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Authors: Anne Holt

Castigo (9 page)

BOOK: Castigo
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—Oye, mamá, es que ahora mismo estoy un poco atareada. Lo siento mucho, pero no tengo tiempo para ir con vosotros a la montaña. De todos modos te lo agradezco. Saluda a papá de mi parte.

—Pero Inger Johanne, ¿no podrías al menos pasarte por aquí esta noche? Yo os prepararía algo rico de cenar, y tu padre y tú podríais jugar...

—Creía que os ibais a la montaña.

—Sólo si tú vienes, por supuesto.

—Adiós, mamá. —Y colgó el teléfono muy despacio. Su madre la había acusado muchas veces de cortar bruscamente las conversaciones. Tenía razón, pero quedaba mejor si no lo hacía de golpe.

Todo mejoró con la ducha. Kristiane estaba sentada sobre la tapa del inodoro charlando con
Sulamit,
un coche de bomberos que tenía cara y que guiñaba los ojos.
Sulamit
era casi tan viejo como Kristiane y había perdido ya la escalera y tres de las ruedas. Sólo Kristiane conocía el origen de ese nombre.

—Hoy
Sulamit
ha salvado a un caballo y a un elefante. Muy bien,
Sulamit.

Inger Johanne se peinaba el pelo mojado e intentaba limpiar el espejo empañado.

—¿Qué pasó con el caballo y el elefante? —preguntó.


Sulamit
y dinamita. Elefantepelefante.

Inger Johanne volvió al dormitorio y se puso unos vaqueros y un forro polar rojo. Afortunadamente había hecho la compra para el fin de semana el día anterior, antes de ir a buscar a Kristiane a la guardería. Así podían dar un buen paseo. Kristiane necesitaba salir durante unas horas para estar tranquila por la noche. Inger Johanne descorrió las cortinas del dormitorio y contempló con los ojos entreabiertos el cielo. Parecía que haría buen tiempo.

Llamaron a la puerta.

—¡Joder, mamá!

—Joder —repitió Kristiane, muy seria.

Inger Johanne se dirigió a la entrada a grandes zancadas y abrió la puerta de la calle de un tirón.

—Hola —dijo Yngvar Stubø.

—Hola...

—Hola —dijo Kristiane, asomando la cabeza tras las caderas de su madre, con la mejor de sus sonrisas.

—¡Qué guapa te has puesto hoy!

Yngvar Stubø le tendió la mano a la chiquilla y ella, contra todo pronóstico, se la estrechó.

—Me llamo Yngvar —se presentó él con aire solemne—. ¿Y cómo te llamas tú?

—Kristiane Vik Aanonsen. Buenos días. Buen rato. Tengo un gato.

—Anda, ¿podría saludarlo?

Kristiane le mostró a
Sulamit.
Cuando él quiso agarrar el coche de bomberos, ella retrocedió un paso.

—Creo que es el gato más impresionante que he visto nunca —aseguró él.

La niña se marchó a su habitación.

—Es que pasaba por aquí y... —titubeó Stubø y se encogió de hombros. Su descarada mentira hizo que los ojos le brillaran con picardía, casi con coquetería. A Inger Johanne la desconcertó el leve estremecimiento que le recorrió el cuerpo, una opresión en el pecho que la impulsó a bajar la vista e invitar a Stubø a entrar en voz muy baja.

—Esto no está precisamente ordenado —se disculpó automáticamente al advertir que él paseaba la vista por el salón.

Stubø se sentó en el sofá, demasiado bajo y mullido para un hombre como él. Las rodillas le quedaban muy altas, de modo que casi daba la impresión de que el hombre estaba sentado en el suelo.

—Quizás estará más cómodo en la silla —sugirió ella quitando un libro de cuentos que estaba sobre el asiento.

—Aquí estoy muy bien —aseveró él. Hasta ese momento Inger Johanne no se había percatado de que el hombre llevaba un gran sobre. Lo dejó encima de la mesa del salón.

