Caballo de Troya 1 (19 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Pero lo pensé dos veces y comprendí que nadie mejor que Lázaro y sus hermanas para hablarme del Maestro...

Mientras proseguía mi camino, pregunté a Eliseo si podía obtener información sobre aquella nueva definición de Jesús. Santa Claus fue muy conciso: «El Galileo, efectivamente, recibía el sobrenombre de
tekton
-como carpintero, constructor o herrero- de acuerdo con la versión que sobre dicho término hacia el escrito rabínico
Shabbat,
31.ª
También Marcos hace alusión a
tekton
en 6,3.»

Es posible que llevase andado algo más de la mitad del camino entre Jerusalén y Betania cuando dejé atrás el apretado campamento de los peregrinos israelitas. A partir de allí, las tiendas eran mucho más escasas. Si no fuera porque podría equivocarme, habría jurado que en el acceso a la ciudad santa se habían plantado más de un millar de improvisados albergues.

Esto podía significar -a un promedio de seis o siete personas por tienda- unos seis mil o siete mil peregrinos.

En aquel último kilómetro no observé, sin embargo, una disminución del intenso tráfico de gentes y bestias de carga. Grupos de judíos, con asnos y algunos camellos, seguían fluyendo en uno y otro sentido, transportando haces de leña, pesados y puntiagudos cántaros o arreando rebaños de cabras.

La vegetación, a ambos lados del camino, se había hecho más floreciente. A mi izquierda, la ladera oriental del Olivete aparecía cerrada por los olivares, cedros y algunos sicómoros. A mi derecha, junto a palmeras e higueras me llamó la atención una serie de cinamomos, con sus incipientes racimos de flores violetas y extraordinariamente olorosas.

El hecho de no poder llevar reloj me preocupaba. No resultaba fácil para mí averiguar en qué momento del día me encontraba. El sol se había lanzado ya hacia el Oeste, pero ignoraba cuanto tiempo había transcurrido desde que abandonara la «cuna». Por otra parte, deseaba acostumbrarme lo antes posible a mi nueva situación y ello me obligaba a prescindir, en la medida de lo posible, de la conexión auditiva con Eliseo. A juzgar por el camino recorrido y los altos efectuados, debían ser las 13.30 horas cuando, al salir de la única curva del sendero, divisé a la izquierda un minúsculo grupo de casas. Al fondo, y a la derecha, descubrí también otra aldea, aparentemente más grande que la primera. Entusiasmado, aceleré el paso. Aquellos poblados tenían que ser Betfagé y Betania, respectivamente.

Conforme fui aproximándome al primer poblado, mi desencanto fue en aumento. Betfagé no era otra cosa que un mísero conglomerado de pequeñas casas de una planta. Las paredes habían sido levantadas con piedras -posiblemente basálticas- y los intersticios, malamente 64

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tapados con cantos y barro. La mayoría de las techumbres de aquella media docena de viviendas -a excepción de una o dos terrazas- habían sido cubiertas con ramas de árboles, reforzadas con varias capas de juncos y paja.

Los alrededores aparecían repletos de higueras y pequeños huertos en los que deambulaban un sinfín de gallinas. Las últimas e intensas lluvias de enero y febrero habían convertido las

«calles» en un barrizal.

Decepcionado, salí nuevamente al camino, informando a Eliseo de mi paso por la mísera Betfagé y de mi inminente llegada a Betania. La distancia entre ambas aldeas no era superior a los setecientos u ochocientos metros.

El lugar de residencia de Lázaro y su familia presentaba, en cambio, un aspecto mucho más sólido y esmerado. Las casas, aunque modestas, disponían de terrazas, y sus paredes -casi todas encaladas- habían sido construidas con piedras labradas.

Al penetrar en la aldea me sorprendió ver algunas de las calles pavimentadas a base de guijarros. Otras, sin embargo, seguían siendo estrechas torrenteras, ahora polvorientas y malolientes.

El núcleo principal de Betania se extendía a la derecha del camino que lleva de Jerusalén a Jericó. Al otro lado del sendero, un grupo más reducido de casas se apoyaba en la ladera del Monte de los Olivos. Algunas de estas viviendas se hallaban prácticamente empotradas en la falda de la montaña.

La animación en la aldea era considerable. Numerosos grupos de judíos iban y venían por entre sus casas, formando tertulias a las puertas de las viviendas o a la sombra de los entramados de cañas y ramas por los que trepaba la hiedra o descansaban desnudas e interminables parras.

No tardé en averiguar que aquella agitación venia siendo habitual en Betania desde que el Maestro de Galilea realizase el prodigio de resucitar de entre los muertos a su amigo Lázaro. La noticia había corrido como reguero de pólvora por todo el reino, llegando, incluso, a la vecina Siria y a las costas de la Fenicia. Desde entonces, una corriente interminable de simpatizantes, seguidores de Jesús o amigos de Lázaro acudían hasta la casa del resucitado, con el único afán de satisfacer su curiosidad. Este torrente de curiosos se había visto seriamente incrementado en aquellos días, con motivo de la próxima celebración de la Pascua. El camino entre Jerusalén y Betania podía cubrirse, a buen paso, en poco más de una hora y ello justificaba aquel agotador trajín por las calles de la hasta ese momento apacible localidad.

