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Authors: Anne Holt

Castigo (11 page)

BOOK: Castigo
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¡Un millón!

Aquel ricachón habría derribado la casa, sólo le importaba la ubicación: primera línea de playa. De playa privada, además. Con derecho a poner grandes carteles de
No trespassing
y
Police take notice
[4]
. Aksel Seier había echado de su casa al señor de la inmobiliaria indicándole que se ahorrara futuras visitas. Era cierto que de vez en cuando necesitaba algunos cientos de dólares, pero sólo estaba dispuesto a ganarlos con su esfuerzo. No tenía la menor idea de qué haría con un millón.

Ya había recogido las herramientas. La señora del Taurus seguía ahí sentada, lo cual empezaba a irritarlo. Normalmente por esta época, él entraba en un estado de gran condescendencia que lo ayudaba a sobrevivir al verano. Con esta señora la cosa era distinta. Le daba la impresión de que lo observaba fijamente. Había aparcado el coche sin ninguna consideración hacia las vistas del mar, en un punto demasiado alto de la calle. Demasiado cerca del roble que se elevaba sobre la casa de los Piccolas; este verano tendrían que hacer algo, talarlo, o al menos serrarle algunas ramas, que caían pesadamente sobre el tejado y lo estaban estropeando. Pronto empezaría a filtrarse el agua.

A la señora del coche no le interesaba el mar; era de él de quien estaba pendiente. Un miedo que creía olvidado le cortó la respiración a Aksel Seier, que dio súbitamente media vuelta, entró en la casa y cerró la puerta con llave, aunque no eran más que las once de la mañana.

Aksel Seier era como Inger Johanne se lo había imaginado: de cuerpo fibroso y robusto. Desde la distancia era muy difícil distinguir si estaba bien afeitado, pero desde luego no llevaba barba. A pesar de todo, ella tenía la sensación de haberlo visto antes, desde la noche en que leyó los papeles de Alvhild Sofienberg e intentó formarse una imagen mental del Aksel Seier viejo, treinta y cinco años después de su puesta en libertad. La chaqueta azul marino que llevaba estaba muy raída. Calzaba botas de invierno, aunque la temperatura debía de superar los veinte grados. Tenía el cabello gris y un poco largo, como si su aspecto no le importara demasiado. Incluso a cien metros de distancia saltaba a la vista que tenía las manos grandes.

Había dirigido la mirada un par de veces en su dirección, y ella se había encogido en el asiento. Aunque no estaba haciendo nada ilegal, notó que enrojecía un poco cuando él la miró por segunda vez, con los ojos entreabiertos, como fijándose en su aspecto. A Inger Johanne le iba a resultar muy embarazoso hablar con él.

Cosa que no pensaba hacer. Ya había visto que estaba bien, que llevaba una vida bastante aceptable. Ciertamente, la casa era pequeña y estaba bastante destartalada, pero sin duda el terreno valía bastante. En el jardín tenía aparcada una camioneta, un
truck
no demasiado viejo. Un hombre más joven se había acercado y le había dado un poco de conversación. Cuando se despidió y se fue, el hombre se reía. Aksel Seier se había integrado en aquel sitio.

Inger Johanne tenía hambre. Hacía un calor insoportable en el coche, a pesar de que había estacionado el coche a la sombra de un enorme roble. Bajó la ventanilla lentamente.


You can't park here, sweety
!
[5]

Un enorme jersey de angora rosa le daba a aquella mujer el aspecto de algodón de azúcar. Sonreía amablemente, e Inger Johanne asintió pidiendo disculpas. Luego puso el coche en marcha, con la esperanza de que la caja de cambios durara un día más. Vio que eran exactamente las once de la mañana del martes 23 de mayo.

Por alguna razón se le quedó grabado que eran las cinco de la tarde. Alguien había colgado un viejo reloj de estación en la pared del establo. La manecilla de las horas estaba rota, sólo un muñón apuntaba hacia una marca que probablemente indicaba las cinco. Yngvar sintió cierta inquietud en el cuerpo y comprobó la hora en su reloj de pulsera.

