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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

Capitán de navío (18 page)

BOOK: Capitán de navío
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—Pero,
¿por qué no
es bueno el rorcual? —preguntó la señorita Lamb.

—Bueno, porque es un rorcual, indudablemente.

—Mi hermana quiere decir que qué tiene de malo que sea un rorcual, ¿verdad Lucy?

—El rorcual es gigantesco, señora. Si uno es lo bastante imprudente para intentar cazarlo, si uno se le acerca sigilosamente en el ballenero y le clava el arpón, él, al sumergirse, puede golpear el barco como una bola golpea los bolos, y en cualquier caso, acabará con las doscientas brazas de cuerda del arpón en menos de un minuto. Aunque uno le clave otro, lo más rápido posible, también acabará con la cuerda, y pasará lo mismo con otro. Él le arrastra a uno o le arranca todo y uno pierde la cuerda, o la vida, o las dos cosas. Como alguien diría: «Hay que ser humilde y no dejarse llevar por la ambición». No se puede coger a Leviatán con un anzuelo, ¿verdad? Debemos limitarnos a cazar la auténtica ballena, la presa que es lícito capturar.

—¡Oh, así lo haré, señor Johnstone! —exclamó la señorita Lamb—. Le prometo que no atacaré a un rorcual en toda mi vida.

A Jack le gustaba ver las ballenas —simpáticas criaturas—, pero podía dejar de prestarles atención con más facilidad que Stephen o incluso el serviola del tope, que se suponía que estaba vigilando. Así pues, desde hacía algún tiempo, observaba al oeste unas manchas blancas, que parecían velas, recortándose sobre el oscuro cielo. Por fin estuvo seguro de que era un barco, un barco que navegaba velozmente en diferente dirección.

Era el
Bellone,
un barco corsario de Burdeos y uno de los más hermosos que habían salido de ese puerto. Era alto y ligero como un cisne, pero estable; tenía treinta y cuatro cañones y aparejo de navío, los fondos limpios, velas nuevas y una tripulación de doscientos sesenta hombres. Un buen número de aquellos marineros de vista aguda estaban ahora en las cofas, o se apiñaban en los topes, y aunque no podían distinguir claramente el
Lord Nelson,
lo que vieron fue suficiente para que el capitán Dumanoir bajara con cautela a observarlo más de cerca en la penumbra.

Lo que él vio fue un barco con veintiséis cañones —de eso estaba seguro—, probablemente un navío de guerra. Pero si era así, entonces sólo disponía de parte de su potencia, pues de lo contrario, con aquel viento, sus mastelerillos no hubieran estado tumbados sobre cubierta. Ya medida que Dumanoir y el segundo de a bordo, desde las crucetas del palo mayor, observaban y hacían consideraciones sobre el
Lord Nelson,
fueron abandonando poco a poco la idea de que era un navío de guerra. Eran marinos experimentados; habían llegado a conocer bien los navíos de la Armada real durante la guerra de los últimos diez años, y había algo en el modo de navegar del
Lord Nelson
que les parecía raro, de acuerdo con su experiencia.

—Es un barco mercante que viene de las Indias Orientales —dijo el capitán Dumanoir.

Aunque no estaba totalmente convencido de esto, su corazón comenzó a latir con fuerza y el brazo le empezó a temblar. Y pasando éste entre los obenques de la juanete repitió:

—Un barco mercante que viene de las Indias Orientales.

A falta de un galeón español cargado de tesoros, un barco que hacía el comercio con las Indias Orientales era la mejor presa que podía encontrarse en el mar.

Cientos de pequeños detalles confirmaban su opinión. Y sin embargo, podría estar equivocado, podría estar conduciendo su preciado
Bellone
a un enfrentamiento con uno de esos sólidos navíos ingleses de sexta clase que llevaban carronadas de veinticuatro libras, genuinos destructores, con una tripulación numerosa, bien adiestrada y malvada. Pero a pesar de que el capitán Dumanoir no tenía reparo en luchar con cualquier barco que tuviera más o menos el tamaño del suyo, fuera del Rey o no, su principal interés era destruir el comercio; su objetivo era proporcionar beneficios a los hombres para quienes trabajaba, no cubrirse de gloria.

Volvió al alcázar, se paseó un par de veces de un lado a otro mirando el cielo en el cuadrante oeste y dijo:

—Apagad las luces una a una. Viraremos dentro de quince minutos. Sólo llevaremos las mayores y el velacho. Matthieu, Jean—Paul, Petit—André, subid. Haga que les releven cada vez que dé vuelta al reloj de arena, señor Vincent.

El
Bellone
era uno de los pocos barcos franceses de la época en que este tipo de órdenes y otras relativas a la preparación de los cañones y las armas ligeras se recibían sin hacer ningún comentario y se cumplían puntualmente.

