Authors: John Norman
—No necesitará esto —dijo, y se lo alargó a otro hombre.
Los hombres que habían descargado el camión comenzaron a desarmar los lados de las enormes cajas colocadas cerca de la escotilla.
Miré llena de espanto.
En cada una de ellas, amarrada con firmes tiras y atadas a anillas de su interior, había una chica. Todas desnudas. Todas inconscientes. Todas llevaban el mismo collar.
Los hombres las pusieron en libertad, retirándoles las mordazas y las anillas del cuello y atando al tobillo de cada una lo que parecía una banda de acero.
Fueron transportadas inconscientes a la nave acto seguido.
No pude evitar dar un grito y echar a correr. Un hombre me atrapó. Cogí rápidamente el cuchillo de cocina que llevaba en el bolso y le apuñalé con furia. Dio un grito de dolor, llevándose una mano al corte ensangrentado que tenía en el brazo. Tropecé, caí y me levanté para seguir corriendo. Pero ellos estaban todos junto a mí, rodeándome. Alcé el cuchillo contra ellos, como una salvaje. Entonces me pareció que toda mi mano, mi muñeca y mi brazo, eran golpeados por una fuerza fantástica. El cuchillo se me escurrió de entre los dedos. Dejé caer el brazo lentamente, dolorida. No podía mover los dedos. El dolor era tan intenso que se me saltaron las lágrimas. Uno de aquellos hombres recogió el cuchillo. Otro me tomó por el brazo y me arrastró hasta el hombre corpulento. Me inclinaron hacia delante y yo levanté la vista para mirarle, sollozando y con los ojos llenos de lágrimas.
El hombre corpulento volvió a poner en su bolsillo un pequeño aparato. Parecía una linterna, pero yo no había visto el rayo que me había golpeado.
—El dolor no durará mucho —me informó.
—Por favor —supliqué—, por favor...
—Has estado sensacional —dijo.
Le miré sin poder articular palabra.
El hombre a quien yo había atacado con el cuchillo estaba detrás de él, sujetándose el brazo y quejándose.
—Que te miren ese brazo… —dijo el corpulento.
El otro se quejó una vez más y se alejó hacia el camión.
Uno de los hombres de la nave oscura, la más pequeña, la que me había seguido, se acercó.
—Queda poco tiempo —dijo.
El hombre corpulento asintió. Pero no pareció ni preocupado, ni tener prisa.
Me miro cuidadosamente.
—Yérguete —me ordenó, pero con suavidad.
Yo intenté erguirme. Todavía tenía el brazo paralizado por la fuerza de antes y no podía mover los dedos.
Tocó el corte ensangrentado de mi vientre, donde me había golpeado la rama. Luego, alzó mi cabeza con su mano, y la volvió hacia un lado para ver el corte de mi mejilla.
—Esto no nos gusta —comentó. Y pidió—: Traed bálsamo.
Trajeron un ungüento y él lo esparció sobre ambas heridas. No olía a nada. Me sorprendió ver que se absorbía casi instantáneamente.
—Has de ser más cuidadosa —dijo.
No repliqué.
—Podrías haberte marcado tú misma, o haberte quedado ciega —le devolvió el ungüento a otro hombre—. Son superficiales —me explicó—, y sanarán sin dejar rastro.
—¡Déjeme marchar! —grité— ¡Por favor! ¡Por favor!
—¡Queda poco tiempo, poco tiempo! —urgió el hombre de la túnica negra.
—Traed su bolso —dijo el corpulento, con calma.
Se lo llevaron, desde el sitio donde yo había caído al intentar escapar.
—¿Quizás te gustaría saber cómo te seguimos? —preguntó.
Asentí sin articular palabra.
Extrajo un objeto de mi bolso.
—¿Qué es esto? —inquirió.
—Mi polvera —le dije.
Sonrió y le dio la vuelta. Desatornilló la parte de abajo. En el interior había un cilindro diminuto soldado a un pequeño plato circular que estaba cubierto por muchas rayas como el cobre, pequeñísimas.
—Este artilugio —explicó—, transmite una señal que puede ser recogida por nuestro equipo a una distancia de casi doscientos kilómetros —sonrió—. Un aparato similar a este fue escondido en la parte inferior de tu automóvil.
No pude reprimir el llanto.
—Amanecerá dentro de seis ehns —dijo el hombre de la túnica.
Me di cuenta de que se percibía un resplandor por el este.
No comprendía lo que había dicho.
El hombre corpulento asintió a lo dicho por el de la túnica. Entonces, éste levantó un brazo. La nave pequeña se elevó poco a poco y se movió en dirección a la mayor. Uno de los orificios de ésta se abrió hacia arriba. La nave pequeña se coló por él. Alcancé a ver algunos hombres, con túnicas negras, que la sujetaban a unas láminas de acero del suelo. La puerta se cerró otra vez. Lo que quedaba de las cajas había vuelto a ser colocado en el camión. En un sitio y otro, por distintos lugares en el claro, los hombres iban y venían, recogiendo el equipo. Colocaban todas estas cosas en el camión.
Ya podía mover el brazo y un poco los dedos de la mano.
—Pero su nave, la pequeña —dije— parecía no acabar de encontrarme.
—Te encontró —afirmo él.
