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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (17 page)

BOOK: Capitán de navío
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El
Lord Nelson
nunca había hecho viajes agradables ni había sido afortunado; sin embargo, una hora después de que subieran a bordo los nuevos pasajeros comenzó a soplar con fuerza viento de Levante, permitiéndole vencer la fuerte corriente del Estrecho y salir al Atlántico, y el pobre capitán Spottiswood, de buena fe, creyó que esto era un golpe de fortuna, un buen presagio por fin. El barco no era tampoco muy hermoso, ni navegaba con mucha agilidad; sin duda, era cómodo para los pasajeros y espacioso para el cargamento, pero inestable y lento navegando de bolina. Además, se encontraba al final de su vida útil; éste iba a ser, en realidad, su último viaje, y ya desde el que había realizado en 1801, los aseguradores habían insistido en que se pagara un recargo de treinta chelines por cada cien asegurados.

Casualmente, ésta era la primera vez que Jack navegaba en un barco de los que hacían el servicio de las Indias Orientales; y cuando Pullings hacía la guardia y él lo acompañaba en su recorrido, vio con asombro que en cubierta había cantidad de cosas amontonadas y entre los cañones había barriles y toneles de agua amarrados. Veinte cañones de doce libras y seis de doce: una exhibición de fuerza imponente para un barco mercante.

—¿Cuántos hombres lleváis a bordo? —preguntó.

—Poco más de cien ahora, señor. Ciento dos, para ser exacto.

—¡Bueno, bueno, bueno! —dijo Jack.

En la Armada pensaban que nueve hombres y un grumete servidor de pólvora no eran demasiados para ocuparse de un cañón de dieciocho libras, ni tampoco siete hombres y un grumete para un cañón de doce. Harían falta ciento veinticuatro hombres para accionar los cañones de la batería de un costado —ciento veinticuatro ingleses alimentados con carne de vaca y cerdo— y cien para orientar las velas, maniobrar, repeler a las brigadas de abordaje, disparar las armas ligeras y accionar los cañones de la otra batería de vez en cuando. Observó cómo los marineros originarios de las Indias Orientales, en cuclillas alrededor de un montón de junco, trabajaban a las órdenes de su jefe, que llevaba turbante; era posible que, en cierto modo, fueran marineros bastante buenos, pero eran muy menudos, y Jack no podía imaginárselos sacando un cañón de dos toneladas con el vaivén de las olas del Atlántico. La impresión de que eran pequeños se acentuaba por el hecho de que la mayoría tenía frío; su tez oscura tenía un matiz azulado y algunos llevaban puestos chaquetones, mientras que los pocos miembros de la tripulación que eran europeos estaban en mangas de camisa.

—¡Bueno, bueno, bueno! —dijo Jack de nuevo. No quería decir nada más, pues aunque se estaba formando rápidamente una opinión sobre el
Lord Nelson,
expresándola sólo conseguiría lastimar a Pullings, que debía de sentirse parte del barco. El joven sabía que el capitán Spottiswood carecía de toda autoridad, que el
Lord Nelson
se movía pesadamente y que en dos ocasiones no había podido virar por avante en el cabo de Trafalgar y había tenido que virar en redondo; pero, en verdad, era inútil que lo dijera con palabras. Jack miró a su alrededor con una expresión candorosa, para ver si al menos encontraba una cosa que pudiera alabar. El brillo del cañón de bronce de proa en el costado de babor le llamó la atención y lo elogió.

—Realmente parece oro —dijo.

—Sí —dijo Pullings—. Lo hacen con mucha voluntad, mientras dicen
poojah, poojah.
Estuvimos varios días frente a la isla y cuando volvimos a tocar el cabo, ellos habían puesto una guirnalda de caléndulas alrededor de la boca del cañón. Le dicen sus oraciones a él, los pobres, porque piensan que es igual… bueno, señor, no me gusta mencionar eso a lo que piensan que es igual. De todos modos, es un barco bastante estanco y espacioso, tan espacioso como un navío de primera clase. Tengo una cabina muy amplia para mí solo. ¿Me haría usted el honor de bajar, señor, y beber conmigo un vaso de arac?