No fue muy difícil llegar hasta la casa de Lázaro. Me bastó con seguir a uno de los grupos de judíos que acababa de entrar en Betania. A los pocos minutos me encontraba frente a una hacienda levantada casi a las afueras del núcleo principal de la población. En la fachada, pulcramente blanqueada, se abría una puerta con los dinteles y jambas trabajados con piedras labradas. Delante de la casa se extendía un pequeño jardín de cinco o seis metros de largo por otros seis o siete de ancho. En él, sobre un banco de piedra y a la sombra de una frondosa higuera, estaba sentado un hombre. Vestía una túnica con franjas verticales rojas y azules y largas y amplias mangas. Una treintena de hombres le rodeaba por doquier. Algunos, incluso se habían situado a sus pies. Absortos, aquellos judíos escuchaban y contemplaban a aquel hombre de cuerpo enjuto y rostro picado de viruela. ¡Era Lázaro!

Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza. Intenté abrirme paso, pero fue inútil.

Nadie estaba dispuesto a ceder su sitio. Lázaro se había convertido en la máxima atracción de aquellos días.

Con voz cansada -como si repitiese el suceso por enésima vez- fue desgranando su

«aventura» y respondiendo a cuantas preguntas le formulaban.

Alzándome sobre las cabezas de los curiosos observé que se trataba de un hombre relativamente joven (posiblemente no había cumplido los 40 años), aunque la palidez de su rostro y unas pronunciadas ojeras le envejecían notablemente.

A los pocos minutos, ante mi desesperación, Lázaro se incorporó, despidiéndose de los allí reunidos.

Lo vi desaparecer en la penumbra de la casa, mientras los hebreos se desperdigaban, gesticulando y comentando cuanto habían visto y oído.

Y allí me quedé yo, abrumado y solitario frente a la pequeña cerca de madera que rodeaba el jardín. ¿Qué debía hacer? ¿Entraba en la casa? ¿Esperaba? Pero ¿a qué y para qué?

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Me dejé caer sobre la polvorienta plazuela que se abría frente a la morada del amigo de Jesús y procuré cubrirme con el manto. Empezaba a sentir el fresco del atardecer. Me di cuenta entonces que no había probado bocado y que, a juzgar por la posición del sol, debíamos estar en lo que los israelitas llamaban la hora nona; es decir, las tres de la tarde. En ese momento comprendí por qué Lázaro había dado por zanjada aquella animada tertulia. Era el momento de la comida principal: lo que nosotros llamamos la cena.

Pero no me dejé arrastrar por el abatimiento. Caballo de Troya había previsto que yo intentara una entrevista con Lázaro en aquella jornada del jueves y así debía ser. Esperaría.

Pensé en aprovechar aquellos minutos -mientras la familia reponía fuerzas- para comprar algunas provisiones, pero pronto desistí. En mi precipitación por llegar a Betania no había tenido la precaución de entrar en Jerusalén y tratar de cambiar algunas de las pepitas de oro por monedas. Por otra parte, eso me hubiera retrasado considerablemente. A decir verdad, no era el hambre lo que me obsesionaba en aquellos instantes. Mis ojos, fijos en la puerta, estaban pendientes de la posible aparición de alguno de los miembros de la familia de Lázaro.

La intuición no me traicionó. No había transcurrido media hora cuando, procedente de la parte posterior de la casa, irrumpió en el jardín una mujer con el rostro cubierto con el velo tradicional. Le acompañaban dos adolescentes. Sobre la cabeza de la voluminosa matrona se balanceaba levemente un cántaro rojizo. Al verme debió Sorprenderse. Yo sabía que las buenas costumbres en la red social judía no permitían que un hombre se entretuviera a solas con una mujer, ni que éstas sonrieran o hablaran con desconocidos. Así que, venciendo mi natural inclinación por saludarla o ponerme en pie, me mantuve en silencio, dejando que pasara frente a mí. La buena mujer desvió su mirada y aceleró el paso, perdiéndose por uno de los ramales que desembocaba en la plazoleta.

Supongo que algo extraño debió notar en mi presencia porque, a los pocos minutos, uno de los muchachos volvía a la carrera, entrando en la casa como un meteoro. De inmediato aparecieron en el umbral del jardín dos hombres y el jovencito que, sin duda, les había alertado sobre aquel extranjero que permanecía sentado junto a las blancas estacas de la cerca.

Me puse en pie y esperé. Los hombres, arropados en gruesos mantos color canela, se aproximaron hasta mí.

-¿Qué buscas, hermano? -me preguntó el que parecía llevar la voz cantante.

El tono de su voz me tranquilizó. Había una gran dulzura en su semblante.

-Me llamo Jasón y soy de Tesalónica. Estoy aquí porque busco al rabí de Galilea...

-El no está aquí.

Simulé gran contrariedad y, mirando fijamente a los ojos de mi interlocutor, pregunté con vehemencia:

-¿Dónde puedo encontrarle...?

-¿Para qué le quieres?

