Catalina la fugitiva de San Benito (56 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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—Desde luego habéis interpretado mi idea. Pero ¿vos creéis que seré capaz de imitar la voz?

—Ciertamente. Tal como lo hacéis en la iglesia durante vuestros tránsitos; y sobre todo amparada por un muro, con un trapo sobre la boca y contando con los nervios de la muchacha.

—Sea. Cuando os parezca pondremos en marcha vuestro plan.

—Pues entonces únicamente espero vuestra orden.

Para dar más realismo a su proyecto, sor Gabriela no intervino en la designación del día que correspondía a Martina, que así se llamaba la muchacha, el turno de vigilancia. Se limitó a que la nueva prefecta de novicias le notificara que ella era la designada para velar aquella noche.

Luego de las vísperas y antes de las completas, cuando toda la comunidad se había retirado a sus celdas la priora y su cómplice, tras coger tres candelas y una mecha encendida, se desplazaron a través del secreto pasadizo hasta el límite donde se hallaba el mecanismo de apertura del muro, y allí esperaron a que los pasos que daba la muchacha les indicara cuál era el instante en el que se encontraba más cerca de la Sagrada Imagen. Prestaron gran atención para asegurar su proximidad, y cuando tras varios peripatéticos paseos intuyeron que la chica estaba junto a la hornacina, la monja, con la voz distorsionada por un trozo de paño que se colocó sobre sus labios, dijo:

—¡Querida Martina! Me has suplicado muchas veces una señal que reafirme tu vocación y te la voy a dar, porque tu corazón es sencillo y grato a los ojos del Señor. Lo único que te pido a cambio es una ciega obediencia a tu priora; ella sabe mejor que nadie lo que más conviene a tu alma. Ve hasta tu celda y reza ante la imagen de la Santísima Virgen diez avemarías; cuando lo hayas hecho regresa junto al Sagrado Corazón y te será dado ver la señal que tanto has demandado.

Al acabar el parlamento, oyeron ambos cómo los pies de la muchacha volaban más que corrían por el pasillo de las postulantas. Cuando tuvieron la certeza de que se había alejado, la madre Teresa oprimió el resorte que liberaba el muelle del pestillo del muro y éste se abrió. Entonces el fraile encendió las tres candelas que portaba consigo y las colocó en la peana de la imagen, inundándola de luz. Luego volvieron a cerrar el muro y esperaron. Al poco oyeron los pasos de la muchacha que regresaban, después un fuerte golpe y... el silencio.

Cuando la comunidad fue a la iglesia del monasterio para el rezo de las completas, sor Leocadia, prefecta de novicias, comunicó a la priora que una de la postulantas se había desmayado y estaba inconsciente en la enfermería del monasterio, y que en su delirio la nombraba a ella.

Tarsicia, la gitana

Antes de que alguien la echara en falta transcurrirían cinco horas; éste era el tiempo de que disponía para alejarse del palacio de los Cárdenas.

Catalina conocía perfectamente aquellos andurriales, pues los había recorrido en infinidad de ocasiones acompañando a Diego en jornadas cinegéticas en las que la cetrería
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había ocupado un lugar preeminente.

Su idea era dirigirse a Valladolid pasando por Villalpando, para tras atravesar el Sequillo, que por aquellas fechas llevaría poca agua, bajar hasta la Mota del Marqués y después por la vega de Valdetronco hasta su destino prefijado. Allí valoraría las posibilidades de proseguir hasta Madrid. Entonces, instintivamente y casi sin darse cuenta, su mano zurda tanteó el bolsillo interior de su jubón buscando el papel que Casilda le había dado con las señas de aquel primo suyo que era carretero y que moraba en Valladolid.

La luna todavía estaba alojada en el vientre de la noche y la claridad de la madruga hacía que mil gotas de rocío titilaran cual piedras preciosas engarzadas en una corona de hierba. En su mente se agolpaban mil recuerdos y en su corazón batallaban sentimientos encontrados que iban conformando lo que, hasta aquel momento, eran todas sus vivencias: su niñez, Blasillo, Casilda, la madre Teresa, cuya muerte, de haberse demorado unos segundos más tal vez le hubiera brindado la posibilidad de conocer el nombre de su progenitor; la gravísima culpa que sobre sus hombros había querido cargar sor Gabriela, Rivadeneira, el fraile libidinoso, su huida; y aquellos casi dos maravillosos años que habían reafirmado la certeza de que su vida no estaba hecha para el silencio de los claustros, empañados a última hora por la presencia de aquel francés degenerado en el palacio de Benavente y por la amargura que invadía su espíritu cuando recordaba las veces que Diego le había prometido que la llevaría a la Corte con él y, sin saber a ciencia cierta por qué, la había defraudado.

El día se iba asomando por un horizonte encapotado y triste como su atribulado espíritu, y su luz, además de cambiar el perfil del paisaje, le iba mostrando parajes y entornos que eran para ella cada vez más desconocidos.