Tan puntualmente que antes del amanecer el serviola en el castillo del
Lord Nelson
vio la silueta de un barco a barlovento, un barco que seguía una ruta paralela, a poco más de una milla de distancia. Lo que el serviola no pudo ver fue que en él habían hecho zafarrancho de combate —habían sacado los cañones, preparado las balas, llenado los cartuchos, cargado las armas ligeras, reforzado la batayola para protegerse de la metralla, orientado las vergas y llevado los botes a popa—, pero no le gustaba que estuviera tan cerca y tampoco el hecho de que no llevara luces. Después de haberlo observado un rato y de secarse los ojos llorosos, avisó al alcázar y entre estornudos le comunicó a Pullings que había un barco a babor.

La mente de Pullings, aletargada por el prolongado y monótono vaivén de las olas, el invariable murmullo de la jarcia y el calor que le daban su chaqueta de oficial de derrota y su gracioso sombrero de lana, se reavivó de repente. Había dejado su puesto junto a la bitácora y ya había subido la mitad de los obenques por el lado de barlovento cuando el serviola que estornudaba terminó de hablar. Durante tres largos segundos observó detenidamente el barco y luego cambió la guardia con estrépito, como había aprendido en la corbeta
Sophie
de Su Majestad. La red de abordaje ya estaba colgada en los largos pescantes de hierro cuando despertó al capitán Spottiswood, que confirmó sus órdenes y mandó llamar a todos a sus puestos, hacer zafarrancho de combate, sacar los cañones y bajar a las mujeres a la bodega.

Encontró a Jack en camisa de dormir en cubierta, y éste le dijo en medio del fuerte redoble del tambor oriental:

—Busca pelea.

El barco corsario había virado el timón. Ahora sus hombres braceaban haciendo girar en redondo las vergas y éste describía una larga y suave curva que cortaría la trayectoria actual del
Lord Nelson
aproximadamente en un cuarto de hora. Sus velas mayor y trinquete estaban cargadas, y estaba claro que su intención era aproximarse por barlovento sólo con las gavias. Esto podría hacerlo fácilmente, como un galgo perseguiría un tejón. Jack añadió:

—Pero tengo tiempo de ponerme los calzones.

Se puso los calzones y cogió un par de pistolas. Y Stephen dispuso metódicamente los instrumentos a la débil luz de una vela.

—¿Qué piensas de él, Jack? —preguntó.

—Es una corbeta o un gran barco corsario: busca pelea.

Subió a cubierta. Ahora había mucha más luz, y tenía ante su vista menos desorden del que se temía; el estado de cosas era mucho mejor. El capitán Spottiswood había colocado su barco con el viento en popa para ganar unos minutos de preparación. El barco francés todavía estaba a una milla de distancia, todavía con las gavias desplegadas, todavía dubitativo, tratando de elegir entre tentar la fuerza del
Lord Nelson
o huir precipitadamente.

Al capitán Spottiswood le faltaría decisión, pero no a sus oficiales ni a la mayor parte de la tripulación. Ellos estaban acostumbrados a los ataques de los piratas del mar de la China, los malvados malasios de los estrechos y los árabes del golfo pérsico, y ya tenían la red de abordaje colgada, tensa y bien atada, el baúl de las armas abierto y por lo menos la mitad de los cañones fuera.

Jack irrumpió en el abarrotado alcázar, y entre dos retahílas de órdenes dijo:

—Estoy a su disposición, señor.

El capitán, vacilante, volvió hacia él su rostro viejo y cansado. Y Jack añadió:

—¿Puedo tomar el mando de la división de proa?

—Sí, tómelo, señor.

—Venga conmigo —le dijo al mayor Hill, encabezando el grupo.

Bordeando el pasamanos, se dirigieron apresuradamente hacia los cañones de dieciocho libras de proa: dos de ellos bajo la fina lluvia y los otros dos protegidos de ésta por el castillo. Pullings tenía bajo su mando la división del combés; el primer oficial los cañones de doce libras del alcázar y el señor Wand los de dieciocho libras de popa, cuyo manejo era entorpecido por las cabinas y los camarotes. Y desde arriba, un guardiamarina alto y delgado, que parecía sentirse muy mal, le gritaba con voz débil a la brigada de artilleros de proa.

La brigada de artilleros de proa del costado de babor estaba encargada de los cañones uno, tres, cinco y siete, que eran excelentes y modernas piezas de artillería; dos de ellos ya estaban preparados, los habían sacado, cargado y amartillado. La porta del cañón número uno estaba bloqueada, y los artilleros, muy agitados, trataban de abrirla con palancas y espeques, dándole golpes con fuerza y tirando de ella con la estrellera de proa; y en aquel reducido espacio se sentía el olor a sudor de aquellos hombres cobrizos. Jack se agachó, pasó por debajo de los balancines, colocó las piernas a ambos lados del cañón y, sujetándose fuertemente al carro, comenzó a lanzar patadas hacia atrás con toda su fuerza. De la porta caían astillas y trozos de pintura, pero ésta no se movía, parecía estar empotrada en el barco. Tres veces. Luego salió de allí y, cojeando, fue a examinar las retrancas.

—Halarlo con la estrellera —dijo.

Y cuando la boca del cañón estuvo contra la porta gritó:

—¡Preparados, preparados!