—Me encantaría—dijo Jack.

En la amplia cabina se tumbó con cuidado sobre la taquilla y preguntó:

—¿Cómo vino a parar aquí, mi estimado Pullings?

—Bueno, señor, no podía conseguir un barco ni me confirmaban en mi rango. Me decían: «No hay solapas blancas para ti, Pullings, amigote. Tenemos muchos más tipos como tú, demasiados».

—¡Qué condenada vergüenza! —exclamó Jack, que había visto a Pullings en acción y sabía que la Armada no tenía ni, realmente, podría tener demasiados tipos como él.

—Así que traté de servir como guardiamarina de nuevo, pero ninguno de mis antiguos capitanes se encontraba al mando de un barco, o si lo estaban —el honorable Berkely lo estaba— no tenían ninguna plaza libre. Le llevé su carta al capitán Seymour de la
Amelhyst,
que estaba reparándose en Hamoaze. Cozzens, que iba en esa dirección, me llevó hasta Vizes. El capitán Seymour me recibió muy amablemente cuando le dije que iba de parte suya, fue muy atento, no se mostró estirado ni remilgado, señor. Abrió la carta, y cuando terminó de leerla se rascó la cabeza, maldiciendo la peluca, y dijo que le habría encantado complacerle, sobre todo por la ventaja que suponía para él —esa es la frase más amable que he oído… era muy bonita—, pero que no le era posible. Me llevó a la sala de oficiales y a la camareta de guardiamarinas para demostrarme que no podía tomar a ningún otro cadete a su servicio. Estaba tan deseoso de que le creyera que quería que yo contara sus baúles, aunque, en verdad, yo ya le había creído desde el momento en que abrió la boca. Luego me ofreció una estupenda comida en su propia cabina, estábamos él y yo nada más —yo la necesitaba, señor, pues había caminado las últimas veinte millas—, y después del
pudding
hablamos de su acción de guerra con la
Sophie;
él sabía todo sobre ella, excepto en qué dirección había rolado el viento, y me hizo contarle qué había hecho yo desde que sonó el primer cañonazo hasta el último. Entonces dijo: «¡Por Dios! No puedo dejar que un oficial del capitán Aubrey se pudra en tierra sin tratar de aprovechar la poca influencia que tengo», y me escribió una carta para el señor Adams del Almirantazgo y otra para el señor Bowles, un hombre importante de la Compañía de Indias.

—El señor Bowles está casado con su hermana.

—Sí, señor —dijo Pullings—. Pero no presté mucha atención a eso entonces, ¿sabe?, ya que el capitán Seymour me había prometido que Adams me conseguiría una entrevista con el viejo Jarvie en persona y yo tenía grandes esperanzas, porque en la Armada siempre había oído que él favorecía a quienes habían empezado desde abajo. Así que volví a la ciudad como pude, y en aquella sala de espera, muy bien afeitado y tembloroso, permanecí una o dos horas. El señor Adams me hizo pasar y me advirtió que le hablara alto y claro a Su Señoría; luego me dijo que no mencionara la carta de recomendación que usted me había dado, y en ese momento, afuera se armó un gran jaleo, como el provocado por una brigada de abordaje. Él salió a ver qué pasaba y volvió con una expresión perpleja en el rostro y dijo: «El muy granuja ha hecho que se lleven al teniente Salt. Le ha hecho reclutar por la fuerza en el propio Almirantazgo por un grupo de infantes de marina, de modo que podrá ser enrolado en cualesquiera condiciones. Ocho años de antigüedad y, sin embargo, se lo lleva un grupo de infantes de marina». ¿Ha oído usted algo sobre esto, señor?

—Nada en absoluto.