-Soy extranjero, pero he oído hablar de él desde Antioquía a Corfú. Llevo recorridas muchas leguas porque soy hombre a quien no satisfacen los dioses romanos ni griegos y porque desearía conocer la nueva doctrina del rabí al que llaman Jesús.

-¿Por qué le buscas aquí, frente a la casa de Lázaro?

-Desde mi llegada a las costas de Tiro no he oído hablar de otra cosa que del último prodigio del rabí: dicen que devolvió a la vida a su amigo Lázaro, muerto cinco días antes...

-Eran tres días los que mi señor llevaba sepultado -me corrigió el siervo.

-Luego es verdad -añadí mostrando una intencionada alegría.

Antes de que pudiera intervenir de nuevo, le supliqué si podía ser recibido por Lázaro.

-Quizá él sepa dónde puedo hallar al Maestro...

Los hombres intercambiaron una rápida mirada.

-Aguarda aquí -concluyeron-. El amo no está repuesto del todo...

Asentí mientras los siervos desaparecían en el interior de la hacienda.

Ante la inminente posibilidad de una primera entrevista con Lázaro, aproveché aquellos segundos de soledad para informar al módulo de cuanto estaba sucediendo.

Debí causar buena impresión a los criados de Lázaro. A los pocos minutos era invitado a entrar en la casa.

Traspasé el umbral con una mezcla de timidez y emoción. Lo que yo había supuesto como la fachada de la casa era en realidad la pared de un atrio o pequeño patio interior. La hacienda, 66

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por lo que pude observar, era mucho más extensa de lo que había imaginado. En el centro de este atrio rectangular y abierto a los cielos se abría un estanque de unos tres metros de lado. El piso, cubierto con ladrillos rojos, aparecía ligeramente inclinado y acanalado, de forma que las aguas pluviales pudieran caer desde los aleros de los edificios situados a izquierda y derecha hasta el recinto central. Ambas estancias tenían la misma altura que la pared de la fachada: unos metros, aproximadamente. Luego supe que la de la derecha era en realidad una cuadra y que la de la izquierda se destinaba a depósito de aperos, arneses y rejas para el arado.

Al fondo del patio, a unos siete metros del portalón por donde yo había entrado, se abría otra puerta, casi frente por frente a la principal. Allí me esperaba el hombre que yo había visto una hora antes al pie de la higuera. Junto a él, otros tres judíos, todos ellos arropados en sendos ropones de colores llamativos. Tal y como había observado entre muchos de los peregrinos galileos, llevaban una banda de tela arrollada en torno a la cabeza, dejando caer uno de sus extremos sobre la oreja derecha. Tenían todos una barba poblada, pero con el bigote perfectamente rasurado. Lázaro, en cambio, mantenía la cabeza despejada, con un cabello liso y corto y prematuramente encanecido.

Los siervos me invitaron a aproximarme hasta su señor. Al llegar a su altura, poco me faltó para tenderles mi mano. Lázaro y sus acompañantes permanecieron inmóviles, examinándome de pies a cabeza. Fue un momento difícil. Más adelante comprendería que aquella frialdad estaba justificada. Desde su resurrección, los enemigos de Jesús -en especial los fariseos y otros miembros destacados del Gran Sanedrín- venían mostrando una preocupante hostilidad contra el vecino de Betania. Si el Nazareno constituía ya de por sí una amenaza contra los sacerdotes de Jerusalén, Lázaro -con su vuelta a la vida- había revolucionado los ánimos, erigiéndose en prueba de excepción del poder del Maestro. Era lógico, por tanto, que la familia desconfiase de todo y de todos.

Aquella tensa situación se vería aliviada -afortunadamente para mi- en cuanto mis anfitriones se percataron de lo duro de mi acento, que me delataba como extranjero.

-¿Me buscabas? -intervino Lázaro con gesto grave.

-Vengo de tierras extrañas, en busca del leví de Nazaret, de quien cuentan que es hombre sabio y justo. Al desembarcar he sabido que tú eres su amigo. Por eso estoy aquí, en busca de tu comprensión...

Lázaro no respondió. Con un gesto me invitó a seguirle. Y al trasponer aquella segunda puerta me encontré en un espacioso patio porticado, igualmente abierto, pero cuadrangular.

Aquella, sin duda, era la parte principal de la hacienda. Un total de catorce columnas de piedra de poco más de dos metros de altura apuntalaban un segundo piso, todo él construido en ladrillo. La fachada inferior de la casa (la situada bajo el pórtico) había sido levantada con grandes piedras rectangulares. Pude contar hasta siete puertas, todas ellas de sólida madera color ceniza. En el centro del patio había sido excavada una segunda cisterna. De sus cuatro vértices partían otros tantos canalillos de piedra por los que supuse que recogerían las aguas de lluvia. La piscina se hallaba prácticamente llena, con un agua de dudoso colorido. Casi la mitad del patio se hallaba cubierto con un tejadillo de cañizo sobre el que descansaban los vástagos de dos parras traídas por el padre de Lázaro desde la lejana Corinto, en las costas de Grecia. El fruto de esta vid -de una casta muy preciada- tenía la particularidad de dar uvas sin granos.

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