Tiró del cabo del disparador. Hubo una chispa, un gran estallido retardado (era pólvora húmeda), y el cañón retrocedió violentamente casi hasta debajo de él. El humo acre salió rápidamente por la destrozada porta, y cuando ya era menos espeso, Jack pudo ver al sirviente, ya con el lampazo dentro del cañón, limpiándolo, y al resto de la brigada atando los aparejos, y pensó complacido: «Conocen su trabajo». Luego se asomó por la porta y mientras quitaba algunos trozos que quedaban colgando, pensó: «¡Que Dios castigue a ese condenado condestable!»

Pero no había tiempo para la reflexión. El cañón número tres estaba todavía dentro. Jack y el mayor Hill ataron los aparejos laterales, contaron «uno, dos, tres» y desplazaron rápidamente el cañón hacía delante; el carro chocó contra la batiporta y la boca del cañón salió lo máximo posible. El cañón número cinco estaba a cargo solamente de cuatro marineros indios y un guardiamarina, disponía nada más de tres tacos y las balas no estaban preparadas; debía de haber rodado solo, a causa del balanceo, cuando le habían soltado las trincas.

—¿Dónde están sus compañeros? —le preguntó Jack al guardiamarina, y cogiéndole el puñal cortó el nudo de la entalingadura.

—Están enfermos, señor, enfermos. Kalim está casi muerto, no puede hablar.

—Dígale al condestable que necesitamos balas y un montón de tacos. ¡Dese prisa!

Luego le preguntó a otro guardiamarina:

—¿Qué desea, señor?

—El capitán quiere saber por qué ha disparado usted —dijo el joven, jadeando.

—Para abrir la porta —le contestó Jack sonriente al joven, que lo miraba ansioso, con los ojos desorbitados—. Dígale que, con todos mis respetos, no hay suficientes balas de dieciocho libras en cubierta. ¡Dese prisa!

El guardiamarina desapareció sin despegar los labios, omitiendo dar el resto del mensaje.

El cañón número siete estaba muy bien, pues había siete hombres que se encargaban de él: estaba nivelado, le habían quitado los aparejos —que habían sido adujados cuidadosamente— y el grumete servidor de pólvora ya se había colocado a su derecha con un cartucho en las manos. Todo estaba en orden. El capitán de brigada, un marino europeo de pelo cano que sólo contestaba riendo entre dientes nerviosamente, mantenía inclinada la cabeza, fingiendo que miraba por la mira del cañón. Era, sin duda, un marino experimentado; había participado junto con él en una misión y había desertado; temía ser reconocido. Probablemente había sido artillero mayor, a juzgar por el orden en que mantenía todo el equipo. Jack pensó: «Espero que apunte el cañón tan bien como…»

Terminó de comprobar si estaban preparadas la piedra de chispa y las cazoletas y miró hacia los lados. Los coyes iban llegando en tandas a cubierta y eran estibados en la batayola. Media docena de hombres muy enfermos, que habían sido azotados por los ayudantes del contramaestre, se movían penosamente por cubierta, mientras éste permanecía detrás de ellos, obviamente controlándolo todo. Todavía había un poco de confusión en el alcázar, pero la frenética actividad había terminado. Aquel era un momento de respiro y tenían suerte de disponer de él. De proa a popa, el barco mercante parecía un navío de guerra, con la tripulación reducida y las cubiertas todavía llenas, pero no obstante un navío de guerra. Jack miró hacia el grisáceo mar; había bastante luz —una luz muy intensa ahora que la lluvia había cesado— y vio la bandera tricolor a quinientas yardas de distancia. El
Bellone
todavía estaba amurado a babor, pendiente de ver las piezas de artillería que llevaba el
Lord Nelson.
Por su parte, el
Lord Nelson
aún tenía el viento de popa y, por tanto, se movía pesadamente; éste era uno de los muchos defectos de su forma de navegar. Si el capitán Spottiswood seguía navegando tan rápido, el barco francés probablemente arribaría y, puesto que se movía al doble de la velocidad del
Lord Nelson,
cruzaría bajo la popa de éste disparándole. Ese era un problema del capitán; por el momento, el mundo de Jack se reducía a sus cañones. ¡Qué sensación de alivio producían la subordinación, las pequeñas responsabilidades, el hecho de no tomar decisiones…!

Los cañones número siete, cinco y tres estaban bastante bien; el número uno estaba todavía poco preparado para que una brigada completa pudiera manejarlo con rapidez, y ni siquiera tenía una brigada completa. Jack le lanzó una última mirada escrutadora al barco corsario, que navegaba majestuosamente a pesar del embate de las olas, y luego se metió bajo el castillo.

Mientras hacía un trabajo mecánico, duro, moviendo montones de pesados bultos y barriles con tenacidad y rapidez, se dio cuenta de que estaba silbando el adagio de la composición de Hummel. Recordó la inadecuada interpretación de Sophia y el arrollador y maravilloso ímpetu de Diana; sintió una intensa emoción al recordar con claridad a Sophia, tan dulce y protectora, allí en la escalera de la casa. Algunos tontos, y sobre todo Stephen, decían que no se podía estar ocupado y a la vez sentirse desdichado, triste.

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