Catalina la fugitiva de San Benito (59 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Los jesuitas se miraron de nuevo.

—Mañana haréis comparecer ante nos a esta postulanta. ¿Martina habéis dicho que se llama?

—Eso he dicho.

—¿Y qué otras cosas extraordinarias creéis que han sucedido por intercesión de la priora?

—Las campanas de San Benito repicaron en el momento de su muerte sin que nadie tirara de sus cuerdas.

—¿No pensáis que el viento tiene algo que ver en estas cuestiones?

—Nada os puedo decir. Yo en aquellos momentos estaba con la reverenda madre.

—En qué quedamos. ¿No habéis dicho que cuando el padre le administró los santos óleos, la madre ya no alentaba? Luego, por lo tanto, si tal hubiera ocurrido en el momento de su muerte a vos os hubiera sorprendido en la capilla. ¿O acaso las campanas retrasaron su arrebato y esperaron a que vuesa merced estuviera con la difunta?

—Quiero referirme a que fue en aquella noche cuando sucedió el extraño repique.

—Es decir, según vuestro relato se podría argumentar que fue un milagro con retraso.

—A lo mejor para vos también fue una casualidad que la hija de Arsenio, uno de nuestros aparceros, que estaba postrada en la cama ya iba para dos años, solamente ponerle sobre el pecho el padre Rivadeneira el crucifijo de la reverenda madre, se alzó del lecho y está tan sana como podemos estar vos o yo.

—No opinamos sobre lo que relatáis. Nada tiene que ver este último suceso, que en su momento estudiaremos, con el relato de las campanas.

De nuevo el que habló fue el padre Juárez:

—Y ¿con qué autoridad impuso ese crucifijo el confesor de la comunidad a una enferma sin órdenes expresas de sus superiores?

—Cuando el peligro es inminente y se ha intentado todo, ¿no es malo probar cualquier cosa para salvar a un cristiano?

—Únicamente hemos oído que estaba postrada; nadie ha dicho aquí que su vida corriera peligro. Y la obligación de un clérigo es consultar tal cosa a la autoridad, y desde luego esperar que la causa de beatificación esté abierta. Pero todo esto lo aclararemos a su debido tiempo con quien corresponda, que no es otro que el padre Rivadeneira.

Los jesuitas estuvieron una semana en San Benito y desarrollaron sus trabajos metódicos y diligentes. Al tercer día llamaron al padre Rivadeneira, que se presentó ante ellos humilde y conciliador.

La escena se repetía todos los días y el orden en el que iban llamando a los interrogados era aleatorio y parecía no seguir una línea prefijada.

La mesa estaba revestida en esta ocasión por un damasco rojo que caía por delante cubriendo las torneadas patas. En ella, presidida por el negro crucifijo se veían dispersos los volúmenes a consultar y las hojas de apergaminado papel en el que anotaba las declaraciones el padre Gallastegui, que se sentaba a la derecha para, de esta manera, poder mejor escribir; en el centro se ubicaba el padre Cosme Landero y a la siniestra el padre Orlando Juárez. Ante ellos, en un pequeño escabel que obligaba a su ocupante a elevar la mirada para dirigirse a sus interrogadores, se hallaba el fraile.

—Y decidnos, padre, ¿en qué seminario cursasteis los estudios de teología?

—Primeramente estudié en la casa que tiene la orden en Liébana y después terminé mis estudios en Madrid.

El que estaba llevando el peso del interrogatorio era el padre Landero.

—Y ¿cuál fue el primer destino al terminar vuestra preparación?

—Mis superiores me enviaron al colegio que tenemos en Almendralejo y tras cinco años de formación pasé a ocupar plaza de coadjutor junto al párroco de San Martín de la Vega en Madrid. Allí estuve hasta que hará unos cinco años me enviaron a San Benito.

—¿Conocíais a la aspirante que, al parecer tan misteriosamente, desapareció? —Quien ahora preguntaba era Orlando Juárez .

—Obviamente, paternidad. Era una de mis ovejas, y además siempre me preocupó más que las otras por su carácter díscolo y errático.

—Explicaos.

—Veréis, paternidad. Cuando yo llegué a San Benito, enseguida me di cuenta de que, ya fuere por su origen, que yo desconocía, o fuere por su condición, el caso era que la priora hacía con ella raros distingos, ayudando de esta manera a formar una criatura cuyo carácter encajaba muy malamente con las demás.

—¿Qué edad tendría entonces?

—Más o menos unos trece años.

—Y ¿no advertisteis a la priora de estas anomalías?

—Mil veces. Pero ella, sin que yo supiera el motivo, la protegía de un modo anormal.

—¿Insinuáis, entonces, que la madre Teresa obraba mal?

—Más bien diría que equivocadamente. Quiero atribuirlo a que ya entonces estaba muy delicada y que pocas veces subía a la iglesia a escuchar mis sermones. La que llevaba el peso de la comunidad era sor Gabriela.

