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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (20 page)

BOOK: Capitán de navío
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El farol se balanceaba. Jack estaba observándolo tal vez desde hacía horas. El mundo a su alrededor iba haciéndose cada vez más real y su memoria iba recordando los momentos pasados hasta llegar al presente. O casi, porque él no podía acordarse de la secuencia de hechos que siguió al estallido del cañón del pobre Haynes. Sí, así se llamaba, Haynes; era un marinero del castillo, perteneciente a la guardia de babor en el
Resolution,
que había sido nombrado artillero mayor cuando estaban en el cabo de Buena Esperanza. El resto era oscuridad; así ocurría frecuentemente con las heridas. ¿Acaso estaba herido? Sin duda, estaba en la enfermería, y quien se movía entre los cuerpos quejumbrosos allí amontonados era Stephen.

—Stephen —dijo al cabo de un rato.

—¿Cómo estás, amigo mío? —dijo Stephen— ¿Cómo te sientes? ¿Cómo se encuentra tu mente?

—Muy bien, gracias. Parece que estoy entero.

—Yo diría que sí. Tu tronco y tus extremidades están en buen estado. Lo que temía estos últimos días era que cayeras en coma. Te caíste por la escotilla de proa. Pero puedes tomarte una de mis pociones, esos cerdos no encontraron ni la mitad de ellas.

—¿Fuimos capturados?

—Sí, fuimos capturados. Tuvimos treinta y seis bajas, entre muertos y heridos, y fuimos capturados. Nos robaron todo —nos dejaron en cueros—y nos tuvieron encerrados bajo las escotillas los primeros días. Aquí tienes la poción. Pero puesto que le extraje una bala del hombro al capitán Dumanoir y cuidé de sus hombres heridos, ahora se nos permite tomar el aire en cubierta. El segundo de a bordo, el capitán Azéma, ex oficial del Rey, es un hombre amable y ha evitado grandes desmanes, excepto el robo.

—Corsarios —dijo Jack tratando de encogerse de hombros—. Pero, ¿qué ha pasado con aquellas jóvenes? ¿Qué ha pasado con las señoritas Lamb?

—Están vestidas de hombre… de grumete. Pero dudo que se sientan complacidas del éxito que han tenido en su engaño.

—¿Son muy numerosos los tripulantes corsarios? —preguntó Jack, mientras por su mente cruzaba la idea de recuperar el barco mercante.

—Numerosísimos —dijo Stephen—. Cuarenta y uno. Los oficiales de la Compañía de Indias han dado su palabra de honor; algunos marineros indios trabajan para los corsarios por el doble de paga y los demás tienen la influenza española. Nos llevan a La Coruña.

—Que no piensen que lograrán llevarnos hasta allí —dijo Jack—. Por un lado están los vientos del Canal, y al oeste hay innumerables barcos de crucero.

Hablaba con convicción; sabía que era cierto lo que decía. Pero el martes siguiente, cuando se paseaba por cubierta aún débil, autorizado por Stephen, observaba con desesperación el océano casi completamente desierto; sólo estaba allí, a barlovento, el hermoso
Bellone.
No se veía en el horizonte ningún otro barco, ni el más pequeño lugre; y él, tras varias horas de observación, no tenía ningún motivo para confiar en que apareciera. Desierto; y en algún lugar más allá del horizonte, a sotavento, la costa española. Recordó su regreso de las Antillas en el
Alert,
cuando a pesar de recorrer la ruta marítima más concurrida de todo el Atlántico no vieron un alma hasta que estuvieron frente a Lizard. Pullings, muy pálido, apoyado en las dos señoritas Lamb, subió a cubierta por la tarde. Jack ya había visto a Pullings (tenía metralla en el muslo, una herida de sable en el hombro y dos costillas rotas), al mayor Hill (con influenza) y al resto de los hombres atendidos por Stephen, pero esa era la primera vez que veía a las jóvenes.

* * *

—¡Estimada señorita Lamb! Espero que se encuentre bien, muy bien —dijo sinceramente preocupado, aunque en verdad quería decir «que no la hayan violado».

—Gracias, señor —dijo la señorita Lamb con expresión grave, extraña, que la hacía parecer otra persona—. Mi hermana y yo estamos perfectamente bien.

El capitán Azéma se aproximó desde estribor. Era un hombre moreno, alto y desgarbado, de carácter duro, y un marino competente, el tipo de persona que a Jack le gustaba.

—Señoritas Lamb, su más fiel servidor —dijo el capitán Azéma, haciendo una inclinación de cabeza y besando sus dedos—. Las señoritas están bajo mi especial protección, señor. Las he persuadido de que llevaran vestidos y volvieran a su encantadora forma. No corren el más mínimo riesgo de ser molestadas. Algunos de mis hombres son, sin duda, unos canallas, y podría decirse que también unos tipos impetuosos; pero aunque no tuvieran mi protección, ni uno solo,
ni uno,
les faltaría el respeto a estas heroínas.

—¿Qué?

—Así es, señor —dijo Pullings atrayéndolas hacia él—. Auténticas heroínas, como Juana de Arco. Llevaban balas, corrían como locas de un lado a otro con la pólvora, con tacos, y me trajeron una mecha cuando me quedé sin piedra de chispa.

