Si habrá conseguido conservar mi recuerdo.
Saco otra clase de papel y lo despliego con cuidado encima de la litera. Llevaba pegado un pétalo de neorrosa que tiene su mismo tacto y también ha amarilleado por los bordes.
La chica que ocupa la litera contigua a la mía se da cuenta de lo que hago, de modo que bajo a la litera inferior. Mis compañeras se reúnen alrededor de mí, como hacen siempre que saco esta hoja. No puedo meterme en un lío por guardar esto: de hecho, no es nada ilegal ni de contrabando. Se imprimió en un terminal reglamentario. Pero aquí no podemos imprimir nada aparte de mensajes. Por eso ha adquirido tanto valor este retazo de arte.
—Seguramente, ya no podremos mirarlo más —advierto—. Está casi deshecho.
—No se me ocurrió traerme ninguno de los Cien Cuadros —se lamenta Lin mientras lo mira.
—Ni a mí —digo—. Me lo regalaron.
Lo hizo Xander, en el distrito, el día que nos dijimos adiós. Es el cuadro número diecinueve de los Cien Cuadros,
Abismo del Colorado
de Thomas Moran, sobre el que hice una disertación en clase. Entonces dije que era mi cuadro preferido y, después de tantos años, Xander aún debía de recordarlo. El cuadro me asustaba y me emocionaba de una forma difícil de precisar por la espectacularidad de su cielo, la belleza de su abrupto paisaje, su abundancia de cumbres y abismos. La inmensidad de un lugar como aquel me daba miedo, pero, al mismo tiempo, lamentaba que no fuera a verlo jamás: árboles verdes aferrados a rocas rojas, nubes azules y grises detenidas en su avance, un estallido de tonalidades doradas y oscuras.
Me pregunto si mi voz dejó traslucir parte de aquel anhelo cuando hablé del cuadro. Si Xander se dio cuenta y se acordaba. Xander sigue jugando sus cartas de un modo sutil. Este cuadro es una de sus bazas. Ahora, cuando veo el cuadro o toco uno de los pétalos de neorrosa, recuerdo lo próximo que lo sentía y cuánto sabía de mí y lamento haber tenido que renunciar a él.
No me he equivocado al decir que esta podía ser la última vez que mirábamos el cuadro. Cuando lo recojo, se deshace. Todas suspiramos, a la vez, y nuestras exhalaciones conjuntas crean una corriente de aire que levanta los fragmentos.
—Podríamos ir a ver el cuadro en el terminal —sugiero. El único terminal del campo zumba en la sala principal, grande y vigilante.
—No —dice Indie—. Es demasiado tarde.
Es cierto; no podemos salir de la cabaña después de cenar.
—Pues mañana, durante el desayuno —propongo.
Indie hace un gesto desdeñoso y vuelve la cara. Tiene razón. No sé por qué, pero no es lo mismo. Al principio, pensé que tener el cuadro era lo que lo hacía especial, pero ni tan siquiera es eso. Es mirar algo sin que nadie nos vigile, sin que nadie nos diga cómo hacerlo. Eso es lo que nos ha dado el cuadro.
No sé por qué no llevé nunca cuadros o poemas encima antes de venir aquí. Todo aquel papel de los terminales, todo aquel lujo. Tantas obras de arte meticulosamente seleccionadas y, aun así, no las mirábamos lo suficiente. ¿Cómo es posible que no me diera cuenta de que la vegetación próxima al cañón era tan nueva que casi se palpaba la lisura de las hojas, su viscosidad, como alas de mariposa al abrirse por vez primera?
De un manotazo, Indie tira los pedazos al suelo. Ni siquiera ha mirado. Así es como sé que le duele perder el cuadro, porque sabía exactamente dónde estaban sus fragmentos.
Los llevo al incinerador con lágrimas en los ojos.
