Casi la Luna (24 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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— ¡Menudo asco! —respondió mi madre mirando la chimenea vacía, con los ladrillos pintados de negro—. Marlene Dietrich sabía lo que se hacía. Durante unos diez años puedes ponerte gomas en el pelo y estirarte la piel, pero después es mejor que te retires. Al menos entonces te vuelves misteriosa.

Sentí ganas de decirle que en términos de misterio le había tocado la lotería. Desde lo de Billy Murdoch hasta sus salidas envuelta en mantas, tenía el misterio garantizado, aunque este fuera más del estilo raro y escalofriante que del de mujer inaccesible.

Desvió la mirada de la chimenea y la clavó en mí. Me evaluó.

—Deberías considerar la cirugía plástica. Yo lo haría si tuviera tu edad.

—No, gracias.

—Faye Dunaway… —comenzó.

—Tetas, mamá. Si me hago algo será ponerme unas tetas monstruosas. Serviré en ellas la comida y tú podrás comer de la derecha y yo de la izquierda.

—Helen, eso es asqueroso —dijo. Pero había logrado que se riera.

Me levanté a bajar las persianas y encender la televisión para que viera sus programas de noche. Mientras lo hacía, justo antes de llegar a la otra esquina donde estaba el televisor, mi madre lanzó un dardo envenenado:

—Además, Manny y yo lo hemos hablado y creemos que te conviene arreglarte la cara. El cuerpo aún lo tienes bien.

Lo que me apeteció decir fue: «Me alegra saber que a Manny le gustaría follarme decapitada». Lo que dije fue:

—Parece que en lugar de
La semana de Wall $treet
dan un concierto en directo desde Boston.

Días más tarde llegó el resto de la historia.

—Hilda Castle estaba en el hospital por la histerectomía —dijo mi madre—. Y yo me ofrecí a él.

Aquella frase me causó repugnancia.

— ¿Que tú qué?

—Intenté seducirlo.

Yo sujetaba las toallas grandes de baño con las que la cubría para salir y ella se entretenía como hacía siempre que teníamos que ir al médico.

Me quedé frente a la puerta y desplegué la primera toalla para colocársela sobre los hombros a modo de toquilla. Era la de seguridad. Si por alguna razón la toalla que llevaba en la cabeza se le caía, podía levantar rápidamente la otra y cubrirse.

Me miró a los ojos, su piel de pergamino ensombrecida bajo el verde alga de la toalla.

— ¿Sarah folla?

Sabía que era mejor pasar por alto el comentario.

—Llegamos tarde a tu cita con la máquina —respondí.

Tenían que hacerle una resonancia magnética y estaba muerta de miedo. Semanas antes había llegado a su casa y la había encontrado tendida en el suelo del salón, con un despertador junto a la cabeza.

— ¿Qué haces? —le había preguntado.

—Practico.

Ir al médico era algo que no podía hacer por ella. Era su cuerpo el que tenían que manosear y pinchar, no el mío. El hombre al que mi madre todavía llamaba «el médico nuevo» pese a haber sustituido al antiguo médico de mis padres a principios de los ochenta, le había sugerido en dos ocasiones que tomara un sedante para que salir de casa no le supusiera un suplicio. Ella había asentido como si le pareciera un sabio consejo. La observé mientras doblaba la receta por el medio y después seguía doblándola, una vez y otra. Cuando llegamos al coche la receta ya era del tamaño de un sello, incluso más pequeña que las notas que recordaba haber encontrado en la habitación de Sarah cuando era una adolescente. «Mindy se ha tirado a Owen debajo de las gradas», se leía en las notas de Sarah. «Xanax 10 mg. Cuando sea necesario», se leía en las de mi madre.

Como hija suya podía recoger las recetas, y aunque ella no se medicaba, yo sí solía tomarme una de sus pastillas antes de bregar con ella para meterla en el coche. Me ayudaba a mantener las esperanzas en alto: si, gracias al sedante, estampaba el coche y nos mataba a las dos, la vida sería mucho más sencilla.

—Emily debe de follar porque está casada —dijo mi madre, pero mientras terminaba la frase le coloqué la toalla en la cabeza, atenuando el sonido. En realidad, era mejor que se centrara en temas como aquel. La agresividad era preferible a la otra alternativa, que era que gimoteara asustada mientras la bajaba por las escaleras de camino al coche.

Había hecho aquello demasiadas veces como para preocuparme por lo que pudieran pensar los vecinos. Manny me había dicho que muchos de los nuevos vecinos daban por hecho que mi madre había sufrido quemaduras y que las mantas y las toallas servían para esconder sus cicatrices.

—Pero es una anciana encantadora. Me sorprendió —dijo Manny.

—Si tú lo dices —respondí, y después Manny bajó al sótano a hacer algún trabajo misterioso por el que tendría que pensar cuánto iba a pagarle.

—Alistair Castle solo me miró —dijo mi madre, de pie junto a mí, debajo de las toallas—. Y después dejó de venir.

—Y empezó a hacerlo Hilda —dije.

—Su marido la rechazó después de la operación. Teníamos eso en común.

