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Authors: Ally Condie

Tags: #Infantil y juvenil, #Romántico

Caminos cruzados (16 page)

BOOK: Caminos cruzados
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Es el chico. El que escapó con nosotras y eligió este cañón.

Está encogido en el suelo. Tiene los ojos cerrados. Una fina capa de polvo levantado por el viento le recubre la piel, el pelo y la ropa. Tiene las manos manchadas de sangre y también lo está el lugar de la pared que ha arañado en vano. Esta sangre seca, estos cristales de tierra arenisca, me hacen pensar en el azúcar y las bayas rojas de la tarta de mi abuelo y me entran ganas de vomitar.

Vuelvo a abrir los ojos y miro al chico. ¿Puedo hacer algo por él? Me acerco y veo que tiene los labios manchados de azul. Como carezco de formación médica, apenas sé nada de cómo ayudar a los demás. El chico no respira. Le toco el punto de la muñeca donde he aprendido que se puede tomar el pulso, pero no lo encuentro.

—¡Cassia! —susurra alguien, y me vuelvo con rapidez.

Es Indie. Respiro aliviada.

—Es el chico —digo.

Ella se agacha junto a mí.

—Está muerto —afirma. Le mira las manos—. ¿Qué hacía?

—Creo que intentaba entrar —respondo, y señalo la pared—. Quieren que parezca roca, pero creo que es una puerta. —Indie se acerca y las dos miramos la roca ensangrentada y las manos del chico—. No ha podido entrar —añado—. Y luego se ha tomado la pastilla azul, pero ya era demasiado tarde.

Ella me lanza una mirada inquisitiva, nerviosa.

—Tenemos que salir de este cañón —afirmo—. La Sociedad está aquí. Lo noto.

Indie se queda callada.

—Tienes razón —dice al cabo de un momento—. Deberíamos volver al otro cañón. Al menos, tenía agua.

—¿Crees que tendremos que cruzar por el mismo sitio por el que subimos? —pregunto mientras tiemblo de forma involuntaria al pensar en todos los cadáveres que hay arriba.

—Podemos cruzar por aquí —dice—. Ahora tenemos una cuerda. —Señala las raíces de los árboles que se aferran al borde del cañón y crecen donde ningún árbol debería poder hacerlo—. Ganaremos tiempo.

Abre su mochila y mete la mano. Mientras la observo, saca la cuerda y se la echa al hombro. Después, con mucho cuidado, recoloca algo que se ha quedado dentro.

«El panal», pienso.

—Sigue bien —digo.

—¿Él qué? —pregunta, alarmada.

—Tu panal —repito—. No se ha roto.

Ella asiente, con expresión recelosa. Debo de haber dicho algo desafortunado, pero no sé qué puede ser. De pronto, parece haberme invadido un profundo cansancio y tengo unas ganas extrañísimas de ovillarme como el chico y tumbarme a descansar en el suelo.

Cuando llegamos arriba, no miramos hacia el lugar en el que yacen los cadáveres. De todos modos, estamos demasiado lejos para ver nada.

No hablo. Indie tampoco. Atravesamos deprisa, expuestas al frío viento y al cielo. Correr me espabila y me recuerda que sigo viva, que aún no puedo echarme a descansar, por mucho que lo desee.

Parece que Indie y yo seamos las dos únicas personas vivas de las provincias exteriores.

Indie ata la cuerda al otro lado.

—Vamos —dice, y volvemos a descender al primer cañón, donde hemos comenzado.

Aunque no hayamos encontrado ningún rastro de Ky, al menos tenemos agua y no hemos visto señal alguna de la Sociedad. De momento.

La esperanza tiene aspecto de huella de bota, de media huella en el lugar donde alguien se ha vuelto descuidado y ha pisado barro blando que se ha endurecido demasiado para ser arrastrado por los vientos de la noche y la mañana.

