Caballo de Troya 1 (107 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Lo tomé en mis manos y, levantándome, me acerqué al rincón donde descansaba la Señora.

Me arrodillé frente a ella y extendiendo el rico presente le rogué que se dignara aceptarlo.

María y las mujeres que le rodeaban me miraron y se miraron entre si. Pero, al fin, la madre del rabí, apartándose de la pared, tomó el manto, llenándome con una mirada intensa. Una mirada que me recordó la de su Hijo.

Juan, atento y solícito, aproximó la lucerna de barro, con el fin de que María pudiera contemplar mejor la finísima textura del lino. Entonces, a la luz de la lámpara de aceite, los ojos de aquella mujer surgieron ante mí en toda su hermosura: ¡eran verdes!

Después de acariciar el tejido, María levantó de nuevo sus ojos hacia mí, y mostrándome una dentadura blanca y perfecta, exclamó:

-¡Gracias, hijo!

Era la primera vez que escuchaba aquella voz gruesa y, sin embargo, cálida y segura.

A partir de aquellos instantes -las ocho de la mañana, aproximadamente- y después que Juan Zebedeo le explicara quién era y por qué estaba allí, María accedió gustosa a hablarme de Jesús, de sus primeros años en Nazaret, de sus viajes por el Mediterráneo y de la muerte en accidente de trabajo de su esposo, el constructor y carpintero llamado José.

Intentando poner orden en mis ideas y en los miles de temas que se agitaban en mi mente, empecé por preguntarle sobre el nacimiento del gigante...
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Hacia las 11.30 horas, nuestra conversación se vio interrumpida con la llegada de Jude y José de Arimatea. Traían noticias de última hora.

Una vez finalizada la cena de Pascua, los sanedritas habían vuelto a reunirse, esta vez en la casa de Caifás. Según el anciano, el único tema debatido fue la profecía hecha por Jesús de resucitar al tercer día. Los sacerdotes, en especial los seduceos, no concedían demasiado crédito a las palabras del ajusticiado. Pero los intrigantes miembros del Sanedrín estimaron que lo más prudente sería vigilar la tumba. «Según afirmaron -prosiguió José-, cabía la posibilidad de que los amigos y creyentes de Jesús robaran el cadáver, propagando después la mentira de su resurrección.» Con el fin de abortar cualquier intento de robo, el sumo sacerdote designó
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Nota de J. J. Benítez:
El extenso relato del mayor sobre esta apasionante conversación con la madre de Jesús de Nazaret, en la que aparecen infinidad de datos nuevos y fascinantes sobre la infancia, juventud y edad adulta del Galileo, ha sido desgajado del mencionado diario e incluido -por razones de su extensión- en un próximo volumen.

Siento, de verdad, dejar al lector con la miel en los labios...

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una comisión, encargada de visitar al procurador romano a primera hora de la mañana del sábado. Pues bien, ese grupo de sanedritas acababa de entrevistarse con Poncio.

José, alertado por uno de sus confidentes, se había apresurado a acudir al Templo. Allí, después de no pocas burlas e hirientes indirectas por parte de esta comisión -conocedora de su vinculación con el Nazareno-, el propietario del huerto donde había sido sepultado el Maestro conoció finalmente los pormenores de la conversación entre los sacerdotes y Pilato.

-Señor -manifestaron los jueces al gobernador-, te recordamos que Jesús de Nazaret, ese falsario, dijo en vida: «Pasados tres días resucitaré.» Por consiguiente, nos presentamos ante ti para rogarte que des las instrucciones necesarias para que el sepulcro sea debidamente protegido contra sus discípulos hasta que hayan transcurrido esos tres días. Nos tememos que sus fieles intenten robar el cuerpo durante la noche y, acto seguido, proclamen al pueblo que ha resucitado de entre los muertos. Si lo consintiéramos, sería una falta mayor que si le hubiéramos dejado con vida.

Y Poncio, después de escuchar este ruego, respondió:

-Os daré una escolta de diez soldados. Vayan y monten la guardia ante la tumba.

Prosiguió el de Arimatea:

-Esa escolta romana y otros diez levitas más, reclutados de entre una de las secciones semanales del Templo, se encuentran ya frente a la tumba, tal y como he podido verificar antes de venir a veros. Esas hipócritas bestias que rodean y adulan a Caifás no han tenido el menor escrúpulo de violar el sagrado sábado y han invadido mi propiedad. Cuando intenté bajar hasta la cripta, algunos de los guardianes del Santuario me salieron al paso, obligándome a salir del huerto. ¡Es indigno!...

-Entonces -insinué-, nadie puede acercarse a la tumba.

-Nadie que no sea de la guarnición de Antonia o del cuerpo de levitas. Incluso, los muy salvajes, han retirado la losa que cubría el pozo del hortelano, uniéndola a la roca que cierra la cámara sepulcral. Después han estampado el sello de Pilato para que nadie pueda removerías.