—¿Llevaban la pólvora? —gritó Jack—. El doctor Maturin dijo que llevaban pantalones o algo parecido, pero yo…

—¡Oh, despreciable hombre falso! —exclamó la señorita Susan—. ¡Usted
vio
a Lucy! Y le gritó las cosas más horribles que he oído en mi vida. Usted insultó a mi hermana, señor, sabe que lo hizo. ¡Qué vergüenza, capitán Aubrey!

—¿
Capitán
Aubrey? —dijo Azéma, añadiendo a su parte del botín la recompensa por un oficial inglés, una considerable suma.

«Se descubrió el pastel… Estoy perdido… Así que ellas transportaban pólvora… Una acción sumamente valerosa» —pensaba Jack. Y en voz alta dijo humildemente:

—Estimadas señoritas Lamb, les ruego que me perdonen. Me falla la memoria y no puedo recordar la última media hora de la batalla, una batalla particularmente encarnizada. Me golpeé en la cabeza al caerme y me falla la memoria. Pero transportar pólvora es una acción sumamente valerosa. Las admiro mucho, estimadas señoritas. Por favor, perdónenme. El humo… los pantalones… Quisiera saber lo que dije para retirarlo ahora mismo.

—Dijo… —dijo la señorita Susan, haciendo enseguida una pausa—. Bueno, se me olvidó… pero era monstruoso.

El ruido de un cañonazo hizo que el grupo se sobresaltara; todos a la vez dieron involuntariamente un salto brusco. Todos estaban hablando muy alto, pues aún estaban medio ensordecidos por el fragor de la batalla, pero el ruido del cañonazo llegó a lo más profundo de sus oídos y se volvieron como movidos por un resorte, como si fueran juguetes mecánicos, hacia el
Bellone.

Durante todo este tiempo, el barco corsario se había mantenido con dos rizos en las gavias para que el
Lord Nelson
pudiera acompañarlo; pero ahora los hombres estaban en las vergas y se disponían a quitarlos. El capitán Dumanoir le gritó con voz clara a su segundo de a bordo que se dirigiera directo a La Coruña «con todas las velas desplegadas». Dijo otras cosas que Jack y Pullings no pudieron entender, pero la idea general estaba clara: el serviola había avistado una vela a barlovento y él no iba a correr ni el más mínimo riesgo con una presa tan valiosa, así que arribaría para hacer un reconocimiento y, según el caso, saludar a un barco amigo o neutral, luchar contra un enemigo o, confiando en las magníficas cualidades del
Bellone
para navegar, dejar atrás la desconocida embarcación.

El
Lord Nelson
arrastraba un manto de algas marrón oscuro, le entraba mucha agua (las bombas no habían cesado de funcionar desde la batalla) y, además, tenía aún las velas, las perchas y los aparejos dañados, de modo que sólo podía navegar a cuatro nudos, incluso con las sobrejuanetes desplegadas.

En cambio, el
Bellone,
ahora con tres pirámides blancas, navegaba de bolina de forma óptima; y en diez minutos ambos estuvieron a dos millas de distancia. Jack pidió permiso para subir a la cofa; el capitán Azéma no sólo le dijo que podía ir adonde quisiera sino que también le prestó el telescopio de Stephen.

—Buenos días —dijo el corsario que estaba en la cofa. Jack le había dado un golpe terrible con su palanca pero él no le guardaba rencor—. Aquella es una de vuestras fragatas.

—¿Ah, sí? —dijo Jack, apoyando la espalda contra el mástil.

El distante navío apareció en el objetivo del telescopio. Treinta y seis cañones, no, treinta y ocho. Un estandarte rojo.
¿Naiad? ¿Minerve?
Iba navegando tranquilamente cuando divisó el
Bellone,
y enseguida aparecieron sus alas —cuando les ataban las empuñiduras a las últimas, Jack ya podía verla bien— y cambió el rumbo para acercarse al barco corsario; entonces vio al barco de la Compañía de Indias y cambió el rumbo de nuevo para conocer más detalles sobre éste. Entretanto, el
Bellone
daba bordadas torpemente, tardando una eternidad en comparación con lo que Jack le había visto hacer en cinco minutos desde que se oía «virar timón» hasta «tomar nuevo rumbo», y Jack oía a sus hombres reírse y hacer bromas en cubierta. El barco corsario permaneció en el mismo bordo hasta que estuvo a una milla de la fragata; navegaba en contra de las olas y el agua cristalina llegaba hasta el castillo. En ese momento una blanca ráfaga azotó la proa; él desvió la mirada y vio aparecer la bandera roja en la punta del palo de mesana. Frunció el entrecejo; él habría izado la bandera tricolor o, puesto que en aquellas aguas había muchas fragatas americanas, la de barras y estrellas. Tal vez no hubiera servido de nada, pero habría valido la pena intentarlo. Por su parte, el
Bellone
era perfectamente capaz de izar la bandera francesa sin miramientos, para pasar por un navío francés cualquiera y alejar la fragata.