Trato de no pensar en otros rastros que he visto en estos cañones, restos fósiles de épocas tan antiguas que no queda nada aparte de huellas o huesos de lo que fue, de lo que ya no vive. Esta señal es reciente. Tengo que creer eso. Tengo que creer que aquí hay alguien más vivo. Y tengo que creer que podría ser Ky.

Capítulo 17

Ky

Salimos de la Talla. Hemos dejado atrás los cañones y el caserío de los labradores, y por debajo de nosotros se extiende una ancha llanura tapizada de hierba marrón y dorada. La cruza un río bordeado de árboles y, a lo lejos, hay montañas azules con nieve en sus cúspides. Nieve que no se derrite.

Es mucho camino que recorrer en cualquier estación del año y sobre todo ahora que ya llega el invierno. Sé que tenemos pocas posibilidades, pero aun así me alegro de haber llegado hasta aquí.

—Está lejísimos —dice Eli junto a mí, con voz temblorosa.

—Puede que no esté tan lejos como parece en el mapa —aventuro.

—Vayamos hasta ese primer grupo de árboles —sugiere Vick.

—¿No hay peligro? —pregunta Eli mientras mira el cielo.

—Si tenemos cuidado, no —responde Vick, que ya se ha puesto a andar y no aparta los ojos del río—. Este río es distinto al del cañón. Seguro que los peces son más grandes.

Alcanzamos el primer grupo de árboles.

—¿Sabes pescar? —me pregunta Vick.

—No —respondo. Ni siquiera estoy familiarizado con el agua. No había mucha cerca de nuestro pueblo aparte de la canalizada por la Sociedad. Y los ríos de los cañones no son anchos y tranquilos como este. Son menos caudalosos, más turbulentos—. ¿No han muerto ya todos los peces? ¿No está demasiado fría el agua?

—El agua que corre rara vez se hiela —explica Vick. Se agacha y contempla el río, donde hay peces moviéndose—. Podríamos pescarlos —dice, entusiasmado—. Seguro que son truchas. Saben muy bien.

Yo ya estoy agachado a su lado, tratando también de pensar en un modo de pescarlas.

—¿Cómo lo hacemos?

—Aún no han terminado de desovar —explica—. Están aletargadas. Podemos meter la mano y cogerlas si nos acercamos lo suficiente. No tiene mucha ciencia —dice, con pesar—. En mi tierra nunca lo habríamos hecho así. Pero allí teníamos hilo de pescar.

—¿De dónde eres? —pregunto.

Vick me mira mientras se lo piensa, pero parece decidir que, ahora que ya conoce mi procedencia, también puede revelarme la suya.

—Soy de la provincia de Camas —responde—. Deberías verla. Las montañas son más altas que esas de ahí. —Señala el final de la llanura—. Los ríos están llenos de peces. —Se queda callado. Vuelve a mirar el agua, en cuyo fondo hay truchas moviéndose.

Eli sigue agazapado para no llamar la atención, como yo le he dicho que debe hacer. Aun así, no me gusta lo expuesta que queda esta llanura bajo el cielo, entre la Talla y las montañas.

—Busca un rápido —le dice Vick—. Es una parte del río donde cubre menos y hay más corriente. Como aquí. Y luego haz esto.

Se agacha al borde del río, despacio y sin hacer ruido. Espera. Luego, mete la mano en el agua, por detrás de una trucha, y mueve poco a poco los dedos contracorriente hasta tenerlos debajo del pez. Entonces, con rapidez, lo arroja fuera del agua. La lustrosa trucha cae pesadamente en la orilla y se pone a boquear.

Todos la vemos morir.

Esa noche, regresamos a la Talla, donde podemos disimular el humo de una fogata. La enciendo con un pedernal y reservo las cerillas de los labradores para otra ocasión. Es la primera hoguera que encendemos y a Eli le encanta que el fuego le lama las manos. No es lo mismo que llueva fuego que poder calentarse con él.

—No te acerques demasiado —le advierto. Él asiente.