—Y de una priora que se equivoca y que por tanto no cumple con sus obligaciones, ¿creéis vos que sus reliquias pueden hacer milagros? —De nuevo era el padre Landero el que interrogaba.

Rivadeneira anduvo con cuidado:

—Yo no soy quién para opinar. Algunas personas han conseguido algunos trozos de ropas que a ella pertenecieron y se dice que ha sucedido algún que otro hecho extraordinario.

—Pero vos, en algún éxtasis de la madre Gabriela, le habéis acercado a los labios el crucifijo que a ella perteneció.

—La madre Teresa me lo regaló en vida cuando ya estaba muy enferma y yo, en aquella tribulación, se lo di a besar a sor Gabriela no por haber pertenecido a la madre, sino porque era el crucifijo que tenía más a mano.

—Hablemos de dos cuestiones que nos interesan. En primer lugar, de los aparentes milagros que vienen ocurriendo de un tiempo a esta parte en los alrededores del convento, y que según las voces que nos han llegado se atribuyen a la intercesión de la madre Teresa.

«Parece ser que usasteis el crucifijo con la hija de un tal Arsenio, aparcero de San Benito.

—Os repito que era y es el crucifijo que siempre va conmigo. Me limité a acercárselo a los labios a fin de que lo besara y le diera fuerza en sus tribulaciones. Lo que ocurrió después escapa a mi responsabilidad.

—¿Cuál era la enfermedad que por lo visto la acuciaba?

—No soy médico e ignoro cuáles eran sus males. Lo único que puedo decir a vuesas mercedes es que hacía años que estaba postrada y que el galeno que siempre cuidó de ella, y que por lo tanto os podría aclarar lo que me preguntáis, fue el doctor Gómez de León. Lo que ocurre es que os será harto complicado, ya que la Suprema lo hizo detener por poseer libros incluidos en el
índice.

—Y ¿a vos quién os ha dicho que ése fue el motivo?

—Las noticias corren como el viento. No olvidéis que el viejo doctor fue el médico de San Benito durante muchos años.

—Y ¿decís que sanó? —El que preguntaba ahora era el padre Juárez.

—Al domingo siguiente acudió a misa con sus padres y después de la comunión cayó postrada ante el altar mayor dando gracias a la madre Teresa por su curación.

—Y ¿a santo de qué atribuye ella el milagro a la priora?

—Con todo el respeto, paternidad, creo que es ella quien debe responder a esta pregunta.

—Bien, cambiemos de tema. Habladnos ahora de ese extraño suceso referido al día que encontrasteis a Catalina, así se llamaba, creo, queriendo volar desde lo alto del campanario.

—Veréis, paternidades, lo recuerdo cual si hubiera sido ayer mismo. Tengo la costumbre, algunas tardes, de subir a lo alto de la espadaña para leer mi breviario y rezar las oraciones de la tarde; la vista desde allí me acerca a Dios nuestro Señor y me hace ver su grandeza. Pues bien, una tarde, serían las cinco más o menos, allí dirigí mis pasos y cuál no sería mi sorpresa cuando al llegar oí ruido de voces, como si dos personas estuvieran platicando; mi razón me decía que tal cosa era imposible, ya que únicamente sor Gabriela y yo mismo tenemos la llave de la puertecilla de la sacristía desde donde arranca la larguísima escalera que hasta allá arriba sube. Me asomé con cuidado y vi a la muchacha subida sobre el pretil del murete del campanario; se disponía, con los brazos extendidos, a lanzarse al vacío.

—Y las voces que os pareció oír... ¿Entendisteis algo de lo que decían?

—A lo primero no. Únicamente supe que una de las voces era la de ella, la distinguí claramente, y la otra era una voz rota y masculina, que al parecer le ordenaba algo.

—Y ¿qué sucedió después?

—Dijo una palabra e intentó lanzarse al vacío.

—¿Qué palabra era ésa?

Rivadeneira se persignó visiblemente alterado.

—Nombró al maligno.

Los tres jesuitas se miraron.

—Proseguid. ¿Qué ocurrió después?

—Sin pensar me abalancé con el fin de impedir tamaño dislate y cuando la pude retener, sujetándola por el hábito, se volvió hacia mí y me dirigió una mirada terrible que no olvidaré mientras viva. Sin embargo, pese a que hizo una fuerza descomunal, invocando el santo nombre de Jesús conseguí bajarla.

—¿Cuántos escalones tiene la escalera que conduce al campanario? —El que ahora preguntaba entre socarrón e incrédulo era el padre Gallastegui.

—No los he contado, pero imagino que más de trescientos.

—Y vos los subís para rezar.

—Eso he dicho. —Rivadeneira había palidecido levemente.

—¿Cuánto tiempo demoráis en subirla?

—No me he dedicado nunca a mirar mi reloj. Ese sacrificio se lo ofrezco a Dios.

—Me complacería y os quedaría sumamente agradecido si tuvierais a bien mañana mostrarme la hermosa vista que tanto os place, desde allá arriba.

—Si ése es vuestro deseo...

—Pasemos página. Y al descender ¿no explicasteis el extraño suceso a sor Gabriela?