Aquella noticia me dejó francamente preocupado. Los últimos minutos de mi misión en Jerusalén debían transcurrir precisamente lo más cerca posible del sepulcro. Caballo de Troya tenía especial interés, como es lógico, en averiguar si la pretendida resurrección del Maestro de Galilea era o no una realidad objetiva o, por el contrario, una leyenda. ¿Cómo podía llevar a cabo mi observación si el paso al sepulcro se hallaba prohibido por aquellos 20 centinelas?

Aún quedaban muchas horas y preferí no atormentarme con semejante dilema. Algo se me ocurriría...

El cambio de conversación de José me ayudó a olvidar temporalmente el asunto.

Con gran desconcierto por mi parte, una de las máximas preocupaciones del anciano judío era acertar con el epitafio que debía grabarse en la fachada rocosa del sepulcro donde reposaba el cuerpo de su Maestro. José traía escritas, incluso, algunas frases, que dio a leer a Jude y a Juan, respectivamente.

Con gesto grave, los tres hombres discutieron sobre el posible texto, llegando a la conclusión de que la última era quizás la más adecuada. Le rogué a Juan que me pasara el trozo de pergamino y, en arameo, leí lo siguiente:

Éste es Jesús, el Mesías.

No hay aquí oro ni plata,

sino sus huesos.

Maldito sea el hombre

que lo abra.

Yo sabía que el saqueo de tumbas estaba a la orden del día en Israel, pero no podía encajar la falta de fe de aquellos íntimos de Jesús de Nazaret, que no dudaban en calificar al Galileo de Mesías, renunciando por completo a la idea de su resurrección. Era tan triste como anacrónico...

Una vez decidido el epitafio, José mostró la frase elegida a la madre de Jesús. Pero María se negó a leerlo. Y clavando sus ojos en cada uno de los presentes, les reprochó su desconfianza con un lapidario comentario:

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-El Mesías escribirá su epitafio con una sola palabra: ¡Resucitó!

Un silencio violento nos cubrió a todos durante algunos minutos. El de Arimatea movió la cabeza negativamente y Jude y Juan se limitaron a bajar el rostro, manifestando así sus dudas.

Pero la Señora no insistió. Se recostó de nuevo sobre la pared y entornó los ojos.

El de Arimatea rasgó la embarazosa situación, intentando convencemos y convencerse a sí mismo de que no nos hiciéramos falsas ilusiones...

-La noticia de la promesa de su resurrección –comentó- ha terminado por saltar a la calle y toda Jerusalén se hace lenguas sobre el particular. Si el Maestro no cumple lo que prometió,

¿en qué situación quedarán sus discípulos y él mismo?

Desgraciadamente, aquella postura, propia de un hombre racional y con un probado sentido común, era compartida por la casi totalidad de sus apóstoles, enclaustrados desde la noche del jueves en diversas casas de Jerusalén y Betania, muertos de miedo y sin la menor esperanza respecto a su futuro. Si aquellos rudos galileos hubieran disfrutado de la fe de David Zebedeo, por poner un ejemplo, las cosas habrían sido muy distintas...

Aun a riesgo de repetirme, creo de suma importancia recalcar esta ingrata pero muy humana disposición de los apóstoles y seguidores del Hijo del Hombre, en relación con el tema de la resurrección. Están equivocados quienes puedan pensar que los discípulos esperaban ilusionados el amanecer del tercer día. Nadie en su sano juicio podía aceptar que un cadáver, después de 36 horas de su fallecimiento, fuera capaz de levantarse y vivir. Pero el sorprendente rabí jamás hablaba en vano...

Media hora antes del ocaso -hacia las seis-, Jude y su hermana Ruth se pusieron en camino, acompañando a su madre hacia la residencia de Lázaro, en Betania. Juan, obedeciendo la consigna dada por Andrés, acudió hasta la casa de Elías Marcos, donde había sido prevista una reunión de urgencia de todos los discípulos y fieles de Jesús que se hallaban en la ciudad santa.

Me brindé a acompañar a la familia del Nazareno y, de esta forma, pude ampliar mis conocimientos sobre la vida de Jesús.

A las 19.30 horas, las hermanas del resucitado nos recibieron en su hogar, colmándonos con sus atenciones.

Pero la noche empezaba a menguar y, tras despedirme de mis nuevos amigos, agradecí a Marta y a María su generosa hospitalidad, anunciándoles que debía emprender un largo viaje y que, casi con seguridad, regresaría pronto. Aquella piadosa mentira, que alivió quizás el afligido corazón de Marta, llegaría a ser realidad. Una realidad que culminó las aspiraciones de este cada vez menos incrédulo y escéptico oficial de las Fuerzas Aéreas Norteamericanas.

La hermana mayor de Lázaro, con los ojos arrasados en lágrimas, me confió en secreto que su hermano había tenido que refugiarse en Filadelfia y que ellas, en cuanto pudieran vender sus tierras y hacienda, seguirían sus pasos. Yo conocía la primera parte de su información, pero -

¡torpe de mí!-, en aquellos instantes, mientras le decía adiós, no supe adivinar lo que verdaderamente encerraba su confesión...