Las llamas danzan en las paredes del cañón y nos devuelven los colores del crepúsculo. Fuego naranja. Piedra naranja.

Asamos las truchas en las ascuas para que se conserven mejor durante el trayecto por la llanura. Observo el humo y espero que se disipe antes de rebasar las paredes del cañón.

Vick explica que las truchas tardarán horas en estar listas porque necesitamos que se evapore toda el agua que contienen. Pero ahumadas duran más tiempo y vamos a necesitar el alimento. Hemos sopesado la probabilidad de que la persona del caserío nos haya seguido frente a la probabilidad de necesitar más víveres para atravesar la llanura, y la comida ha ganado. Ahora que hemos visto cuánto terreno tenemos que recorrer, nos ha entrado hambre a todos.

—Hay unas truchas que se llaman arcoíris —dice Vick, pensativo—. Casi todas murieron hace mucho tiempo durante el Calentamiento, pero yo pesqué una en Camas.

—¿Sabía tan bien como estas? —pregunta Eli.

—Sí, claro —responde.

—La devolviste al río, ¿verdad? —pregunto.

Vick sonríe.

—No soportaba la idea de comérmela —dice—. Era la primera que veía. Pensé que podía ser la última de su especie.

Me acuclillo. Tengo el estómago lleno y me siento libre, lejos de la Sociedad y también del caserío. No está todo envenenado. El agua que corre rara vez se hiela. Es bueno saber esas dos cosas.

Por primera vez desde la Loma, me siento feliz. Pienso que, finalmente, quizá exista una posibilidad de que pueda reunirme con ella.

—¿Tus padres eran militares antes de que los reclasificaran? —pregunta Vick.

Me río. ¿Mi padre, militar? ¿O mi madre? Por distintos motivos, la sugerencia es absurda.

—No —respondo—. ¿Por qué?

—Sabes trucar armas —dice—. Y conocías los cables de los abrigos. He pensado que a lo mejor te habían enseñado ellos.

—Me enseñó mi padre, sí —explico—, pero no era militar.

—¿Lo aprendió de los labradores? ¿O en el Alzamiento?

—No —respondo—. Parte de lo que sabía se lo enseñó la Sociedad para su trabajo. Pero lo aprendió casi todo solo. ¿Qué hay de tus padres?

—Mi padre es militar —responde, y para mí no es ninguna sorpresa. Encaja: su actitud, sus dotes de mando, su comentario de que los abrigos parecían de uso militar, el hecho de que haya vivido en una base del ejército. ¿Qué pudo suceder para causar la reclasificación de alguien tan bien considerado: un miembro de una familia de militares?

—Mi familia ha muerto —dice Eli, cuando queda claro que Vick no va a decir nada más.

Aunque lo imaginaba, detesto oírselo decir.

—¿Cómo? —pregunta Vick.

—Mis padres se pusieron enfermos. Murieron en un centro médico en Central. Y después me trasladaron. Si hubiera sido un ciudadano, podrían haberme adoptado. Pero no lo era. Que yo recuerde, soy aberrante desde siempre.

¿Sus padres enfermaron? ¿Y murieron? Eso no tendría que pasarles, y que yo sepa no lo hace, a personas tan jóvenes como debían de ser los padres de Eli, aunque fueran aberrantes. Morir de una forma tan prematura no ocurre a menos que uno viva en las provincias exteriores. Y sobre todo no sucede en Central. Suponía que habrían muerto como Eli estaba destinado a hacerlo, en algún pueblo de las provincias exteriores.

Pero Vick no parece sorprendido. No sé si lo hace por consideración a Eli o porque no es la primera vez que oye algo parecido.

—Eli, lo siento —digo.

Yo tuve suerte. Si el hijo de Patrick y Aida no hubiera muerto y Patrick no hubiera insistido tanto, jamás me habrían trasladado a Oria. Quizá estaría muerto en este momento.

—Yo también lo siento —añade Vick.

