Authors: John Norman
Ute e Inge nos pidieron a Lana y a mí que las ayudásemos a limpiar la jaula aquella noche pero nos negamos, como de costumbre. Aquél era un trabajo para muchachas de menos categoría. Lana y yo éramos más valiosas que ellas, o eso pensábamos. Hubiéramos podido obligar a Lana a colaborar, pero entonces yo también hubiera tenido que hacerlo. Me di cuenta de que si me unía a Lana, aunque ella no me importase, no podían forzarnos a trabajar. Ya que Ute e Inge insistían en limpiar la jaula, esta desagradable tarea recaía por lo tanto sobre ellas regularmente. A mí me gustaba que la jaula estuviese limpia. Lo que ocurría es que, la verdad, no me apetecía limpiarla. Aquella noche, Lana y yo pensamos que eran tontas y nos fuimos a dormir sobre la paja.
Me sentía satisfecha y excitada. Toqué el anillo de mi nariz. Me molestaba. Supuse que a la mañana siguiente aún tendría más razón para encontrarlo molesto. Me adormilé. Me sentía feliz por saberme deseable y también porque aquel odiado anillo de mi nariz desaparecería antes de marcharnos de Ko-ro-ba. Me di la vuelta al tiempo que cerré los ojos. Ko-ro-ba, pensé en Ko-ro-ba. Iba quedándome dormida. Habíamos llegado a la ciudad a primeras horas de la mañana y Targo nos había permitido salir de las carretas y verla. La ciudad, con el sol reflejándose sobre sus muros y sus torres, era muy hermosa. Volví a darme la vuelta, cerrando los ojos. Pero había poca belleza en los recintos en que los hallábamos, con sus pesados bloques de piedra y sus barrotes, la paja y los olores. Finalmente me quedé dormida, contenta de ser atractiva y olvidándome incluso del anillo que llevaba en la nariz. Al quedarme dormida pensé que Ute e Inge estarían ocupadas limpiando la jaula.
—¡Despertad, esclavas!
Sentí un intenso dolor en la nariz, insoportable. Me desperté de golpe. Oí gritar a Lana de dolor. Giré la cabeza y sentí una nueva punzada de dolor.
—Mantened las manos a los lados del cuerpo —ordenó Ute.
Lana y yo habíamos sido unidas por los anillos de la nariz. Lo habían hecho mientras dormíamos. Habían pasado una correa a través de los dos anillos y luego la habían anudado. La doble correa anudada que nos mantenía atadas no medía ni medio metro de largo. Lana y yo quedábamos de frente la una a la otra. El pequeño puño de Ute también se hallaba sujeto a la correa.
Lana trató de alargar la mano para alcanzar la correa y Ute la retorció. Lana gritó de dolor. También yo grité, pues la misma ligadura me ataba a mi igualmente. Así, pues, Lana, con lágrimas en los ojos, bajó las manos y las dejó a ambos lados de su cuerpo, obediente. Yo también. No nos atrevíamos a movernos.
—¡Ute! —protesté yo.
Ella retorció la correa y chillé por el sufrimiento.
—Cállate, esclava —dijo Ute, en un tono no del todo desagradable.
Me callé y lo mismo Lana.
Ute nos hizo ponernos en pie y lloramos del dolor. Nuestras manos, nuestros puños apretados, seguían a ambos lados de nuestro cuerpo.
—Poned las manos detrás de la espalda —recomendó Ute. Lana y yo nos miramos.
Ute retorció la correa. Gritamos e hicimos lo que se nos había ordenado. Inge se acercó entonces con dos pequeñas correas, seguramente conseguidas gracias a algún guarda.
Sentí que ataba mis muñecas y a continuación las de Lana fueron igualmente atadas.
—De rodillas, esclavas —dijo Ute.
Lana y yo nos miramos llenas de rabia. Sentimos el enorme tirón en la correa y las dos, gritando, nos arrodillamos ante Ute e Inge.