—Bueno, lo que ocurrió fue que ese señor Salt estaba desesperado por conseguir un barco y bombardeaba con cartas al
First Lord:
le escribió una diaria durante meses e iba a todos los miércoles y viernes a solicitar una entrevista. El último viernes, el día que yo estaba allí, el viejo Jarvie le dijo guiñándole un ojo: «¿Así que quiere usted hacerse a la mar? Pues se hará a la mar, señor». Y le hizo reclutar por la fuerza allí mismo.

—¡Un oficial reclutado por la fuerza como un simple marinero! —exclamó Jack—. Nunca en mi vida he oído nada semejante.

—Ni nadie; y mucho menos el pobre señor Salt —dijo Pullings—. Pero así fueron los hechos, señor. Y al oír eso y ver que entraban otras personas y hacían comentarios en voz baja, me sentí tan desconcertado y asustado que cuando el señor Adams dijo que tal vez fuera mejor que volviera otro día me fui enseguida, corrí a Whitehall y le pregunté al conserje cuál era la forma más rápida de llegar a la Compañía de Indias. Tuve mucha suerte, pues el señor Bowles fue muy amable… y aquí estoy. Éste es un buen empleo, uno tiene paga doble y está autorizado a hacer algún pequeño negocio por su cuenta: yo tengo un baúl con tela bordada de la China en la bodega de popa. Pero… ¡Dios mío! ¡Cuánto daría por estar de nuevo en un navío de guerra, señor!

—Es posible que esto no tarde mucho en ocurrir —dijo Jack—. Pitt ha vuelto y el viejo Jarvie se ha ido…rechazó el mando de la flota del Canal; si él no fuera un marino de primera categoría, diría que podía irse al diablo. Y Dundas está en el Almirantazgo. Lord Melville. Tengo muy buenas relaciones con él, y si podemos desplegar un poco más de velamen y llegar allí antes de que se hayan llevado los mejores barcos, sería difícil que no volviéramos a hacer otro crucero juntos.

Desplegar más velamen: ese era el problema. Desde la desagradable experiencia que habían tenido a 33° de latitud norte, el capitán Spottiswood era reacio incluso a largar las juanetes, y los días transcurrían muy lentamente. Jack pasaba mucho tiempo inclinado sobre el coronamiento mirando cómo la fina estela del
Lord Nelson
se alejaba hacia el suroeste, porque no le gustaba observar la forma lenta en que se hacían las maniobras en el barco y el hecho de ver los mastelerillos tumbados sobre cubierta le llenaba de impaciencia. Sus compañeras habituales eran las señoritas Lamb, unas jóvenes alegres y simpáticas, morenas, bajitas y regordetas, que habían ido a India de pesca —así decían ellas, muy divertidas— pero que volvían de allí aún solteras, bajo la tutela de su tío, el mayor Hill, de la unidad de artillería de Bengala.

Estaban sentados en línea y Jack se encontraba entre las dos jóvenes. Stephen estaba sentado en una silla a la izquierda, un poco alejado. Y aunque ahora el
Lord Nelson
atravesaba el golfo de Vizcaya, con un viento fresco del suroeste y una temperatura por debajo de los 50°F, ellos permanecían valientemente en cubierta, envueltos en mantas de viaje y chales por donde asomaban sus rosadas narices.

—Dicen que las mujeres españolas son extraordinariamente hermosas —dijo la señorita Lamb—. Mucho más que las francesas, aunque no tan elegantes. Dígame, capitán Aubrey, por favor, ¿es eso cierto?

—Bueno, la verdad—dijo Jack—, no puedo decírselo. Nunca he visto ninguna.

—Pero, ¿no pasó usted varios meses en España? —preguntó la señorita Susana.

—Sí, es cierto, pero casi todo el tiempo estuve en casa del doctor Maturin, cerca de Lérida, donde había muchos arcos pintados de azul, como es típico en aquella zona, un patio interior, ventanas de rejas y naranjos, pero no mujeres españolas, que yo recuerde. Había una vieja sirvienta que me daba papilla, no lo niego, y los domingos se ponía una peineta con una mantilla, pero no era lo que usted llamaría una belleza.