«No pasa nada —me digo—. Te quedan otras cosas, palpables, escondidas debajo de los mensajes y los pétalos. El pastillero. La caja plateada del banquete de emparejamiento.»
«La brújula de Ky y las pastillas azules de Xander.»
No suelo llevar la brújula ni las pastillas en la bolsa. Son demasiado valiosas. No sé si los militares registran mis cosas, pero estoy segura de que mis compañeras lo hacen.
Así pues, el día que llego a un campo, saco la brújula y las pastillas azules, las entierro bien hondo y vuelvo a buscarlas más adelante. Aparte de ser ilegales, ambas son valiosos regalos: la brújula, dorada y reluciente, me indica en qué dirección necesito ir. Y la Sociedad siempre nos has dicho que, tomada con agua, la pastilla azul mantiene a una persona con vida durante uno o dos días. Xander robó varias para mí; yo podría vivir mucho tiempo. Juntos, los regalos son la combinación ideal para sobrevivir.
Ojalá pudiera ir a las provincias exteriores para utilizarlos.
En noches como la de hoy, la noche previa a un traslado, tengo que regresar al lugar donde las he enterrado y esperar que la memoria no me falle. Esta noche he sido la última en entrar, con las manos manchadas de una tierra oscura que pertenece a una parte distinta del sembrado. Por eso me las he lavado enseguida, y espero que Indie no lo haya visto con sus ojos de lince mientras estaba detrás de mí. También espero que no caiga ningún resto de tierra de la bolsa y que nadie oiga el repique, tan bello como una promesa, cuando la caja plateada y la brújula chocan entre sí y con el pastillero.
En estos campos trato de ocultar mi condición de ciudadana al resto de las trabajadoras. Aunque la Sociedad suele mantener nuestro estatus en secreto, he oído conversaciones entre algunas de las chicas sobre tener que entregar sus pastilleros. Lo cual significa que, por algún motivo, sea por sus propios errores o por los de sus padres, algunas han perdido su ciudadanía. Son aberrantes, como Ky.
Solo hay una categoría inferior a los aberrantes: los anómalos. Pero ya no se oye hablar de ellos casi nunca. Parece que se hayan esfumado. Y ahora creo que, cuando los anómalos desaparecieron, los aberrantes ocuparon su lugar, al menos en la mente colectiva de la Sociedad.
En Oria, nadie hablaba de las reglas de reclasificación y, durante un tiempo, temí poder provocar la reclasificación de mi familia. Pero ahora he deducido las reglas a partir de la historia de Ky y escuchando las conversaciones de mis compañeras sin que ellas se enteren.
Las reglas dictan que si un progenitor es reclasificado, también lo es toda la familia.
Pero si uno de los hijos es reclasificado, la familia no lo es. El hijo es el único que carga con el peso de la infracción.
A Ky lo reclasificaron por su padre. Y después lo trasladaron a Oria cuando murió el primer hijo de los Markham. Ahora veo lo excepcional que fue su situación, que solo pudo salir de las provincias exteriores porque otra persona murió y que Patrick y Aida podrían haber sido incluso más influyentes de lo que ninguno de nosotros imaginaba. ¿Qué habrá sido de ellos? Se me hiela la sangre cuando lo pienso.
Pero me recuerdo que huir para encontrar a Ky no destruirá a mi familia. Puede provocar mi reclasificación, pero no la suya.
Me aferro a eso: a la idea de que mi familia no va a correr peligro, ni tampoco Xander, vaya donde yo vaya.
—Mensajes —dice la militar al entrar en la cabaña. Es la que tiene la voz aguda y la mirada amable. Asiente y comienza a leer los nombres—. Mira Waring.
Mira da un paso al frente. Todas la observamos y contamos. Ha recibido tres mensajes, como de costumbre. La militar imprime y lee las hojas antes de entregárnoslas para que no tengamos que hacer cola delante del terminal.
No hay nada para Indie.