—Hay que limpiar la jaula —dijo Ute, sin que su puño soltase la correa ni por un momento—. Podéis llamar al guarda para que os traiga cepillos y agua, y paja fresca.
—¡Nunca! —dijo Lana.
Ute tiró de la correa otra vez.
—Yo le llamaré —dije—. ¡Por favor! ¡Por favor!
—¿Cuál de las dos empezará primero a trabajar? —preguntó Ute.
Lana me miró.
—Que empiece El-in-or —dijo.
—Que empiece Lana —repuse yo.
—Empezará El-in-or —dijo Ute.
El guarda trajo paja fresca, agua en un pellejo y un pesado cepillo.
Me desataron las manos y me puse a cuatro patas. Comencé a recoger la paja maloliente y sucia.
—¡Ten cuidado! —gritó Lana. A mí también me había dolido.
Lana continuaba estando maniatada y seguíamos unidas por los anillos de la nariz. Sólo alcanzaba a trabajar muy torpemente.
Limpié media jaula, saqué la paja usada y limpié las placas del suelo. Ute me obligó a emplearme a fondo. Tuve que barrer mi sección de la jaula dos veces. Me dolían las rodillas. Finalmente mi mitad de suelo quedó limpia y esparcí paja fresca por encima. Entonces volvieron a atarme y soltaron a Lana. Comenzó a trabajar, limpiando la otra mitad de la jaula. Yo seguí de rodillas, con las manos atadas a la espalda y el anillo de la nariz unido al de Lana por la correa. La acompañé, haciendo su mismo recorrido por la estancia, tal y como ella había hecho antes conmigo. Por fin acabó. A ella también la obligaron a limpiar su parte de la jaula dos veces. Luego volvieron a atarle las muñecas. Ute nos llevó entonces a los barrotes de la parte delantera y, desanudando la correa, la pasó por dos de ellas antes de volver a atarla por encima de uno de los travesaños, a un metro de distancia de las láminas metálicas del suelo.
—Ute —supliqué—, por favor, suéltanos.
—Por favor —gimió Lana.
Nos lamentamos, pero seguimos atadas.
Por el otro lado de los barrotes, esclavas y guardas pasaban dirigiéndose al lugar en el que recibirían la comida de la mañana. Se reían de nosotras. Era del dominio público que habíamos intentado librarnos de la limpieza de la jaula. Me sentía humillada. Incluso Lana, en aquellos momentos, no parecía tan arrogante e inteligente, arrodillada y atada a las barras, ante todos los que pasaban, por el anillo de la nariz.
Cuando corrieron el cerrojo de la jaula, Ute e Inge se fueron a desayunar. Lana y yo nos quedamos allí.
Cuando regresaron, Lana y yo ya habíamos tenido bastante con todo aquello.
—Lana trabajará —prometió.
—Si no es así —amenazó Ute— la próxima vez las cosas no serán tan fáciles para ti.
Lana asintió. Era fuerte, pero sabía que en una jaula de esclavas se está a merced de las compañeras. Ute e Inge habían demostrado su poder.
—¿Y tú, El-in-or? —inquirió Ute, amablemente.
¡Odiaba a Ute!
—El-in-or trabajará, también.
—Muy bien —dijo. Luego nos besó a Lana y a mí—. Y ahora soltaremos a estas esclavas —le dijo a Inge. Inge y ella nos liberaron.
—Es la hora de ir a los recintos privados para la sesión de prácticas de la mañana —dijo un guarda al pasar.
Lana y yo nos pusimos en pie y miramos a Ute y a Inge. No volveríamos a dejar de hacer nuestro trabajo.
Los días se sucedían en Ko-ro-ba. Cuatro días después de que nos hiciesen los orificios en las orejas, el metalista regresó a los recintos y retiró los delgadísimos hilos de metal de los que colgaban los diminutos discos que llevábamos en las orejas. En su lugar quedaron las diminutas, casi invisibles marcas en los lóbulos, listos para llevar cualquier tipo de joya que un amo quisiera ver en ellos. Los anillos de la nariz no iban a ser retirados hasta el día antes de nuestra marcha de los recintos.