—Ven, Amund. Ven con el abuelo.

El chiquillo estaba entre las piernas delanteras de un caballo castaño. El animal ladeó la cabeza y relinchó suavemente. Yngvar Stubø alzó en brazos a su nieto y lo sentó sobre el lomo del caballo, que no llevaba silla de montar.

—Ahora tienes que despedirte de
Sabra.
Nos vamos a casa a comer, tú y yo.

—¡Adiós,
Sabra
!

Amund se inclinó hacia delante de manera que las crines del caballo le acariciasen el rostro.

—¡Adiós!

La inquietud de Stubø no remitía. Era casi dolorosa, como un escalofrío en la espalda que se le aferraba a la nuca y lo ponía rígido. Estrechó al niño contra su cuerpo y echó a andar hacia el coche. Se sentía incómodo cuando sujetó a Amund al asiento con el cinturón. Hacía tiempo, antes del accidente, había pensado que era vidente, a pesar de que nunca había creído en realidad en esas cosas. Pero antes le gustaba que la gente se percatara de esa sensibilidad que lo hacía especial. De vez en cuando le recorrían el cuerpo oleadas de frío que lo impulsaban a mirar la hora que era, a retener ese dato. Antes le había parecido útil. Ahora le daba vergüenza.

—Tienes que sobreponerte —murmuró para sí y puso el coche en marcha.

19

Más tarde se supo que en realidad ninguno de los pasajeros de aquel autobús se había fijado en Sarah Baardsen. Era hora punta y la gente se apiñaba en el pasillo, pues los asientos estaban todos ocupados. Entre los viajeros había muchos niños, pero en su mayoría iban acompañados por algún adulto. Lo único que sacaron en limpio, tras interrogar a más de cuarenta testigos, fue que Sarah había sido vista, a las cinco menos cinco, en el autobús número 20 como todos los martes. Corroboraban el testimonio de la madre dos compañeros de trabajo que la habían estado esperando mientras ésta se despedía de la niña. Sarah tenía ocho años y hacía ya más de uno que había empezado a ir sola a casa de su abuela en Tøyen. No era un trayecto largo; apenas tardaba un cuarto de hora en llegar a su destino. Quienes conocían a Sarah la describían como una niña segura de sí misma e independiente y, aunque la madre estuviera ahora destrozada por no haberla acompañado, casi nadie le reprocharía a una mujer soltera que permitiera a su hija de ocho años hacer sola un viaje de autobús como ése.

Estaba tan claro que Sarah se había montado en el autobús como que no había llegado nunca al lugar acordado. La abuela había ido a recogerla a la parada donde la niña normalmente bajaba de un salto del vehículo y corría a sus brazos tan pronto como se abrían las puertas. Pero esta vez no fue así. La abuela tuvo la lucidez suficiente como para subir al autobús y recorrerlo entero un par de veces, despacio, haciendo caso omiso de la irritación del conductor. Sarah había desaparecido.

Algunos creían haber visto a la chica bajarse en Carl Berner. Llevaba un gorro azul, decían con convicción los dos testigos. Ellos iban sentados junto a las puertas traseras y les sorprendió que una niña tan pequeña viajara sola en un autobús atestado.

Sarah no llevaba gorro.

Una señora mayor creía haberse fijado en una niña de seis años que iba con un señor. La niña era rubia y llevaba una muñeca de trapo. Según la señora, la cría lloraba desconsoladamente, y daba la impresión de que el señor estaba enfadado con ella. Un grupo de adolescentes sostenían que el autobús iba repleto de niños que no paraban de gritar y chillar. Un gurú de los ordenadores que gozaba de cierta fama en determinados círculos —cosa que, a su juicio, evidentemente lo convertía en un testigo privilegiado— afirmaba que en la parte delantera del autobús iba sentada una niña que iba sola y bebía de una botella de Coca-Cola. De pronto se había levantado y se había bajado como si hubiese visto algo inesperado en la parada junto al museo Munch.

Sarah era morena y no bebía Coca-Cola. Nunca había tenido una muñeca de trapo, además contaba ocho años y era alta para su edad.