Y solo hay un mensaje para mí, uno conjunto de mis padres y Bram. Nada de Xander. Es la primera vez que se salta una semana.
«¿Qué ha pasado?» Estrujo mi bolsa y oigo cómo se arrugan los papeles que contiene.
—Cassia —dice la militar—. Por favor, acompáñame a la sala principal. Tenemos una comunicación para ti.
Mis compañeras me miran con cara de sorpresa.
Me estremezco de la cabeza a los pies. Sé quién debe de ser. Mi funcionaria en el terminal, para controlarme.
Veo su rostro con claridad, todas sus gélidas facciones.
No quiero ir.
—Cassia —repite la militar.
Me vuelvo para mirar a mis compañeras y la cabaña, que de golpe me parece cálida y acogedora, antes de ponerme de pie y seguirla. Ella entra en la sala principal y me acompaña hasta el terminal. Oigo su zumbido desde que cruzo la puerta.
Mantengo la mirada baja un momento antes de dirigirla al terminal. Compón la cara, las manos, los ojos. Míralos de forma que no puedan ver dentro de ti.
—Cassia —dice otra persona, una voz que conozco.
Alzo la vista y no doy crédito a mis ojos.
«Está aquí.»
La pantalla del terminal está en blanco y lo tengo delante de mí, en carne y hueso.
«Está aquí.»
Sano y salvo.
«Aquí.»
No viene solo (lo acompaña un funcionario), pero, aun así, está...
«Aquí.»
Me llevo las manos enrojecidas y cartografiadas a los ojos porque la emoción casi me hiere la vista.
—Xander —digo.
Ky
Ya hace un mes y medio que dejamos aquel chico en el agua. Ahora estoy escondido en un hoyo mientras el cielo escupe fuego.
«Es una canción», me digo, como hago siempre. El bajo de la artillería pesada, el soprano de los gritos, el tenor de mi miedo. Todo es parte de la música.
«No trates de huir.» También se lo he dicho a los demás, pero los señuelos nuevos nunca me hacen caso. Aún se creen lo que la Sociedad les ha explicado de camino aquí. «Cumplid vuestra condena en los pueblos y en seis meses volveréis a estar en casa. Volveréis a ser ciudadanos.»
Nadie dura seis meses.
Cuando salga de este hoyo, habrá edificios calcinados y salvia reducida a cenizas. Cadáveres quemados diseminados por la anaranjada tierra arenisca.
La canción se interrumpe y suelto una palabrota. Las aeronaves se marchan. Sé adónde se dirigen.
Esta madrugada, he oído pisadas de botas en la escarcha. No me he dado la vuelta para ver quién me había seguido hasta las afueras del pueblo.
—¿Qué haces? —me ha preguntado. No he reconocido la voz, pero eso no significa nada.
El campo no deja de mandarnos señuelos nuevos. Últimamente, cada vez morimos más deprisa en los pueblos.
Incluso antes de que me obligaran a subir a aquel tren en Oria, sabía que la Sociedad jamás nos destinaría al combate. Ya tiene abundante tecnología y numerosos militares adiestrados para ese fin. Personas que no son ni aberrantes ni anómalos.
Lo que la Sociedad necesita, lo que nosotros somos para ella, son cuerpos. Señuelos. Nos traslada. Nos coloca donde quiera que haga falta más gente para distraer al enemigo. Quiere hacerle creer que las provincias exteriores aún están habitadas y son viables, aunque las únicas personas que he visto aquí sean señuelos como nosotros, depositados por aeronaves con lo justo para seguir con vida hasta ser derribados por el enemigo.
Nadie regresa a casa.
Salvo yo. Yo he regresado a casa. Las provincias exteriores son mi tierra natal.
—La nieve —he dicho al señuelo nuevo—. Miro la nieve.
—Aquí no nieva —se ha mofado.
