Cada hombre es una raza (12 page)

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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

BOOK: Cada hombre es una raza
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Entonces él disimulaba su inquina. Se quitaba aquel peso metiéndose con los animales. Apedreaba las ramas, intentando darle a los murciélagos.

—¡Malditos animales! ¿No se dan cuenta de que ésta es mi barbería? Este local tiene dueño, es propiedad del maestro Firipe Beruberu.

Y ambos corrían tras los imaginarios enemigos. Acababan tropezando, sin ánimo ya para enfadarse. Y, cansados, esbozaban jadeantes una ligera sonrisa, como si perdonaran al mundo aquella ofensa.

Ocurrió un día. La barbería continuaba su somnolienta tarea y esa mañana, como todas las otras, se sucedían las dulces charlas. Firipe explicaba el letrero que indicaba la tasa extra por dormida.

—Sólo pagan los que se duerman en la silla. Sucede demasiado con ese gordo, Baba Afonso. En cuanto le pongo la toalla empieza a cabecear. A mí no me gusta eso. No soy mujer de nadie para adormecer cabezas. Esto es una barbería seria...

Fue entonces cuando aparecieron dos extraños. Sólo uno entró en la sombra. Era un mulato, casi blanco. Las conversaciones se desvanecieron bajo el peso del miedo. El mulato se dirigió al barbero y ordenó que le mostrase los documentos.

—¿Por qué los documentos? ¿Yo, Firipe Beruberu, soy sospechoso?

Uno de los clientes se acercó a Firipe y le dijo en secreto:

—Firipe, es mejor que obedezca. Este hombre es de la policía secreta, de la
Pide
.

El barbero se inclinó sobre el cajón y sacó la funda con los documentos.

—Aquí están.

El hombre pasó revista a la funda. Después, la estrujó y la arrojó al suelo.

—Falta una cosa en esta funda, barbero.

—¿Cómo que falta algo? Si ya le entregué todos los documentos.

—¿Dónde está la fotografía del extranjero?

—¿Extranjero?

—Sí, ese que usted recibió aquí en la barbería.

Firipe duda primero, después sonríe. Había entendido la confusión y se disponía a explicar:

—Pero, señor agente, eso del extranjero es una historia que inventé, una broma...

El mulato lo empuja y lo hace callar.

—Broma, vamos a ver. Sabemos muy bien que vienen subversivos de Tanzania, de Zambia, de... ¡Terroristas! Debe de ser uno de los que recibiste aquí.

—Pero recibir, ¿cómo? Yo no recibo a nadie, yo no me meto en política.

El agente se pone a inspeccionar el lugar, sin dar oídos. Se para enfrente del letrero y deletrea a la sordina:

—¿No recibes? Entonces, explícame qué es esto: «Cabezada con dormida: 5 escudos más». Explícame qué es eso de la dormida...

—Eso sólo se refiere a algunos clientes que se duermen en la silla.

El policía está cada vez más furioso.

—Dame la foto.

El barbero saca la postal del bolsillo. El policía interrumpe el gesto, arrebatándole la fotografía con tal fuerza que la rompe.

—Así que éste también se durmió en la silla, ¿no?

—Pero él nunca ha estado aquí, se lo juro por Dios, señor agente. Esta foto es del artista de cine. ¿Nunca lo ha visto en las películas esas de los americanos?

—¿Así que americanos? Ya se ve. Debe de ser compañero del otro, del tal Mondlane que vino de América. ¿Así que éste también vino de allá?

—Pero éste no ha venido de ningún lado. Todo esto es mentira, es propaganda.

—¿Propaganda? Entonces tú debes de ser el responsable de la propaganda de la organización...

El agente sacude al barbero por la bata y los botones se caen. Vivito intenta recogerlos pero el mulato le da un puntapié.

—Atrás, cabrón. A ver si tú también vas preso.

El mulato llama al otro agente y le habla al oído. El otro parte por el atajo y regresa, minutos después, trayendo al viejo Jaimão.