— ¿Una histerectomía?

—No, el rechazo sexual —aclaró mi madre. Se había levantado la toalla lo justo para asegurarse de que la oyera.

—Entiendo —respondí.

— ¡Cambio! —bramó Tanner.

Oí que los estudiantes se inquietaban. No solían ser capaces de mantener la atención durante más de tres poses. Los ajustes que tenía que hacer para
Mujer lavándose en la bañera
eran mínimos. Solo tenía que inclinarme un poco más y cambiar la bata que hacía de toalla por la esponja, que debía apoyarme en la nuca. Me dolían los hombros, pero estaba muy acostumbrada a aquella sensación. De repente levanté la mirada y vi a Dorothy detrás de su caballete. Me miró fijamente.

Jake venía de una familia que rezaba. Emily había tomado el relevo asegurándose de cubrir todas las bases: espiritualismo New Age, evangelismo cristiano y un sentido ecuménico de la inclusión que rayaba en lo sublime.

Recordé a mi padre cuidando las ovejas del cementerio para una iglesia a la que nunca había pertenecido. Las iglesias le daban escalofríos, decía. «Prefiero estar ahí afuera, con los muertos.»

En las semanas que siguieron a su suicidio, recordaba aquella frase y le atribuía más significado del que probablemente tuviera. Lo hacía con todo. Recordaba la dulzura con que había besado a Emily y a Sarah días antes. Me sorprendió lo bien colgados que estaban sus trajes en el armario, tanto que hasta Jake se fijó en que uno de ellos acababa de salir de la tintorería, listo para ser usado. Fui a su taller en busca de una fotografía que había visto allí cuando era niña.

Seguía en su mueble de las herramientas. Me quedé mirando al chico que con el tiempo se convertiría en mi padre y que terminaría quitándose la vida. ¿A qué momento se remontaba?

Levanté la fotografía y marqué el número de Jake en Wisconsin. En aquel momento su obra comenzaba a despertar interés y se había decidido a solicitar una beca Guggenheim para trabajar en el extranjero. Hacía poco que se había marchado de la casa que habíamos compartido y vivía en una casa alquilada a las afueras de Madison: una casita de madera anexa a una mansión situada a orillas de un lago.

—Cuéntamelo todo —dijo.

—No puedo.

Había sido capaz de soltar la noticia, pero no de utilizar la palabra exacta: «suicidio». Así pues, Jake comenzó a hablarme del agua del lago. De la puerta trasera de su casa, que se abría a un corto tramo de escalones de cemento que iban a parar directamente al agua; de que, dependiendo de la estación, el agua llegaba a pocos centímetros de su puerta.

— ¿Dónde están las niñas? —preguntó en algún momento.

—Con Natalie. Yo estoy en la cocina. Mamá en el piso de arriba.

Me agarré con tanta fuerza al cordón del teléfono que las uñas se me volvieron blancas.

—Di algo —dijo Jake—. Habla.

Me situé frente a la ventana. Veía el taller de mi padre y el jardín trasero de los Leverton.

—El nieto de la señora Leverton estaba fuera, arrancando las hierbas del camino. La señora Leverton fue quien llamó a la policía.

Sentí un nudo en la garganta pero logré contener el llanto. Estaba ciega de ira y de confusión. Odiaba a todo el mundo.

—Pensé en él esta mañana, solo por un momento, a decir verdad. Llevaba a las chicas al campamento. A Emily le dieron ayer la insignia del pez volador. Estaba parada en un semáforo y oí la música del coche que teníamos detrás. Era Vivaldi, del estilo exageradamente dramático que haría sonreír a mi padre. El señor Forrest sabría reconocer la obra.

Aparté el taburete rojo de peldaños de la pared y lo llevé al centro de la cocina. Podía sentarme en él y ver el salón y la calle.

—Utilizó la vieja pistola de mi abuelo —dije.

Si me lo hubiera permitido, habría oído un crujido momentáneo al otro lado de la línea, tal vez el murmullo de la respiración de Jake, el ruido perplejo de la distancia que nos separaba. Le dije cuanto sabía, cómo encontré a mi padre al cruzar la puerta, que mi madre me parecía casi anulada, tanto me costaba concentrarme en ella, que la policía y los vecinos se habían comportado con tanta decencia, con tanta amabilidad, y que lo único que quería era arrancarles a cada uno de ellos la cara y lanzarlas todas, carnosas y húmedas, en el mismo suelo en que yacía mi padre.

Por fin, cuando ya llevaba un buen rato hablando, Jake dijo:

—Sé que te quería.

Me quedé boquiabierta. Pensé en el vodka que tenía en el congelador de mi casa. Me pregunté qué medicamentos —sedantes y analgésicos— quedarían en los armarios del baño y en los cajones de las cómodas.

— ¿Y esto es una demostración de amor? —pregunté. Jake no supo darme una respuesta.

Pensé en el sacerdote católico. Mi padre me había dicho que nunca lo llamaba por su nombre.

—Llamaba a mi padre David en lugar de Daniel cuando lo veía por allí, ocupándose de las ovejas.