—Desde luego, paternidad, y decidimos al punto dar cuenta a nuestros inmediatos superiores. Pero antes que se tomara medida alguna, desapareció.

—Explicad vuestra versión de la fuga.

Rivadeneira entonces repitió exactamente las palabras de sor Gabriela, hasta el punto que la propia precisión llamó la atención de los jesuitas.

—¿Y la respuesta de la carta que se envió al doctor Carrasco obra en vuestro poder?

—Imagino que la tendrá la reverenda madre.

—Bien, dejemos esto por el momento y hablemos ahora de los textos que habéis empleado en alguno de vuestros sermones.

El fraile sudaba copiosamente.

—Hemos sido informados de que usáis, referidos a vuestras novicias y postulantas, nombres... digamos poco apropiados.

—Perdónenme sus paternidades, después de tantos años creo conocer a mis monjas. Un convento no es una parroquia abierta; mis feligresas siempre son las mismas. Bueno es crear un clima de absoluta confianza a fin de que no tengan reparos en abrirme sus almas en la confesión y bueno es que me tengan por su padre.

—Temo que ciertos apelativos no son propios del pulpito: «cedros del Líbano» y «rosiclers de Alejandría», «palomas blancas», etc.

El rostro de Rivadeneira estaba congestionado.

—Todos los nombres que aplico a mis feligresas aparecen en la sagrada Biblia.

—Vos sabéis perfectamente que no todo el libro sagrado puede ser revelado a almas candorosas.

—Yo no revelo nada. Me limito a usar expresiones que figuran en el
Cantar de los Cantares
de Salomón.

—Eso es revelar. ¿Qué diréis si alguna os pregunta el porqué de tales términos?

—Tal vez haya sido una imprudencia por mi parte. Ved en ello solamente el deseo de mejor ganar su confianza y atraer su atención cuando a ellas me dirijo. Son jóvenes muchas de ellas y poco dadas a concentrarse; de esta manera consigo que estén mas atentas en la iglesia.

—¿Conocéis las teorías de la secta de los iluminados o alumbrados?

—He oído hablar de ellos, pero ignoro cuáles pueden ser sus posiciones.

—Se nos ha dicho que, en ocasiones, habéis dado varias sagradas formas a la hora de comulgar a cada monja.

—Os han dicho verdad. Hemos sufrido en varias ocasiones robos sacrílegos en el convento y se ha avisado a la Santa Hermandad. No imaginéis que ésta se presente de inmediato; esto no es Madrid o Valladolid, donde el alguacil y los corchetes acuden a la llamada de un párroco en apuros. La Santa Hermandad comparece al cabo de unos días y yo, por prevención, cuando he temido algo las veces que esto ha ocurrido, no he querido dejar en el sagrario el cuerpo de Cristo y me ha parecido más oportuno que las hermanas comulgaran más de una vez para evitar un mal mayor. Siempre que tal se ha hecho, ha sido con motivo justificado. ¡Jamás gratuitamente! Tened en cuenta que en lugares tan solitarios y lejanos como el monasterio se deben tomar decisiones que en una ciudad parecerían extrañas y arriesgadas.

Intervino ahora Gallastegui:

—¿Lo que no ignoráis, sin duda, es que estáis bajo juramento?

—Desde luego, paternidad, eso no se me olvida jamás.

—Bien, resumamos... —intervino Landero—. Vuestra opinión personal acerca de Catalina, ya que vos sois la persona que mejor la conocía, ¿cuál es?

—Me duele el alma al tener que decir lo que voy a revelar, pero sin duda en algún momento de su vida tuvo que hacer un trato con el maligno y éste se posesionó de su espíritu, de por sí rebelde y proclive a libertades que la vida religiosa le prohibía, y a cambio de su alma le dio poderes sobrenaturales, que ella usó para desaparecer de San Benito. Creo que estamos ante un caso de brujería que debe juzgarse
in absentia.

—Muy bien, padre, en su momento seréis llamado para que ratifiquéis esta opinión ante quien convenga. Ahora podéis retiraros.

Martina, la postulanta que creía haber presenciado un milagro, fue la que declaró a continuación. Su testimonio ratificó totalmente el aportado por sor Gabriela, y su énfasis y sus deseos de haber presenciado un hecho sobrenatural no pasaron inadvertidos a los experimentados jesuitas.

Cuando los santos varones terminaron de interrogar a cuantas monjas, novicias y postulantas creyeron oportuno, comenzaron con las fámulas y las recogidas.

Al atardecer del sexto día le llegó el turno a Casilda. Entró ésta en la sala, prudente pero decidida. Jamás se había visto en otra igual, pero era una mujer recia y poco dada a atemorizarse, y en su cabeza tenía muy claro lo que debía decir y lo que debía callar. El ambiente era solemne, pero en su subconsciente algo le dijo que aquellos tres hombres rebasaban en autoridad a la priora y al fraile. Cuando llegó a la altura del escabel se quedó quieta, esperando que le indicaran lo que debía hacer.

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