Eli no responde. Se acerca más a la fogata y cierra los ojos como si hablar lo hubiera dejado exhausto.

—No quiero seguir hablando de eso —dice en voz baja—. Solo quería que lo supierais.

Después de un breve silencio, cambio de tema.

—Eli —pregunto—, ¿qué cogiste de la biblioteca de los labradores?

Él abre los ojos y arrastra su mochila por el suelo para acercarla.

—Pesan, así que no he podido traer muchos —responde—. Solo dos. Pero mirad. Son libros. Con palabras y dibujos. —Abre uno para enseñárnoslo. Una inmensa criatura alada con el lomo de muchos colores sobrevuela una enorme casa de piedra.

—Creo que mi padre me habló de uno de estos libros —digo—. Los cuentos eran para niños. Podían mirar los dibujos mientras sus padres les leían las palabras. Luego, cuando se hacían mayores, podían leerlos ellos.

—Tienen que valer algo —afirma Vick.

En mi opinión, va a ser difícil intercambiarlos. Los cuentos se pueden copiar, pero los dibujos no. Aunque, cuando los cogió, Eli no tenía eso en mente.

Nos quedamos junto a las ascuas, leyendo los cuentos por encima del hombro de Eli. Hay palabras que desconocemos, pero deducimos el significado a partir de las ilustraciones.

Eli bosteza y cierra los libros.

—Podemos volver a mirarlos mañana —dice, en tono resoluto, y yo sonrío mientras los guarda en su mochila. Su verdadero mensaje parece ser: «Los he traído yo y yo decidiré cuándo los veis».

Cojo un palo del suelo y me pongo a escribir el nombre de Cassia en la tierra. La respiración de Eli se torna más lenta cuando se queda dormido.

—Yo también amé a una persona —dice Vick uno minutos después—. En Camas. —Se aclara la garganta.

La historia de Vick. No pensaba que me la fuera a contar nunca. Pero la fogata de esta noche tiene algo especial que nos incita a hablar. Aguardo un momento para asegurarme de hacer la pregunta apropiada. Un ascua llamea y se apaga.

—¿Cómo se llamaba? —pregunto.

Un silencio.

—Laney —responde—. Trabajaba en la base donde vivíamos. Ella me habló del Piloto. —Se aclara la garganta antes de seguir—. Yo ya conocía la historia, por supuesto. Y, en la base, la gente se preguntaba si el Piloto no sería uno de los militares. Pero, para Laney y su familia, era distinto. Cuando hablaban del Piloto, significaba más para ellos.

Mira el suelo, donde he escrito el nombre de Cassia varias veces.

—Ojalá supiera escribir —continúa—. En Camas, solo teníamos calígrafos y terminales.

—Puedo enseñarte.

—Hazlo tú —dice—. En esto. —Me arroja un trozo de madera. Madera de álamo de Virginia, probablemente de los árboles que había donde hemos pescado. Comienzo a escribir con mi afilado trozo de ágata, sin mirarlo. Cerca de nosotros, Eli sigue durmiendo.

—Ella también pescaba —explica Vick—. La conocí en el río. Ella... —Se queda callado—. Mi padre se puso hecho una furia cuando se enteró. Ya lo había visto enfadado otras veces. Sabía lo que pasaría, pero seguí adelante.

—Las personas se enamoran —observo, con la voz ronca—. Es inevitable.

—No anómalos y ciudadanos —dice—. Y la mayoría de las personas no formalizan su contrato matrimonial.

Respiro hondo. ¿Laney era una anómala? ¿Formalizaron su contrato matrimonial?

—La Sociedad lo prohíbe —prosigue Vick—. Pero, cuando llegó la hora, decidí no emparejarme. Y pregunté a sus padres si podía casarme con ella. Dijeron que sí. Los anómalos tienen su propia ceremonia. Nadie la reconoce aparte de ellos.

—No lo sabía —digo, y aprieto más en la madera con mi trozo de ágata.

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