— ¿Helen?

Era Tanner. Estaba a mi lado.

Me llegó el revuelo que se había levantado en el fondo de la clase. Con el cuerpo dolorido, me incorporé en la silla.

—Toma, ponte esto. —Me envolvió con la desgastada bata de hospital—. Han venido a verte unos hombres. — ¿Unos hombres? —Policías, Helen.

Por encima del hombro de Tanner eché un vistazo al fondo de la sala. De pie junto a la puerta, intentando no fijarse en ninguno de los dibujos de mi cuerpo desnudo, había dos hombres de uniforme. A su lado, también tieso como un palo pero vestido con ropa de calle, estaba el tercero. Tenía el pelo tupido y canoso y llevaba bigote. Echó una ojeada a la clase y al fin detuvo en mí su mirada.

—Chicos —dijo Tanner—, lo dejamos aquí. Retomaremos el trabajo en la siguiente clase.

Los caballetes trastabillaron mientras se recogían los cuadernos y se guardaban los carboncillos. Se abrieron mochilas y se conectaron teléfonos móviles, que emitieron pitidos y melodías y silbidos que confirmaban a los estudiantes que sí, que, tal y como creían, habían sucedido cosas más interesantes mientras ellos habían estado encerrados en el aula.

Me acordé del adorno navideño de fieltro que mi madre me había mandado a Wisconsin un año a mediados de julio. Estaba fabricado con minuciosidad, desde las cuentas cosidas a mano que formaban adornos, todos ellos distintos, hasta la lazada de la parte superior, cubierta de hilo de seda trenzado. En la tarjeta que venía en la caja se leía: «Lo he hecho yo. No desperdicies tu vida».

Mientras los estudiantes salían de clase, el hombre de la cazadora se acercó a la tarima.

—Helen Knightly —dijo, tendiéndome una mano—, soy Robert Broumas, de la policía de Phoenixville.

Su mano se quedó suspendida en el aire y le indiqué con un gesto que no podía mover las mías, aferradas a la bata por debajo del pecho.

— ¿Sí?

—Lamento comunicarle que tengo una mala noticia. — ¿Sí?

Pensé cómo prepararme para aquello, qué decir. La fiesta sorpresa sin sorpresa estaba a punto de empezar y no tenía ni idea de cómo debía comportarme.

—Una vecina ha encontrado a su madre esta mañana —dijo. Primero lo miré a él y después a Tanner. —No sé de qué me habla.

—Está muerta, señora Knightly. Tenemos que hacerle algunas preguntas.

No fui capaz de dibujar ningún tipo de expresión. El hombre me miraba con intensidad y yo era incapaz de hacer otra cosa que no fuera devolverle la mirada. Levantarme o bajar de la tarima me parecían reacciones cobardes, una confesión de mi culpabilidad.

Si hubiera podido desmayarme, el breve momento de inconsciencia habría sido gratificante, pero no pude. También había deseado desmayarme cuando descubrí a mi padre, pero en lugar de eso había tenido que oír la voz de mi madre.

—Ella me ayudará a limpiar —le dijo a los agentes de policía que tenía más cerca, y como a mí no se me ocurrió qué otra cosa podía hacer, me dirigí a la cocina, llené de agua la vieja palangana del hospital y regresé al pasillo, donde me esperaba mi madre, descalza sobre el charco de sangre de mi padre—. Al final lo ha hecho —dijo—. Nunca creí que lo hiciera.

Sentí ganas de pegarle, pero los agentes nos miraban y, además, sostenía la palangana.

12

Cuando tenía doce años encontré una fotografía de mi padre en la pequeña cajonera metálica que había debajo de su banco de trabajo. Aparecía él, de joven, delante de una casa adosada de ladrillo visto. Posaba en el imponente tramo de escaleras de cemento. A cada uno de los lados se levantaba una pilastra de ladrillo y argamasa. Llevaba una camisa blanca arrugada y unos pantalones con la raya marcada sujetos con un delgado cinturón marrón. Junto a la escalera en la que se encontraba mi padre se veía la esquina de un enorme contenedor cuadrado frente a un pedazo de jardín. Las patas de una mesa y lo que parecía una silla asomaban por encima del borde.

A los doce años ya había empezado a poner atención cada vez que mi padre hablaba del lugar donde había crecido. Se llamaba Lambeth, y en los nuevos mapas solo existía como nombre de un dique del río Delaware.

Mi madre se refería al lugar como «pozo de inmundicia» porque una vez que hubieron cerrado la ciudad y echado a la gente —«realojado», decían, preciosa palabra para lo que habían hecho— construyeron una presa que había de reconducir el cauce del río, y, en teoría, hacer desaparecer la ciudad.

Sin embargo, pese a los minuciosos cálculos de ingenieros y delineantes, lo que arrasó la ciudad fue un muro de lodo espeso salpicado de cortacéspedes flotantes y esqueletos quebradizos de animales que sus dueños habían enterrado en los jardines de sus casas. Seis meses después la marea se retiró, dejando la parte alta de la ciudad cubierta de lodo y arrasada por el agua.

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