No he respondido. He seguido mirando la meseta más próxima. Es un espectáculo digno de ver, nieve blanca sobre rocas rojas. Mientras se derrite, se torna cristalina y se inunda de arcoíris. No es la primera vez que veo nieve en una meseta. Es hermoso, su modo de tapizar las plantas muertas en invierno.
Detrás de mí, he oído que el chico daba media vuelta y corría al campo.
—¡Mirad esa meseta! —ha exclamado, y los otros señuelos se han despertado y han reaccionado con el mismo entusiasmo.
—¡Subimos a coger la nieve, Ky! —me ha gritado uno al cabo de un momento—. Ven con nosotros.
—No lo conseguiréis —he dicho—. Ya estará derretida.
Pero nadie me ha hecho caso. Los funcionarios aún nos hacen pasar sed, y la poca agua que nos dan sabe a cantimplora. El río más próximo está envenenado y no llueve a menudo.
Un trago de agua limpia y fría. Comprendo por qué querían ir.
—¿Estás seguro? —me ha preguntado uno, y he vuelto a asentir.
—¡¿Vienes, Vick?! —ha gritado otro.
Vick se ha puesto de pie, se ha protegido los fríos ojos azules con una mano y ha escupido en la salvia cubierta de rocío.
—No —ha respondido—. Ky dice que se derretirá antes de que lleguemos. Y tenemos tumbas que cavar.
—Siempre nos haces cavar —se ha quejado uno de los señuelos—. Se supone que somos campesinos. Es lo que dice la Sociedad. —Tenía razón. La Sociedad quiere que utilicemos las palas y las semillas de los cobertizos para sembrar los campos y dejemos los cadáveres donde están. He oído decir a otros señuelos que es lo que hacen en los demás pueblos. Dejar los cadáveres a merced de la Sociedad, el enemigo o los animales carroñeros.
Pero Vick y yo enterramos a los muertos. Empezamos con el chico del río y, de momento, nadie nos lo ha prohibido.
Vick se ha reído, una risa glacial. En ausencia de funcionarios o militares, se ha convertido en el líder extraoficial y, en ocasiones, los otros señuelos olvidan que, en realidad, no tiene ningún poder dentro de la Sociedad. Olvidan que también es un aberrante.
—Yo no os hago hacer nada. Ni tampoco Ky. Vosotros sabéis quién manda aquí, y si queréis poneros en peligro yendo ahí, yo no voy a deteneros.
El grupo de señuelos ha subido a la meseta mientras también lo hacía el sol. Los he observado durante un rato. Debido a su ropa negra de diario y a la distancia, parecían un enjambre de hormigas trepando por una colina. Después, me he dirigido al cementerio para cavar las tumbas de los señuelos derribados en el ataque aéreo de ayer.
Vick y el resto han trabajado junto a mí. Teníamos siete hoyos que cavar. No demasiados, teniendo en cuenta la intensidad del ataque aéreo y el hecho de que habrían podido perderse hasta un centenar de vidas.
He permanecido de espaldas a los señuelos que subían a la meseta para no tener que ver que ya no quedaba nieve cuando llegaran. Solo perdían el tiempo subiendo hasta allí.
También yo lo pierdo pensando en personas ausentes. Y, a juzgar por cómo van aquí las cosas, ya no me queda mucho.
Pero no puedo evitarlo.
La primera noche que pasé en el distrito de los Arces, miré por la ventana de mi nueva habitación y no hubo ni una sola cosa que me resultara familiar o me recordara mi tierra. Así que dejé de mirar. Entonces entró Aida y su parecido con mi madre, pese a ser lejano, me permitió volver a respirar.
Aida me enseñó la brújula que llevaba en la mano.
—Nuestros padres solo tenían una reliquia, y dos hijas. Tu madre y yo decidimos que la tendríamos por turnos, pero ella nos ha dejado. —Me abrió la mano y me puso la brújula en la palma—. Teníamos la misma reliquia. Y ahora tenemos el mismo hijo. Es para ti.