—Sólo voy a... —Ella hizo un gesto vago hacia el cuarto de la niña. Siempre tenía el mismo problema. Como Kristiane tenía el aspecto de una niña sana de cuatro años (y a veces incluso se comportaba como tal), ella nunca sabía qué decir, en qué momento explicar que la niña sólo era un poco pequeña para su edad, seis años, y que además padecía una lesión cerebral que nadie conseguía definir. No sabía cómo aclarar que su hija no decía aquellas cosas raras por tontería, ni por desfachatez infantil, sino por un fallo en las conexiones de su cerebro que ningún médico había logrado arreglar. Normalmente tardaba demasiado en dar explicaciones. Era como si cada vez esperara que ocurriera un milagro, que la niña de pronto empezara a conducirse de un modo racional, lógico, coherente; o que adquiriera un defecto físico, que le engordara la lengua y se le alargaran los ojos, que se le achatara el rostro para que todos los demás sonrieran cálida y comprensivamente. Pero eso nunca ocurría y ella se encontraba a menudo en situaciones muy embarazosas.

La madre le puso a Kristiane la película de
Ciento un dálmatas
en su despacho.

—No suelo... —Señaló al cuarto donde estaba la niña, de nuevo con una expresión de disculpa y a la vez de resignación.

—No pasa nada —respondió el policía, sentado en el sofá—. Tengo que admitir que a veces yo recurro a lo mismo, con mi nieto, quiero decir. En ocasiones resulta agotador. El vídeo es buena niñera. Aunque no hay que abusar.

Inger Johanne sintió que se sonrojaba y entró en la cocina. Así que Yngvar Stubø era abuelo.

—Dígame, ¿por qué ha venido en realidad? —preguntó ella al regresar con una taza de café que depositó sobre una servilleta frente a Stubø—. Esa explicación de que andaba por aquí no es del todo cierta, supongo.

—Pues quería hablar con usted de este caso nuestro.

—Estos casos.

Él sonrió.

—Correcto. Casos. Al menos en eso tiene razón... Estoy convencido de que usted me puede ayudar, así de claro. No me pregunte por qué. Sigmund Berli, un compañero del trabajo, no consigue entender por qué la acoso de esta manera.

De nuevo entornó los ojos, y esta vez no cabía la menor duda de que se trataba de un coqueteo. Inger Johanne se concentró profundamente en no volver a ruborizarse. Bollos. No tenía bollos. Galletas. Kristiane se había comido las últimas el día anterior.

—¿Leche?

Hizo ademán de levantarse pero él negó con un gesto de la mano derecha.

—Verá —comenzó él de nuevo, sacando un taco de papeles del sobre—. Ésta es Emilie Selbu.

La foto mostraba a una bella chica con una guirnalda de fárfaras en el pelo. Estaba muy seria, y en sus ojos azul marino se apreciaba un atisbo de pesadumbre. Tenía un pequeño hoyuelo en la fina barbilla, la boca pequeña, los labios carnosos.

—Es una foto reciente, la tomaron hace tres semanas. Una niña preciosa, ¿verdad?

—¿Es ella la que aún no ha aparecido?

Stubø carraspeó.

—Sí. Éste es Kim —dijo con la voz entrecortada.

Inger Johanne estudió el retrato de cerca. Era el mismo que había visto en la televisión. El niño sujetaba un coche de bomberos rojo entre las manos. Un coche de bomberos rojo. Como
Sulamit.
De pronto dejó caer la foto y la recogió del suelo para devolvérsela a Yngvar Stubø.

—Si Emilie continúa desaparecida, mientras que Kim está... ¿Qué le hace pensar que lo ha hecho la misma persona?

—Eso mismo me pregunto yo.

En el montón había más fotografías. Por un momento a ella le dio la impresión de que Stubø se las quería enseñar, pero luego, al parecer, cambió de opinión y metió el resto de las fotografías en el sobre. Las de Kim y Emilie quedaron sobre la mesa, una al lado de la otra, delante de Inger Johanne.