Eso fue lo que hizo. Eso fue precisamente lo que hizo. Y el marinero, que le había pedido a Jack su catalejo, mientras lo limpiaba pasándole la lengua con olor a ajo, se reía para sus adentros. Jack sabía lo que pensaba el capitán de la fragata: a lo lejos, a sotavento, había un barco, probablemente un mercante, tal vez una presa aunque no sabía de qué tipo, y cruzando su proa había una corbeta francesa no muy bien gobernada ni muy rápida, que no dejaba de dispararle. Cualquiera habría podido saber sin mucha dificultad cuál sería su decisión; Jack enseguida vio cómo la fragata orzaba y las alas desaparecían. Ésta había virado, y con las trinquetillas desplegadas comenzó a perseguir el
Bellone.
Se enfrentaría al barco francés y luego regresaría para ocuparse de la hipotética presa.

Jack pensó: «Sin duda, te das cuenta de que está atrapando el viento. Sin duda, has visto este viejo truco antes».

Ambas embarcaciones iban alejándose cada vez más: la fragata con un fuerte embate de las olas a popa y el
Bellone,
logrando apenas mantenerse fuera del alcance de sus perseguidores. Y cuando no eran más que dos manchas blancas en el nornoreste y sus cascos ya no se veían, Jack bajó pesadamente de la cofa. El marinero movió la cabeza y le miró con aire compasivo y a la vez solidario; eso le había ocurrido a él antes y le estaba ocurriendo a Jack ahora, era uno de los pequeños sufrimientos de la vida.

Después del anochecer, el capitán Azéma cambió el rumbo de acuerdo con sus instrucciones, y el barco mercante, dibujando una fina estela de cien millas en veinticuatro horas, se adentró en un mar solitario donde la fragata no volvería a verlo.

En el extremo de aquella estela estaba La Coruña; Jack no dudaba que el capitán Azéma arribaría a tierra después de recorrer una milla más o menos, no sólo porque Azéma era un experto marino sino porque el buen tiempo se mantenía ya desde hacía varios días y era perfecto para la observación y para determinar la posición. La Coruña, España. Pero ahora que se sabía que Jack era un oficial no le dejarían bajar a tierra. A menos que él diera su palabra de honor, Azéma lo pondría entre rejas y lo dejaría allí hasta que el
Bellone o
algún quechemarín lo llevaran a Francia; su pellejo valía mucho.

Al día siguiente había un gran vacío; se veía claramente la ininterrumpida línea del horizonte y la bóveda celeste, donde aparecían nubes poco densas y azuladas. A este día siguió otro similar, que sólo tenía de diferente lo que Jack creía que era el principio de la influenza y el comportamiento frívolo de las señoritas Lamb, perseguidas por el primer teniente de Azéma y un voluntario de dieciséis años de ojos brillantes.

Pero el viernes el mar se llenó de embarcaciones. En el océano se veían, como manchas grises, los bacaladeros de una flota que volvía de Terranova cargada de bacalao; se podían oler a una milla de distancia. Entre ellos, al parecer fortuitamente, había un barco de doble aparejo latino con un montón de velas raras, un barco extraño con una proa antigua; éste hacía recordar que, lamentablemente, la costa estaba cerca, pues era un barco que no salía al océano. Sin embargo, a pesar de que aquel barco tenía gran interés para cualquier marino, ellos dejaron de prestarle atención para ocuparse del insignificante cúter que estaba a lo lejos, a sotavento.

—¿Ve usted el cúter, señor? —dijo Pullings.

Jack asintió con la cabeza. El cúter era un tipo de jarcia más usado por los ingleses que por los franceses. Lo utilizaban tanto la Armada como los corsarios y tanto los contrabandistas como sus perseguidores, porque era rápido, ágil y navegaba muy bien de bolina; pero no era muy útil para los mercaderes. Y aquel pequeño barco en particular no era un barco mercante, ¿qué mercante seguiría aquel rumbo errático entre los bacaladeros? Tampoco pertenecía a la Armada, porque en cuanto avistó el
Lord Nelson
apareció una vela escandalosa encima de la mayor, una vela moderna que aún no había sido aprobada en la Armada. Era un barco corsario.

Esta era también la opinión del capitán Azéma. Ya los cañones estaban fuera en ambos costados, cargados y orientados. Azéma no tenía mucha prisa porque el cúter tendría que virar y colocarse con el viento en contra. Además, a medida que éste se acercaba, bordada tras bordada, se veía con claridad que había estado en dificultades poco tiempo atrás. Su vela mayor tenía dos rizos, presumiblemente porque había sufrido daños; había un montón de extraños parches tapando sus agujeros, y muchos más en la trinquete y en el destrozado foque. Su estructura superior tenía un aspecto deplorable y una de las siete portas del costado de estribor había sido reparada apresuradamente. No era probable que pudiera hacer mucho daño, pero aun así Azéma no iba a correr riesgos; ya se había colocado una nueva red de abordaje, se habían llenado gran cantidad de cartuchos y se habían traído muchas balas, y el suplente del contramaestre, ayudado por todos los marineros indios que podían trabajar, aseguraban las vergas.

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