Un día seguía a otro, y un turno de comida a otro, y así también se sucedían las tandas de ejercicios y los períodos de entrenamiento. Los días se parecían mucho unos a otros. Excepto por el hecho de que aumentaba la duración de las clases y la dificultad de lo que hacíamos aumentaba. Me di cuenta de que tenía que utilizar los cinco sentidos y recurrir a toda mi inteligencia para hacerme con las sutilmente intrincadas habilidades de una esclava. La que era nuestra instructora se enfadaba conmigo y con las demás, cuando no hacíamos las cosas bien. Me daba perfecta cuenta de los cambios y la mejora en las demás muchachas. Estábamos aprendiendo. Íbamos aumentando nuestras habilidades. ¡Incluso Inge! La observaba, en la arena donde entrenábamos, danzando al son de unos tambores ocultos, desnuda, llevando tan sólo unas pulseras de esclava y un collar de danza. Entonces no parecía una joven estudiosa, de vestidos azules, miembro de la casta de los escribas. Era sencillamente una esclava desnuda que danzaba; una esclava excitante, que se contorsionaba en la arena, mientras su cuerpo se estremecía con el latido un tambor. Ute, por supuesto, era increíble, algo magnífico. Sin duda ninguna se pagaría por ella un precio muy elevado. Pero pensé que yo podría superarlo. También me resultaba interesante, y casi sorprendente, ver el fervor y la habilidad empleados en el aprendizaje por la refinada Rena de Lydius. Sabía que ya había sido comprada, pero ignoraba quién pudiera ser su amo. Puesto que habían agujereado sus orejas, estaba aterrorizada pensando que quizás no fuera capaz de complacerle. Así que practicaba con un ardor digno de compasión. Había sido una mujer libre y ahora era una esclava. Su futura suerte, su futuro bienestar dependía ahora enteramente de su capacidad para gustarle a quienes pudieran capturarla u obtenerla, a quienes fueran a poseerla. He de comentar, incidentalmente, que Lana y yo éramos, a juicio de las demás y por indicación de nuestra instructora, las mejores esclavas de nuestro grupo. Por más que yo lo intentase, nunca conseguía superarla. Pero aunque yo no era tan buena como Lana no tenía motivos para avergonzarme de mis progresos en las artes de las esclavas. Era casi perfecta. Pagarían por mí un precio muy elevado. Me sentía orgullosa. Quizás como reconocimiento a mis habilidades, Lana comenzó a tenerme más confianza y, a pesar de que la odiaba, me hice amiga suya. Pasábamos más tiempo juntas y hablábamos menos con la estúpida o la delgaducha Inge. Lana y yo éramos las mejores. ¡Las mejores!
Me sentía muy satisfecha.
De manera inconsciente, día a día, mi cuerpo comenzó a revelarme de forma clara como una esclava. Yo ni me daba cuenta. Hay docenas de sutiles movimientos, cosas pequeñas, casi imposibles de reconocer, pero de los que una se apercibe, casi sin pensar, en los movimientos de una esclava, cosas que, de forma acumulativa, distinguen, y de manera ostensible, sus movimientos de los de una mujer libre.
Yo había dejado de moverme como una mujer libre, una hermosa mujer libre de la Tierra. Me movía ahora, y de forma natural, como lo que era, desinhibida y sin vergüenza, insultante, felina, insolente, como una esclava goreana.
Un día, cuando me puse de pie en la jaula y eché a andar sobre la paja, Inge, que estaba arrodillada cerca, dijo, inesperadamente:
«Eres una esclava, El-in-or»
. Me acerqué a ella y la abofeteé. Con lágrimas en los ojos me gritó:
«¡Esclava!»
. La cogí por el pelo y le di una patada. Entonces, arañándonos y jurando, comenzamos a luchar y rodamos sobre la paja. Lana se reía. Ute intentaba separarnos.