Poco antes de las doce de la noche, preocupado por lo avanzado de la hora y por encontrar alguna fórmula que me permitiera observar la boca del sepulcro con un máximo de nitidez y seguridad, inicié la ascensión del Olivete.

¿De verdad se produciría la gran «chazaña»? ¿De verdad tendría la grandiosa oportunidad de comprobar con mis propios ojos el anunciado prodigio de la resurrección?

9 DE ABRIL, DOMINGO

Hacia la una de la madrugada, sin aire en los pulmones y chorreando sudor por los cuatro costados, divisé al fin la cerca de madera de la finca de José de Arimatea. Todo se hallaba en silencio. Solitario. Caminé nerviosamente arriba y abajo del vallado, buscando alguna fórmula que me condujera, sano y salvo, al interior del huerto. Pero mi cerebro, encharcado por las prisas, se negaba a trabajar. Eliseo, a mi paso sobre la cima del Monte de las Aceitunas, me había recordado la imperiosa necesidad de contar con mi presencia antes de las 5.00 horas. Los preparativos para el retorno exigían un mínimo de comprobaciones y al definitivo ajuste del 341

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ordenador. Supongo que le prometí regresar mucho antes de esa hora. No lo recuerdo bien. Mi ánimo se había ido excitando conforme corría ladera abajo, en dirección a la zona norte de la ciudad.

Ahora, con la misión casi concluida, me sentía incapaz de coronar con éxito la que, sin duda, podía ser la fase decisiva de todo el proyecto.

Inspiré profundamente y, sin meditarlo más, brinqué al otro lado de la propiedad. Podía haber abierto la cancela pero lo pensé mejor. Aquellos oxidados e impertinentes goznes podían delatarme.

Una vez entre los árboles frutales permanecí unos minutos en cuclillas, pendiente del más mínimo ruido. Todo seguía en calma. Y animándome a mí mismo, fui arrastrándome sobre el seco terreno arcilloso, ayudándome en cada tramo con los antebrazos y codos. Había saltado por la izquierda de la puerta, con una intención inicial: tratar de alcanzar la parte posterior de la casita del hortelano.

Una vez allí, si los guardias no me descubrían mucho antes, ya y pensaría algo...

Fui haciendo pequeñas pausas, ocultándome tras los endebles troncos de los frutales e intentando perforar el bosquecillo con la vista. La luna, prácticamente llena, irradiaba una claridad que, en aquellos decisivos minutos, podía traicionarme.

«Unos metros más -me dije- y casi lo habré logrado».

Resoplando y con la túnica enrojecida por la arcilla me oculté al fin detrás del muro de piedra del pozo, situado a una decena de pasos de la casa del jardinero. Asomé lentamente la cabeza por encima del brocal y comprobé con alivio que la puerta se hallaba, cerrada. No había luz alguna en el interior y la chimenea aparecía inactiva.

«Quizá los soldados le hayan obligado a desalojar su vivienda», pensé. Y en ese instante, una duda mortal me secó la garganta:

«¿Y si hubiera llegado demasiado tarde? ¿Y si la supuesta resurrección hubiera ocurrido ya...?

El único indicio en este sentido aparece en el texto evangélico de Mateo (28,1-8). Si el autor sagrado llevaba razón y el prodigio tenía lugar «al alborear del primer día» -es decir, del domingo-, todo estaba perdido. El orto o aparición del limbo superior del sol sobre el horizonte había sido fijado por Santa Claus con una precisión matemática: dada la latitud aproximada de Jerusalén -32 grados Norte-, ese instante ocurriría a la 5 horas y 42 minutos. El ocaso, como ya cité en su momento, se registraría, en consecuencia, a las 18 horas y 22 minutos.

Los planes del general Curtiss, al menos en este sentido, hubieran fallado. Mi reingreso en la

«cuna», como mencioné anteriormente, debía producirse, como muy tarde, hacia las cinco de esa madrugada.

Pero un inesperado acontecimiento me sacó de estas elucubraciones, haciéndome temblar de pies a cabeza. De pronto, los perros de José de Arimatea empezaron a ladrar furiosamente.

¡No había contado con aquel nuevo problema!

Me pegué a la pared del pozo, tratando de adivinar la posición de los canes. No tardaría en averiguarlo. A los dos o tres minutos sentí a mis espaldas los gruñidos de los animales. Me habían detectado, permaneciendo a dos o tres metros, con sus fauces abiertas y amenazantes.

Me revolví, dispuesto a golpearles y dejarles fuera de combate si era preciso. Se trataba en realidad de dos pequeños ejemplares y supuse que no resultaría difícil amedrentarles o golpearles con la «vara de Moisés». Lo que más me preocupaba es que la escolta romana o levítica pudiera reaccionar y descubrirme.

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