—Hemos interrogado a este viejo. El confirma que recibiste aquí a ese americano de la fotografía.

Firipe, con la sonrisa forzada, casi no tiene fuerzas para explicar.

—¿Ve, señor agente? Otra confusión. Yo le pagué a Jaimáo para que actuase como testigo de mi mentira. Jaimão se puso de acuerdo conmigo.

—De acuerdo, vaya.

—Eh, Jaimáo, díselo: ¿no fue eso lo que acordamos?

El pobre viejo, sin entender, se movía dentro de su chaqueta andrajosa.

—Sí, realmente yo vi a ese hombre. Estuvo aquí, en esta silla.

El agente empujó al viejo, atando sus brazos a los del barbero. Miró alrededor, con unos ojos de buitre flaco. Enfrentaba a la pequeña multitud que asistía a todo silenciosamente. Le dio una patada a la silla, rompió el espejo, rasgó el cartel. Fue entonces cuando Vivito intervino, gritando. El lisiado agarró el brazo del mulato pero pronto perdió el equilibrio y cayó de rodillas.

—¿Y éste quién es? ¿Qué idioma habla? ¿También es extranjero?

—Este muchacho es mi ayudante.

—¿Ayudante? Entonces también queda detenido. Listo, ¡vámonos! Tú, el viejo y este pelele bailarín, todos andando delante de mí.

—Pero Vivito...

—Cállate, barbero, no hay más que hablar. Te vas a encontrar en la cárcel, con un barbero especial para que os corte el pelo, a ti y a tus amiguitos.

Y ante el asombro del bazar entero, Firipe Beruberu, vestido con su bata inmaculada, tijeras y peine en el bolsillo izquierdo, siguió el último camino por la arena de Maquinino. Atrás, con su antigua dignidad, el viejo Jaimão. Lo seguía Vivito con su paso tambaleante. Cerrando el cortejo venían los dos agentes, envanecidos por su cacería. Se acallaron entonces las pequeñas discusiones del cuánto cuesta y el mercado se sumió en la más profunda melancolía.

A la semana siguiente, vinieron dos cipayos. Arrancaron el letrero de la barbería. Pero al observar el local, se sorprendieron: nadie había tocado nada. Enseres, toallas, la radio y hasta la caja con el dinero menudo seguían como los habían dejado, a la espera del regreso de Firipe Beruberu, maestro de los barberos de Maquinino.

Los mástiles del Más Allá

Sólo queremos un mundo nuevo:

que tenga todo de nuevo y nada de mundo.

La lluvia es carcelera porque recluye a la gente. Prisioneros de ella estaban Constante Bene y sus hijos, encerrados en la cabaña. Nunca se había visto agua tan copiosa: el paisaje llevaba diecisiete días goteando. El agua lastimaba a la tierra, que apenas sabía nadar. Sobre el tejado de zinc, se estrellaban gruesas gotas, embarazadas de cielo. En la cuesta del monte, sólo persistían los árboles, sin interrumpirse nunca.

Sentado en un rincón de la vieja cabaña, Constante Bene pesaba el tamaño del tiempo. Desde el principio, era guardés de la propiedad del colono, el
xikaka
Tavares. Habitaba entre naranjos, en un lugar a punto de huir de la tierra. Allí, en la cima de la montaña, el suelo se comportaba, recto y bueno.

—Aquí sólo las naranjas tienen sed.

Sed de pájaros, mejor diría Constante. Pero él simplificaba la vida. A sus dos hijos, Chiquiña y João Susodicho, les enseñaba los infinitos modos del sosiego. Sus niños recibían cuidados, pues eran huérfanos. Ellos solos se encargaban de los asuntos de la casa.

Chiquiña era superior en edad, con su cuerpo avanzado. Ya los pechos protestaban contra el apretón de la blusa. Su padre miraba con dificultad su crecimiento. Cuanto más ella se parecía a la difunta, más se aguzaba la tristeza de Constante por el recuerdo.