—Todas somos esclavas —decía—, ¡no os peleéis!
De pronto pareció como si la parte superior de mi cabeza fuese a desgarrarse y oí gritar a Inge de dolor.
Un guarda había entrado en la jaula y nos había separado, inclinándonos hacia delante, mientras nos sostenía por el pelo.
A partir de aquel momento, Inge y yo no movimos ni un solo músculo.
De repente, me dio miedo la posibilidad de ser azotada. Estaba atemorizada ante la perspectiva de sentir el verdadero látigo goreano de cinco tiras, usado con toda la fuerza de un hombre. Yo era demasiado sensible al dolor. Las otras chicas, más corrientes, podían ser azotadas, pero yo no. Me dolería demasiado. Ellos no podían entender lo que yo sentiría, todo lo que me dolería.
—¡Ella ha empezado! —grité.
—¡Ella me ha abofeteado! —gritó Inge.
También ella tenía miedo. Pero seguro que no lo hubiera sufrido tan cruelmente como yo, pues era más vulgar que yo, menos sensible, menos delicada. Ute abrió la boca como para decir algo.
—¡No me azotes! —lloré—. ¡Ella lo empezó todo! ¡Ella me pegó primero!
—¡Mentirosa! —gritó Inge.
—¡Embustera!
Ute me miraba enfadada y Lana seguía riéndose.
—El guarda estaba fuera —dijo Lana—. ¡Lo ha visto todo!
En aquel momento, sujeta por el pelo e inclinada hacia delante, tuve la impresión de que mi corazón iba a detenerse. Era una esclava a quien habían pillado en una mentira. Me puse a temblar.
Pero ni Inge ni yo fuimos azotadas.
El guarda sonrió.
No le había sorprendido, al contrario que a Ute, que yo fuese una esclava mentirosa. Por lo visto, muy a pesar mío, él no había esperado otra cosa. En aquel momento comprendí qué impresión se tenía de mí en los recintos.
Estaba enfadada.
Nos ataron las manos detrás de la espalda. El guarda, tirando de mi pelo, me arrastró hasta un lado de la jaula. Me colocó allí de pie, de cara al interior, tomó mi cabello y lo ató a uno de los travesaños de la jaula, por encima de mi cabeza. Luego tomó a Inge y la llevó hasta el extremo opuesto de la jaula, la colocó en pie contra la pared, de cara a mí, y ató su cabello de idéntico modo al mío. Hizo un gesto de dolor.
Luego el guarda salió de la jaula y cerró la puerta con llave tras de sí.
—Que durmáis bien, esclavas —dijo.
Lana se dio la vuelta ampliamente sobre la paja.
—Buenas noches, amo —exclamó.
Luego él miró a Ute, que estaba echada sobre la paja.
—Buenas noches, amo —musitó.
El asintió con la cabeza. Luego me miró a mí.
—Buenas noches, amo —contesté.
Cuando miró a Inge, ella respondió de igual modo.
A continuación, se alejó.
A la mañana siguiente, cuando el guarda soltó nuestro cabello, Inge y yo nos desplomamos sobre las placas de acero del suelo que cubrían la jaula. En medio del sufrimiento casi no nos dimos cuenta de que había soltado también nuestras muñecas. Me quedé echada sobre la paja, con la cara apretada contra ella, sintiendo la rigidez del acero debajo.
Luego, al cabo de un rato, me arrastré hasta Inge.
—Lo siento, Inge.
Me miró duramente. Ella también estaba dolorida, después del sufrimiento de toda la noche.
—Perdóname, Inge.
Inge apartó su mirada.
—El-in-or está arrepentida, Inge —dijo Ute.
Me sentí agradecida hacia Ute.
Inge ni siquiera me miró.
—El-in-or fue débil —insistió Ute—. Tenía miedo.
—El-in-or es una embustera —dijo Inge. Luego me miró directamente, con odio—. El-in-or es una esclava.