—¿Estuvo usted muy enfermo, señor? —preguntó la señorita Lamb respetuosamente.

—Creo que lo estuve —dijo Jack—, porque me raparon la cabeza y me pegaban las sanguijuelas dos veces al día, y me hacían beber leche de cabra caliente cuando recobraba el sentido. Y cuando todo pasó, estaba tan débil que apenas podía montar a caballo, y no recorrimos más de quince o veinte millas diarias la primera semana.

—¡Qué afortunado ha sido al poder viajar con el estimado señor Maturin! —dijo la señorita Susana—. Verdaderamente, adoro a ese hombre.

—No me cabe duda de que él me salvó, no me habría recuperado si no hubiera sido por él —dijo Jack—. Siempre estaba allí, de noche y de día, preparado para sangrarme o medicarme. ¡Dios mío! ¡Cuántas medicinas! Creo que me he tragado todas las que caben en una botica de medianas dimensiones… Stephen, le estaba diciendo a Susana que trataste de envenenarme con tus brebajes experimentales.

—No le crea, señor Maturin. Él nos ha dicho que, sin duda, usted le ha salvado la vida. Y nos ha enseñado a anudar cuerdas y a empalmar la lana de hacer punto.

—¿Ah, sí? —dijo Stephen—. Estoy buscando al capitán —miraba inquisitivamente bajo la silla vacía—, pues tengo una noticia de interés para él; es algo que nos afecta a todos. Los marineros indios no tienen problemas respiratorios a causa de los miasmas de sus propias llanuras, diga lo que diga el señor Parley, sino debido a la influenza española. Resulta extraño pensar que nosotros, con nuestra prisa, somos la causa de nuestro propio retraso, ¿verdad? Y es que con tan pocos marineros, no cabe duda de que veremos las gavias aferradas dentro de poco.

—Yo no tengo prisa. Quisiera que este viaje durara siempre —dijo la señorita Lamb. Y sus palabras sólo encontraron eco en su hermana.

—¿Es contagiosa? —preguntó Jack.

—¡Oh, muchísimo, amigo mío! —dijo Stephen—. Creo que se extenderá por todo el barco en los próximos días. Pero les administraré medicinas a todos, por supuesto que se las administraré. Jovencitas, deseo que esta noche toméis una medicina como profilaxis: he preparado una de agradable sabor para vosotras, en este pequeño frasco, y otra más fuerte para el mayor Hill. ¡Una ballena! ¡Una ballena!

—¿Dónde? —dijo el señor Johnstone, el primer oficial.

Había trabajado en la flota pesquera en Groenlandia cuando era joven y todo su ser se había estremecido con aquel grito. Sin embargo, no obtuvo respuesta, porque el doctor Maturin, de cuclillas como un babuino, con el telescopio apoyado en el pasamanos, concentraba su atención en enfocarlo hacia las agitadas aguas del mar entre el barco y el horizonte. Entonces el señor Johnstone, dirigiendo la vista en la dirección del telescopio y colocándose ante la frente las manos ahuecadas, vio el distante chorro y después, destacándose sobre el fondo gris, una inmensa sombra negra que hacía un movimiento lento y ondulante. En un tono más relajado dijo:

—¡Oh, no es un animal bueno para nosotros! Es un rorcual.

—¿Puede usted ver realmente que es un rorcual a tan gran distancia? —preguntó la señorita Susana—. ¡Los marineros son maravillosos! Pero, ¿por qué no es bueno, señor Johnstone?

—¡Está resoplando! —dijo el señor Johnstone en tono tranquilo, casi indiferente, por la fuerza de la costumbre—. Y ahora otro. Mire el chorro, señorita Susana. Sólo lanzan un chorro, eso quiere decir que son rorcuales, las verdaderas ballenas lanzan dos. Mire, allá va otro. Debe de haber una manada bastante grande. No son buenos para el hombre ni para los animales. Me fastidia ver que están ahí nadando con tanta cantidad de excelente aceite; no son buenos para el hombre ni para los animales.

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