente, como dijo Juan Marcos, se había desanudado. Presionaba la garganta de Judas pero, ante mi sorpresa, la conjuntiva o membrana mucosa que tapiza el dorso de los párpados y la zona anterior del ojo no presentaba las típicas manchas rojas de los 337

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ahorcados. Retiré el pelo negro y fino pero tampoco observé este tipo de «ronchas» por detrás de las orejas.

La lengua no se hallaba presa entre los dientes ni lucía la habitual tonalidad azul, signos característicos entre los ahorcados.

Si verdaderamente se hubiera registrado el cierre completo de todo el riego y desagüe cerebral, la cara de Judas aparecería embotada. Sin embargo, su aspecto -a pesar de las 15

horas transcurridas desde el hipotético óbito- era casi normal. Las pupilas, dilatadas en un principio, habían empezado a empequeñecer, entrando en fase de «miosis» (posiblemente a partir de las nueve de la noche del viernes).

Presentaba también las livideces propias de un estado
post-mortem
pero, insisto, las venas yugulares y arterias carótidas no mostraban señales de estrangulamiento, habituales en los ahorcados
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.

Ante aquel cúmulo de pruebas negativas, mi impresión personal fue la siguiente: Judas Iscariote no había fallecido por ahorcamiento, sino por precipitación.

Esta teoría se vio fortalecida al palpar las extremidades y el resto del cuerpo. Las piernas y uno de los brazos sufrían fracturas cuádruples y las roturas internas eran generalizadas.

Pero lo que terminó de convencerme fue el sonido del cráneo, al agitarlo entre mis manos.

Aquel ruido -similar al de un «saco de nueces»- era típico de las personas que han sufrido una de estas precipitaciones o caídas desde gran altura.

Aunque resultaba verosímil que el traidor, en su desesperación, no ajustara el nudo del cinto convenientemente, cayendo al vacío antes de perecer por ahorcamiento, nunca pude comprender cómo este sujeto -generalmente meticuloso- pudo cometer un error semejante.

Volví a depositar el cuerpo sobre las piedras y, tras cerrar sus ojos (o lo que quedaba de ellos), permanecí unos minutos en pie y en silencio, contemplando a aquel desdichado. Me pregunté si aquel Iscariote u «hombre de Carioth», hijo de Simón, un hombre ilustre y adinerado de Judea, discípulo de Juan el Bautista y atormentado buscador de la Verdad, merecía realmente un fin tan desolador...

Regresé junto a mi amigo, confirmándole la muerte de Judas. Juan Marcos había recuperado el manto del renegado y, lentamente, en silencio, volvimos a Jerusalén.

Una vez en la ciudad, tras rogarle que me condujera hasta la casa de Juan Zebedeo, le pedí que se pusiera en contacto con la familia de Judas, a fin de que levantaran sus restos antes de que las ratas y las alimañas de la Géhenne terminaran por desfigurarle.

Con gran diligencia, como era su costumbre, el hijo de los Marcos cumplió mi nuevo encargo.

Juan Zebedeo no me esperaba. Pero me recibió con un entrañable abrazo. Disponía de una casita de una planta, muy humilde y casi vacía, en la zona norte de la ciudad. En un barrio que, por aquel entonces, empezaba a crecer y que era conocido por «Beza'tha».

Sorteé un caldero en el que ardían algunos pequeños troncos, y que se destinaba generalmente para ahuyentar a los insectos y mosquitos, y crucé el umbral de la puerta. En el interior de la única estancia, penosamente alumbrada por un lámpara de aceite, distinguí en seguida a cuatro mujeres. Eran María, la madre de Jesús; su hermana Mirián; Salomé, madre de Juan y la joven Ruth, hermana del Nazareno.

No había sillas ni taburetes y el Zebedeo me invitó a tomar asiento sobre una de las esteras esparcidas sobre la tierra apisonada que formaba el pavimento. Me extrañó la singular austeridad de aquella casa, con un liviano terrado a base de ramas cubiertas de tierra y arcilla y sin una sola ventana o tronera. Después supe que aquélla no era la residencia habitual de los Zebedeo. Esta se hallaba al norte, en Galilea.

Juan no me presentó a las mujeres. No era costumbre pero, además, tampoco 13

necesitaba. Todas las hebreas se mostraban especialmente solicitas con María. Una de ellas acababa de ofrecerle un cuenco de madera con leche. Pero la madre del Galileo se resistía a tomarlo. Cuando mis ojos fueron acostumbrándose a la penumbra, comprobé que la Señora tenía la cabeza descubierta. Sus cabellos eran mucho más negros de lo que había supuesto. Se peinaba con raya en el centro, recogiendo en la nuca una sedosa y azabache mata de pelo. Sus ojeras, mucho más marcadas que en el momento de su encuentro con el crucificado, reflejaban
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En Medicina Legal está perfectamente estudiado que, para producir el cierre total de las yugulares, se necesitan unos cinco kilos de fuerza. En el caso de las carótidas, entre diez y quince kilos.
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una noche de vigilia y sufrimiento. Se hallaba sentada sobre una de aquellas gruesas esterillas de palma y junco, con el cuerpo y la cabeza reclinados sobre el muro de adobe y los ojos semicerrados. De vez en cuando, un profundo suspiro agitaba todo su ser y los hermosos ojos rasgados se entreabrían. Por un momento, al captar la resignada amargura de aquella hebrea, me sentí desfallecer. No tenía valor para interrogarla. Las fuerzas y el coraje parecían escapar de mí, anonadado ante la angustia de una madre que acababa de perder a su hijo primogénito.

¿Cómo podía iniciar la conversación? ¿Con qué valor me enfrentaba a aquella mujer, rota por el dolor, para pedirle que me hablara de su Hijo, de su infancia y de su no menos ignorada juventud?

Fue Juan quien, sin proponérselo, alisó tan arduo trabajo, previsto por Caballo de Troya como uno de los últimos objetivos de aquella misión.

Después de sacudir un viejo y renegrido pellejo de cabra, el discípulo llenó otro cuenco de madera con una leche espesa y agria, rogándome que aceptase aquel humilde refrigerio.

-No te inquietes por el olor -me dijo-. Sacia mejor la sed...

No quise desairarle y apuré el pestilente cuenco, procurando cerrar los ojos y contener la respiración.

Al terminar, el Zebedeo recogió el recipiente y señalando el manto de lino blanco que colgaba de mi ceñidor, exclamó:

-Veo que no has olvidado tu regalo...

Bajé la vista y comprendí. Y aunque aquella especie de «chal» había sido comprado para Marta, la hermana de Lázaro, la genial sugerencia del discípulo hizo variar mis planes. En efecto: aquél podía ser el medio ideal para ganarme la estima y confianza de Maria... ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

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