El otro hijo, João Susodicho, se mantenía pequeño, ajeno al tiempo. A todos les extrañaba su nombre. ¿Susodicho? Pero ese nombre sucedió sin orden de la voluntad. Había llevado al niño a la ciudad para registrarlo. En la dependencia oficial se presentó con intención civilizada:

—Quiero registrar a este niño.

Y el funcionario, en una lenta aptitud:

—¿Trajo al susodicho?

—No, señor, únicamente traje a mi hijo.

—Pues eso mismo: el susodicho. Pensó Constante Bene que se le estaba añadiendo otro nombre al niño. Y así se llamó el pequeño, nacido de la muerte de su madre. En el curso del tiempo, él fue entrando al mundo guiado por una sola mano, en la mitad desigual de ser huérfano.

El guardés miraba las partes cimeras del mundo, los hombros de la tierra, inmóviles como los siglos. Mientras tanto, pensaba: el mundo es grande, más completo que una cosa llena. El hombre se cree muy enorme, casi tocando los cielos. Pero llegue a donde llegue depende de su tamaño es un préstamo; su altura está en deuda con la altitud.

¿Por qué las gentes no se conforman con ser como son? ¿Por qué se enfrentan a la arrogancia de vencer siempre? Constante Bene temía las sanciones posibles por querer más. Por eso, les prohibía a sus hijos atisbar más allá de la montaña.

—Nunca, ni por asomo.

Lo dicho se mezclaba con lo entredicho. Se contaban muchas leyendas sobre la otra ladera del monte. Parece que los colonos nunca habían pisado ese otro lugar. ¿Quizá la tierra perduraba allá con sus colores primigenios, con su perfume de antaño? ¿Quizá aquellos parajes eran propensos sólo a la felicidad?

A ese lugar Bene lo llamaba Más Allá. Muchas veces, en el cansancio de la noche, rondaban por la cabaña sus llamamientos secretos. El guardés tenía tales sueños que ni a sí mismo confiaba su relato.

Una madrugada, se armó de valor, salió con rumbo a las escarpas. Subió los peñascos, llegó a la cumbre. Sintió remordimientos: se estaba traicionando. Se disculpó:

—Hoy es hoy.

Entonces, contempló la vertiente prohibida. Una niebla algodonaba el claro de luna, se esparcía como un velo que envolviese la desnudez de una mujer. La neblina era tanta que la tierra debía prescindir de la lluvia. Se dejó estar ahí, sentado. Hasta que un búho le trajo el aviso. Aquella belleza era como el fuego: lejos no se veía, cerca quemaba. Y volvió a la cabaña.

Ahora, en el decimoséptimo día de lluvias, Bene sentía el suspiro de la tarde. La luz estaba ya cansada de subir cuando los follajes captaron la señal. La pipa del viejo quedó en suspenso, vagó el instante.

Fue cuando vieron al mulato. Venía de lejos, de la ultratierra. Caminaba bajo la lluvia con la cabeza gacha. Llevaba una bolsa sobre la espalda. Pasó por la cabaña, ajeno a la curiosidad de los tres. João Susodicho salió al camino y lo observó. Confirmó que el mulato escalaba las alturas, desapareciendo entre las rocas más elevadas.

¿Qué hombre sería ése, de dónde habría venido? Incluso callados, los tres se preguntaban. Pena de amor, aventuraba Chiquiña. Un cazador de leopardos, suponía João.

—Ese hombre no es de confianza —sentenció el padre.

Los niños defendieron al intruso, alegando su inocencia. Necesitaban de alguien para que algo sucediera, un susto en aquel mundo tan sin fiebre. Pero Bene repetía:

—Ese hombre es un fugitivo. Si no lo fuera, se habría detenido aquí para recibir hospitalidad.

Y avanzó la amenaza: le correspondía saber la versión del aparecido. Al fin y al cabo, ése era su oficio. Los hijos repusieron que ese mestizo no merecía tantas sospechas de golpe.