Si los muchos pasajeros del autobús número 20 hubieran estado más atentos aquella tarde de martes de finales de mayo, habrían reparado en un hombre que llevó a una chica casi en volandas hacia el fondo del autobús. Se habrían fijado en que la chica le había cedido su sitio a una señora mayor, tal y como le había enseñado su madre. Se habrían dado cuenta de que sonreía. Quizá también habrían advertido que el señor se había acuclillado entre la gente y que le había devuelto la sonrisa antes de tomarla de la mano. Si no hubieran sido justamente las cinco de la tarde, si no hubieran tenido todos tanta hambre, si no hubieran estado atontados por la falta de azúcar en la sangre que les llevaba a pensar principalmente en comida, quizás habrían podido declarar a la policía que la chiquilla parecía aturdida, pero que había acompañado voluntariamente al señor cuando se bajó en la siguiente parada.

La policía tomó declaración a más de cuarenta pasajeros del autobús número 20. Ninguno de los testimonios parecía proporcionar una sola pista sobre el paradero de Sarah Baardsen.

20

Esta vez ella llegó a pie. Aunque muchos habían dado comienzo a la temporada con algo de antelación y Harwichport ya se había llenado tanto de turistas desconocidos como de veraneantes habituales, él la reconoció inmediatamente. La mujer se acercó caminando por Atlantic Avenue, como si hubiera salido a hacer un recado. Cuando llegó al aparcamiento que no tenía la vista al mar obstruida por casas ni setos, se detuvo y dirigió la mirada al sur, hacia el mar. Pero no se acercó a la valla. Llevaba gafas de sol y a él no le cupo la menor duda de que estaba mirando hacia su casa. Mirándolo a él.

Aksel Seier cerró la verja del jardín. El miedo estaba a punto de ceder el paso al enfado. Si ella quería algo, que tuviera los suficientes
guts
como para establecer contacto. Se tiró del jersey. Hacía calor, ya pasaba de mediodía. Oía los gritos de un grupo de jóvenes que se bañaban en el estrecho de Nantucket. El agua seguía helada. Un par de días antes el mercurio se había parado en los sesenta grados Fahrenheit, él lo había medido antes de salir a pescar. La mujer con la cazadora pasó lentamente frente a él, por la acera de enfrente.


What do you want,
dammit!
[6]

Aksel notó que estaba agarrando el martillo con mucha fuerza y optó por soltarlo. La herramienta cayó sobre las losas de pizarra del suelo con gran estrépito. El pulso le martilleaba los tímpanos. El miedo le resultaba ahora tan extraño, tan ajeno al presente... Hacía años que por fin había conseguido superar ese pánico indefinible que lo invadió por primera vez en una celda de prisión preventiva en enero de 1957.

Habían pasado ya algunas semanas desde su detención. Su madre se había quitado la vida, y a Aksel no le habían dejado asistir al funeral. El viejo policía había estado jugueteando con las llaves con la vista clavada en sus ojos. «Todo el mundo sabe que eres culpable —le había asegurado. Las llaves chocaban contra la pared, una y otra vez—. No tienes ninguna posibilidad de salir absuelto. ¿Por qué no confiesas ya para paliar el dolor de los padres de la pequeña Hedvik? ¿No crees que han sufrido ya bastante los pobres?». El rostro del policía había reflejado un profundo desprecio. El hombre se había pasado la manga de la chaqueta por los ojos con decisión, y en ese momento Aksel había comprendido que todo estaba perdido. Más tarde había empezado a delirar, y le habían dado unos somníferos.

Aksel se convirtió en un ser noctámbulo. Descansaba algunas horas por la tarde y luego, mientras los demás dormían, contaba las estrellas a través de los barrotes. El miedo lo había acompañado al apartamento en el que vivió, en ocho metros cuadrados desnudos, tras su inesperada puesta en libertad. También lo acompañó hasta el otro lado del océano y lo atormentaba con asiduidad, hasta una mañana de marzo de 1993. Aksel Seier se había despertado a media mañana, sorprendido de haber dormido de un tirón toda la noche. Por primera vez en treinta y seis años, el policía del llavero y los ojos llorosos lo había dejado en paz.