—A Emilie la secuestraron un jueves —dijo con lentitud—. En pleno día. Kim desapareció la noche del martes. Emilie tiene nueve años y es una niña. Kim era un niño de cinco años. Emilie vive en Asker. Kim vivía en Bærum. La madre y el padre de Kim son enfermera y fontanero respectivamente. La madre de Emilie está muerta, el padre es filólogo y se gana la vida traduciendo novelas. No se conocen. Hemos buscado con lupa algún punto de contacto entre las familias, pero sólo hemos encontrado que tanto el padre de Emilie como la madre de Kim vivieron en Bergen una temporada a principios de la década de 1990. Tampoco allí llegaron a conocerse, ni a establecer contacto de ninguna clase.

—Qué extraño —comentó Inger Johanne.

—Sí, o trágico. Todo según se mire.

Ella intentaba no mirar las fotos de los críos. Era como si los dos le estuvieran reprochando que no quisiera saber nada de ellos.

—En Noruega siempre hay alguna conexión entre la gente —dijo—. Por lo menos cuando viven en dos poblaciones tan cercanas como Asker y Bærum. Usted mismo se habrá dado cuenta de que cuando uno se sienta a hablar con un extraño, casi siempre se descubre que se tiene algún conocido en común, un viejo amigo, un lugar de trabajo al que han estado vinculados los dos, alguna experiencia compartida. ¿No es cierto?

—Sí...

A ella le pareció que él le seguía la corriente, sin mucho interés. Inspiró abruptamente, a punto de protestar, pero se contuvo.

—Necesito alguien que me trace el perfil del delincuente —dijo él—. Un
profiler.

Pronunciaba el inglés de forma relajada, como en una teleserie norteamericana.

—No creo —repuso Inger Johanne secamente, pues la conversación estaba derivando hacia temas de los que no quería hablar—. Para que un
profiler
le sirva de algo necesita más casos que éstos. Y eso suponiendo que el autor de ambos delitos sea realmente la misma persona.

—Dios no lo quiera —murmuró Yngvar Stubø—. Que haya más casos, quiero decir.

—En eso evidentemente estamos de acuerdo. Pero a partir de estos casos es prácticamente imposible sacar conclusiones.

—¿Cómo lo sabe?

Stubø ya no estaba coqueteando.

—Lógica elemental —respondió ella con aspereza—. Cae por su propio peso que... Para esbozar el perfil de un delincuente desconocido hay que basarse en las características que se conocen de sus actos. Se traza como uno de esos dibujos en los que uno tiene que ir uniendo los puntos. Se deja que el lápiz vaya siguiendo los puntos numerados hasta que aparece un dibujo concreto. No se puede hacer con sólo dos puntos, se necesitan muchos. Evidentemente, tiene usted razón: es deseable que eso no suceda. Que aparezcan más puntos, quiero decir.

—¿Cómo sabe todo esto?

—¿Por qué insiste usted en tratarlo como un solo caso y no como dos?

—Creo que no es una casualidad que estudiase usted Psicología y Derecho. No es algo muy habitual. Debía de tener un plan. Un objetivo.

—La verdad es que fue totalmente casual. No fue más que el resultado de mi indecisión juvenil. Además, quería irme a Estados Unidos. Y ya sabe que... —Se pilló mordiendo su propio pelo. Con la mayor discreción posible se colocó el mechón mojado detrás de la oreja y se enderezó las gafas—. Creo que se equivoca. Que a Emilie Selbu y al pequeño Kim no los ha secuestrado el mismo hombre.

—O mujer.

—O mujer —repitió ella con desgana—. Y ahora, no quiero ser descortés, pero debo pedirle que... Tengo algunas cosas que hacer hoy, porque voy a... Lo siento.

Notó de nuevo esa opresión en los pulmones, le resultaba imposible mirar al hombre del sofá. Él se levantó con sorprendente ligereza de su incómoda postura.

—Si vuelve a suceder... —dijo él limpiándose las gafas—. Si desaparece algún otro niño, ¿me ayudará?