Un largo camino la separaba de su destino final, que no podía ser otro que cualquier rincón de la Corte que le permitiera vivir a la sombra de Diego; el poder verlo y estar junto a él constituía lo que para ella representaba el paradigma de la felicidad. Su vida sin poder vivirla a su lado carecía de sentido, y por vez primera sabía para lo que había nacido; su finalidad sería siempre, y por encima de cualquier otra consideración, amarlo. Sería maravilloso que él, algún día, reparara en su amor, pero se conformaba con verlo pasar y colmar la insaciable vasija de su alma con su sola presencia, sin contraprestación alguna por parte de él.

En el fondo, ahí subyacía el motivo por el que había sustraído ropas femeninas del arcón del desván del palacio. Su corazón ansiaba que algún día él la pudiera ver en su condición de mujer, y esperaba que pasado el tiempo, con su pelo crecido y vestida de tal guisa, no la asociara ni a la criatura por la que rompió una lanza en el convento ni al mozalbete al que salvó la vida, ni al paje que había tenido posteriormente en la casa de su padre.

Tales disgresiones la llevaban a despreocuparse del presente, que era de por sí harto complicado y peligroso.

Afrodita
había adoptado un trote cochinero que le era cómodo y en el que el animal podía instalarse horas sin acusar cansancio alguno, y calculó que de esta forma podría contabilizar una cantidad de leguas notable al final de cada jornada. Comenzaba a llover y, tras cubrirse con un capote que extrajo de su alforja, decidió que al llegar al Sequillo haría una parada para alimentarse y reponer fuerzas.

Unas cuatro horas llevaría de camino cuando advirtió que el paisaje anunciaba que el río estaba próximo; los chopos habían ido sustituyendo a los plateados abedules y un rumor de agua dominaba los otros sonidos de la floresta. La lluvia había ido en aumento y en un preciso instante creyó obligado detener su caminar pues el prudente animal había acortado su paso y sus orejas denotaban una actitud de alerta, amén de que la visibilidad era cada vez más deficiente. Entonces los vio. A menos de un centenar de metros y emboscados entre la arboleda se hallaban dos carromatos de un extraño porte con las varas de amarre de las caballerías descansando en el suelo y sin rastro visible de los animales que tiraban de ellas. Su aspecto era el de dos galeras convencionales con el pescante fuera, de cuatro ruedas cada una pintadas de verde, y más grandes las posteriores que las anteriores, pero sus respectivas techumbres en lugar de ser redondeadas a la común usanza, eran cuadradas, algo combadas y mucho más altas, hasta el punto que Catalina sospechó que un hombre podía permanecer cómodamente en pie dentro de aquellos carromatos. Del mayor, por un chato cilindro negro cubierto por un sombrerete salía un humillo, cual si fuera la chimenea de una choza; al acercarse más observó en su lateral un ventanuco y en su alféizar una maceta rectangular de madera con varias clases de hierbas del campo y florecillas silvestres. Un relincho le anunció que las caballerías de aquellas gentes habían detectado la presencia de
Afrodita,
y el ladrido agudo de un perrillo que apareció de entre las ruedas del segundo carricoche ratificó su sospecha. Entonces creyó oportuno hacerse notar claramente para que nadie pensara que su propósito abrigaba malas intenciones.

—¡Ah de las gentes! ¿Hay alguien en la casa?

A lo primero nadie contestó a su llamada y el chucho olisqueó amistoso las patas de la mula, que se mostraba intranquila y balanceaba sus orejas adelante y atrás como buscando nuevas referencias que le indicaran si por algún lado acechaba peligro. Cuando iba a repetir su llamada, se abrió la puerta de la carreta mayor y apareció en el quicio la silueta de una mujer cuya imprecisa edad no fue capaz de determinar. Vestía una saya negra floreada, cubría sus hombros con una toquilla de lana verde y calzaba zuecos sobre unas medias del mismo color, su pelo canoso estaba recogido en un moño, bajo un pañuelo rojo, y sus ojos de un verde intenso miraban fijamente a Catalina.

—Alabado sea Dios —saludó Catalina sin descender de la mula.

—Por siempre lo sea. ¿Qué queréis, muchacha?

Catalina se quedó de una pieza. Nadie a lo largo de aquellos dos años había siquiera intuido su secreto, y ella cuidaba muy mucho de impostar la voz a fin de que ésta no la delatara.

—¿Cómo sabéis lo que soy cubierta con este capote y sin haber tenido tiempo de observarme?

—Yo no uso los ojos de la cara. Para ciertas cosas soy ciega... y creedme que se conoce mucho mejor a las personas cuando se las mira con los ojos de dentro. Pero, decidme, ¿qué buscáis?

—Cobijo y un puesto a resguardo hasta que la lluvia escampe.

—Dejad vuestra cabalgadura junto a las otras, bajo la techumbre de ramas que veréis al costado de la otra carreta, y entrad.

Sin nada más añadir, la mujer se volvió a meter en la extraña galera.