—Pues yo desconfío mucho de él. Es un mulato. Ustedes no conocen las mañas de esa gente.

—Pero ese hombre siguió su camino, ni siquiera entró en la plantación.

El padre consideró que tal vez João tenía razón. El extraño parecía destinado a subir, allá donde los hombres no escriben huellas.

—Tienes razón, hijo. Pero que no se acerque.

Después de las lluvias, los hijos salieron a buscar al extranjero. Registraron los lugares, entre las piedras de la cumbre. Lo encontraron en la última altura, en la boca de una gruta. Miraron como sin querer: el mulato ya había descubierto el sitio donde morar. Parecía que tenía hambre de habitar la tierra en medio de ese olor todo verde. Vivía cerca del suelo, rastrero como ciertos animalitos. Sólo una hoguera y una manta aliviaban su cansancio. João y Chiquiña observaban de lejos, sin valor para presentarse.

En casa, su padre reprochaba esas intromisiones:

—No vayan mucho para allá. Yo siempre les aconsejo: la lumbre se enciende al ser soplada.

Pero, en el fondo, a Constante le gustaba estar al tanto de las novedades. Inquiría sobre las cosas que veían. Los hijos devolvían palabras sueltas, pedazos de una foto rasgada. Después, el padre insistía: que no fueran mucho allá, tal vez era un loco peligroso. Sobre todo, era un mulato. Y declaraba: un mestizo no es ni sí ni no. Es un tal vez. Blanco si le conviene. Negro si le interesa. Y además, ¿cómo olvidar la vergüenza que ellos traen de su madre? Chiquiña intercedía: no serían todos así. Habría, ciertamente, tanto buenos como malos.

—Son ustedes los que no saben. No van allá y se acabó.

Por un tiempo, los hijos obedecieron. La muchacha, no tanto. Muchas veces volvía a subir fingiendo que iba a buscar leña. El viejo padre, al ver cuánto tardaba, sospechaba la desobediencia. Pero se quedaba callado, en espera del destino.

Una noche, cuando el candil ya se consumía, Chiquiña fue sorprendida al entrar. Su padre:

—¿Dónde has estado?

—Fui allá, padre. No puedo mentir.

Constante Bene rumió la ofensa, meditó el castigo. Pero esta hija ya tiene el cuerpo de la difunta, pensó. Y se ablandó:

—Sabes, Chiquiña: quien prohibe la miel es la propia abeja. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Ella asintió con la cabeza. Hubo una lenta espera. Bene sopló la llama, invitando a la oscuridad. Invisibles, los dos se miraban mejor. Su padre, entonces, le preguntó:

—¿El dijo algo?

—Sí.

—¿Sí? ¿Y qué te dijo ese mestizo?

Chiquiña se quedó como si nada hubiera oído. Su padre aguardaba en la esquina de la curiosidad. Pero no se puede tardar en responder a un hombre viejo, por el debido respeto.

—¿Qué pasa, hija? ¿No me has oído?

—Es que no recuerdo lo que dijo ese hombre.

El padre se calló. Movió la silla para poder levantarse. Cerraba la ventana cuando, de nuevo, indagó:

—¿Has llegado a saber si existen otros lugares en el mundo?

—Parece que sí.

El viejo sacudió los hombros, no dando crédito. Dio una vuelta en la sala, tropezándose con ruido. La hija quiso saber por qué no encendía la lamparilla.

—Para mí ya ha llegado la noche.

Chiquiña se acomodó el pareo en el arco de los hombros. Después se sentó y se dejó estar. Se durmieron. Pero lo hicieron con el alma descubierta, lo que atrae malos sueños.

En aquella pesadilla, el guardés sintió que estaba en el postrer instante. Y así vio que el mulato era un
mussodja

y caminaba por el huerto de árboles frutales con su uniforme de guerrillero. Pero, con asombro, tocaba las naranjas y éstas se encendían, con llamas redondas. El naranjal parecía una plantación de candiles. Sobre el susurro de los follajes, se oían cantos:

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