What the hell do
you want?
[7]

La mujer se paró en seco, con aire vacilante. Aunque Aksel tenía el corazón en la garganta y serias dificultades para respirar con normalidad, se dio cuenta de que era guapa. Tenía un atractivo algo descuidado, como si en realidad le diera pereza causar buena impresión. Tendría algo más de treinta años y llevaba una ropa bastante asexuada. Vaqueros, un jersey rojo con cuello de pico y zapatillas deportivas. Aksel se percató de que inconscientemente la estaba estudiando, almacenando su imagen para uso posterior. Vio que tenía los ojos marrones cuando ella se acercó a él con paso inseguro y se cambió las gafas de sol por unas normales. Tenía el cabello oscuro, medio largo y con unas ondas que quizá se tornaban en rizos con la humedad. Aksel reparó en la finura de sus manos y la longitud de sus dedos cuando ella se los pasó indecisa por el pelo. Él se mordió la lengua.

—¿Aksel Seier?

El miedo amenazaba con ahogarlo. La mujer había dicho «Aksel Seier» con una pronunciación que no oía desde 1966. Ya nadie lo llamaba Aksel Seier, sino «Aksel Sayer», pronunciado con sílabas largas y arrastradas, y no duras y contundentes; como en Aksel Seier.

—¿Quién quiere saberlo? —se obligó a decir aún en inglés.

Ella le tendió la mano, pero él no se la estrechó.

—Me llamo Inger Johanne Vik. Soy investigadora y he venido para hacerle algunas preguntas sobre el juicio que se celebró contra usted, hace muchos años, por una violación y un infanticidio que no había cometido. Si es que usted está dispuesto, claro, si es que quiere hablar de ello ahora, después de tantos años.

Su mano seguía tendida hacia él. Había cierta terquedad en el gesto que hizo que Aksel abriese la boca y aspirase a fondo antes de darle un apretón.

—Æksel Sayer —dijo con un hilo de voz—. Así me llamo ahora.

La señora algodón de azúcar caminaba hacia ellos desde la playa. Rodeó la valla y bostezó sonora y ostensiblemente antes de exclamar:


Female visitor, Aksel! I'll say!
[8]

—Entra —le dijo Aksel a Inger Johanne y le dio la espalda al jersey rosa.

Inger Johanne no sabía qué se había esperado. Ciertamente había visualizado de manera clara la figura de Aksel Seier, pero nunca había intentado imaginar cómo vivía, qué clase de existencia llevaba en Estados Unidos. Se quedó de pie en el umbral. El salón daba a una cocina abierta y estaba abarrotado de cosas. Aunque el mobiliario se reducía a una pequeña mesa de centro situada ante un pequeño sofá y a una mesa de cocina muy rústica con una única silla, no había mucho espacio donde apoyar los pies. En un rincón había un enorme perro que la hizo dar un respingo. Cuando lo miró con atención cayó en la cuenta de que estaba tallado en madera, pelo a pelo, y de que los ojos amarillos eran de cristal. Del techo, en el rincón de enfrente, colgaba un mascarón de proa que representaba a una mujer de busto generoso, mirada ausente y labios de color rojo oscuro, casi morado. La cabellera amarillo dorado le caía sobre el firme cuerpo. La figura era demasiado grande para la habitación. Daba la impresión de que se podía caer del techo en cualquier momento, en cuyo caso machacaría un ejército de figuras que semejaban soldaditos de plomo y que estaban diseminadas sobre el suelo en un campo de batalla de más de dos metros cuadrados. Inger Johanne dio un paso hacia el ejército con mucho cuidado y se puso en cuclillas. Los soldados, cada uno con sus rasgos propios, eran de cristal, al igual que sus casacas azules diminutas, sus bayonetas, cañones, sombreros y distinciones, y luchaban contra los soldados del Sur, vestidos de gris.

BOOK: Castigo
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