Catalina no salía de su asombro. Echó pie a tierra y tirando de la brida de la mula la condujo al lugar indicado. Al instante divisó cuatro cabalgaduras que estaban instaladas en aquel refugio y que la observaban con curiosidad. Despojó a
Afrodita
de sus arreos y cargando la silla al hombro y luego de trabar al animal, se dirigió a la carreta. Para acceder a ella teníanse que subir dos peldaños de una escalerilla; así lo hizo y golpeó con los nudillos de la mano que le quedaba libre la madera de la puerta.

—Empujad, no está cerrada.

Catalina obedeció la indicación. La hoja cedió y se encontró ante un cuadro que jamás hubiera sospechado existiera. El espacio que se ofrecía ante ella estaba totalmente aprovechado y era alargado. Adosados a la pared opuesta a la puerta por la que había entrado se veían unos nichos con las cortinillas recogidas a un costado, en cuyo interior y en su parte baja aparecían unas colchonetas de paja que, sin duda, servían de camastros; allí fácilmente cabía recostada una persona, que al correr la cortinilla quedaba completamente aislada. Al fondo y bajo una ventana abierta en la parte posterior y cubierta por una lona encerada para que la lluvia no calase en el interior, y que desde el lugar por donde ella había llegado no se podía ver, estaba arrimada una mesa de pino con tres lugares para acomodarse; en el otro extremo, donde se hallaba la mujer, se ubicaba un ingenioso fogón causante del humo que Catalina observó a su arribada, y que salía al exterior embocado por una pequeña campana que se hallaba instalada sobre él, y a sus costados había dos pequeñas alacenas llenas de cacharros y utensilios varios.

—Dejad vuestras cosas sobre un catre y tomad asiento. La hospitalidad que me enseñaron mis mayores me obliga a daros agua caliente, sal y un puesto junto a la lumbre... igual que a un soldado. Pero haré algo más. Como os veo hambrienta, os serviré un plato del guiso que estaba cocinando para mi marido y para mi hijo, que están a punto de regresar.

—¿Me podéis decir como sabéis que estoy hambriento... hambrienta?

—Al entrar, las aletas de vuestras narices han venteado fuertemente el aroma que sale de mi cazuela. Aquí no hay otro efluvio que olfatear. Por cierto, de momento y hasta que partáis no hay por qué dar tres cuartos al pregonero sobre vuestra femenina condición.

Catalina no salía del asombro que le causaba aquella peculiar mujer.

—Pero dejad vuestros avíos y sentaos. ¿Cuál es vuestro nombre, de dónde venís y adónde os dirigís? Bueno, si os place decírmelo.

La muchacha se acomodó en una de las yacijas y, sin ser consciente de ello, relató parte de su verdadera historia.

—Veréis, me llamo Alonso Díaz. Bueno, en verdad mi nombre es Catalina. Soy hija de un hidalgo sin fortuna, que toda la vida deseó un varón y que al no tenerlo vio peligrar la continuidad de su estirpe. Yo, en mi afán de complacerlo vestí ropas de hombre y aprendí el oficio de soldado, y hasta que mis hechos de armas no lo cubran de honores no revelaré a nadie mi condición de mujer. Ésta es la razón por la que me he puesto en camino con el fin de alistarme en cualquiera de los Tercios que vaya a Flandes y quiero que sepáis que, hasta el día de hoy, nadie había descubierto mi apaño.

—Bien está si así os complace. La historia es curiosa. Y ¿vuestro padre os permite correr tal aventura?

—He escapado de mi casa, pero me consta que cuando regrese y conozca la altura donde he colocado el lustre de su apellido, estará gozoso.

—Pues si tal queréis conseguir, lo primero que debéis hacer es alimentaros.

Y al esto decir la mujer se fue hasta el fogoncillo y con un cucharón escanció en una escudilla una generosa ración de un guiso de pescado y verduras que colocó frente a la muchacha, y que a Catalina le supo a gloria bendita pues desde el día anterior no había probado bocado. Cuando ya hubo saciado su apetito, fue ella la que comenzó a preguntar a la mujer:

—Y, decidme, ¿cómo tengo que llamaros y a qué os dedicáis? Jamás en toda mi vida había visto un carro acondicionado cual si fuera una vivienda.

—Mi nombre es Tarsicia. Los de la raza de mi marido son trashumantes; siempre hemos vivido en los caminos... somos pájaros de mal anidar. Sus antepasados provienen de la lejana India y el primer gitano del que se tiene noticia es originario de Egipto. Pero no es conveniente hablar muy alto de este tema en las Españas de su cristiana Majestad; soplan malos tiempos para los de mi pueblo adoptivo.

—Y si no cultiváis el campo, por qué no paráis en sitio fijo. ¿De qué vivís?

—Comerciamos.

—Y ¿qué mercáis?

—Según el lugar donde acampemos y las necesidades que nos urjan nos dedicamos a arreglar calderos y afilar dagas, espadas, cuchillos y todo aquel utensilio que tenga filo. Además, en las fiestas también ejercemos de volatineros y cómicos, que ésta fue la profesión que yo tenía cuando me casé.

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