Cruella de Ville chilló desde el cuarto de la niña. Kristiane aulló de alegría.

—Eso no lo sé —dijo Inger Johanne Vik—. Ya veremos.

Como era sábado y todo el proyecto iba sobre ruedas, decidió permitirse una copa de vino. Cayó en la cuenta de que era la primera vez en varios meses que bebía alcohol. Normalmente temía los efectos. Con una o dos copas ya se atontaba, a mediados de la tercera empezaba a enfadarse, y en el fondo de la cuarta yacía la ira.

Sólo una copa. Todavía entraba algo de claridad por la ventana, y él contempló el vino al trasluz.

Emilie era rara. Desagradecida. Aunque él deseaba mantener a la cría con vida, al menos por ahora, había límites para todo.

Bebió. El vino tenía un gusto oscuro; sabía a sótano.

Su propio sentimentalismo le hacía sonreír. Él tenía una sensibilidad extrema, ése era su problema, que era demasiado bueno. ¿Y por qué había de dejar que Emilie viviera? ¿Para qué? ¿Qué había hecho en realidad la cría para merecerlo? Él le daba comida, comida buena y abundante. Tenía un grifo del que salía agua limpia. Había llegado incluso a comprarle una muñeca Barbie, pero eso no parecía haberla complacido mucho.

Por suerte, la niña había dejado de quejarse. Al principio, y sobre todo después de que desapareciera Kim, se ponía a llorar en cuanto él abría la puerta allá abajo. Daba la impresión de que le costaba respirar, lo cual era absurdo. Hacía mucho que él había instalado un buen sistema de ventilación, no tenía la menor intención de asfixiar a la chiquilla. Ahora estaba más tranquila. Por lo menos no lloraba.

La decisión de dejar vivir a Emilie había llegado por sí sola. No estaba previsto desde un principio, pero la niña tenía algo especial, aunque ella evidentemente no lo supiera. Ya se vería cuánto le duraba. A la niña le convenía irse con cuidado. Él era un sentimental, pero también para él había límites.

Pronto la cría tendría compañía.

El hombre dejó la copa y se imaginó a Sarah Baardsen, de ocho años. Había memorizado sus rasgos, se los había aprendido de memoria, hasta tal punto que podía visualizar su cara en cualquier momento, en cualquier lugar. No tenía fotos. Las fotos pueden desaparecer. En cambio, la había estado observando en el patio del colegio y de camino a casa de la abuela, en el autobús. Una vez había estado sentado a su lado en el cine durante toda la película. Sabía que su cabello despedía un aroma dulce y cálido.

Le puso el corcho a la botella y la colocó sobre uno de los estantes casi vacíos de la cocina. Al echar un vistazo por la ventana se quedó helado. Justo al otro lado, a pocos metros de la pared de la casa, había un corzo bastante crecido. El hermoso animal irguió la cabeza y, por unos instantes, lo miró directamente, antes de alejarse perezosamente hacia el bosquecillo del oeste. Al hombre se le llenaron los ojos de lágrimas.

Seguro que Sarah y Emilie se llevarían bien mientras durase su convivencia.

17

El Aeropuerto Internacional Logan de Boston era una enorme obra de remodelación. El techo bajo olía a humedad y tenía polvo bien visible. Por todas partes había letreros de advertencia en letra negra sobre fondo rojo. Había que tener precaución con los cables del suelo, con las vigas sueltas que colgaban de las paredes y con las lonas que cubrían las hormigoneras y los materiales de construcción. En menos de media hora habían aterrizado cuatro aviones procedentes de Europa. Había una cola enorme ante el puesto de control de pasaportes. Mientras esperaba, Inger Johanne Vik intentaba releer un periódico que ya se había leído de cabo a rabo. De vez en cuando empujaba el equipaje de mano con el pie. Un francés con un abrigo oscuro de pelo de camello le pinchaba la espalda cada vez que se retrasaba unos segundos.

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