—La luz no consiguió alcanzarme —repliqué.
—¿Crees que fue sólo por equivocación que acabaste en nuestro campamento?
Asentí, sintiéndome desgraciada.
Él se echó a reír.
Le miré llena de espanto.
—La luz —prosiguió—. Siempre corrías para evitarla.
Protesté bajito.
—Fuiste traída aquí —dijo.
Lloré, por tanto sufrimiento.
Se volvió hacia su subordinado.
—¿Has traído el grillete de la señorita Brinton?
El subordinado se lo entregó. Vi que era de acero. Estaba abierto. El cierre parecía un pasador.
Quedé allí de pie, frente a ellos, tal y como había estado hasta entonces, con mis pantalones tostados y mi blusa negra, salvo que ahora llevaba además, un grillete en el tobillo.
—Observa —dijo el hombre corpulento, indicándome la nave negra.
Mientras la observaba, pareció como si las luces empezasen a parpadear en su superficie, y luego como si los pequeños haces de luz se entrecruzasen a través del acero y ante mis propios ojos, comenzó a cambiar de color, volviéndose de un azul grisáceo, salpicado de blanco. En el mismo momento pude ver el primer resplandor de luz que surgía por el este.
—Ésta es una técnica de camuflaje por campos de luz —continuó informándome el hombre corpulento—. Es algo primitiva. El sistema de pantalla de radar que hay en el interior es más sofisticado. Pero la técnica de camuflaje por campos de luz ha reducido considerablemente los avistamientos de nuestra nave. Aparte de eso, por supuesto, hacemos poca cosa más con la nave grande que no sean llegadas y salidas de un punto determinado. La nave pequeña se usa más ampliamente, pero generalmente sólo por la noche, y en áreas aisladas. También se halla equiparada con los camuflajes por campos de luz y cuenta con un sistema de pantalla de radar.
Entendí muy poco de cuanto me dijo.
—¿La desvestimos? —preguntó uno de los subordinados.
—No —contestó él.
Dio un paso y se colocó detrás mío.
—¿Vamos a la nave? —preguntó.
No me moví.
Me volví para mirarle de frente.
—¡Deprisa! —gritó el hombre de la túnica negra, desde el interior de la gran nave— ¡Amanecerá dentro de dos ehns!
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —supliqué.
—La curiosidad está reñida con las Kajiras.
Le miré fijamente.
—Podrían azotarte por ello —añadió.
—¡Aprisa! ¡Aprisa! —gritaba el de la túnica negra—. ¡Debemos realizar el enlace!
—Por favor —solicitó el hombre corpulento, señalando la nave con una mano.
Di media vuelta y le precedí hacia la nave como un autómata. Al llegar al pie de la rampa me eché a temblar.
—¡Rápido, Kajira! —dijo, con suavidad.
Ascendí por la rampa de acero. Me di la vuelta. Él estaba de pie, sobre la hierba.
—Según vuestra medida del tiempo —dijo— amanece en este meridiano y esta latitud, en el día de hoy, a las seis y dieciséis.
Vi asomar el sol por el extremo de mi mundo, elevándose y tocándolo. Amanecía en el este. Era el primer amanecer que yo veía. No es que no hubiese pasado nunca una noche entera en vela, lo había hecho incluso muchas veces. Era sencillamente que nunca había contemplado un amanecer.
—Adiós, Kajira —me dijo el hombre.
Extendí mis brazos hacia él y grité. La rampa de acero se separó del suelo y se cerró herméticamente dejándome en el interior de la nave. Una puerta de seguridad se deslizó sobre la rampa y también se cerró herméticamente. Golpeé su superficie con todas mis fuerzas, llorando desesperada.
Unas manos robustas me cogieron por detrás. Era uno de los hombres que vestían túnica negra. Había una diminuta cicatriz de tres puntas sobre su pómulo derecho. Me llevó a rastras, llorando y pataleando, a lo largo de la nave, entre hileras de tubos y placas de metal.
Finalmente me encontré en una zona algo redonda, donde, sujetos a unos raíles de la pared, inclinándose sobre el suelo, había varios cilindros transparentes, quizás de plástico duro. En su interior se hallaban las chicas que viera antes, las que habían sido sacadas del camión.
Uno de los tubos estaba vacío.
Otro hombre, vestido como el primero, desenroscó uno de los extremos del tubo vacío.
Me di cuenta de que había dos pequeñas mangas, una en cada extremo, sujetas al tubo. Llegaban hasta una maquina dispuesta en la pared. Luché desesperadamente, pero los dos hombres, uno cogiendo mis tobillos y el otro sosteniéndome por debajo de los brazos, me metieron en el tubo a la fuerza. Enroscaron la tapa del cilindro para cerrarlo. Me puse de lado. Empujé con las manos las paredes del tubo. Grité y grité, pataleé contra el cilindro. Los hombres no daban la impresión de prestarme la más mínima atención.
Entonces, empecé a notar que me desvanecía. Resultaba difícil respirar.
Uno de los hombres aplicó una pequeña manga a una diminuta abertura que había sobre mi cabeza.
Levanté los ojos.
Estaba entrando una corriente de oxígeno en el tubo.
Otra manga fue conectada al extremo del cilindro, por encima de mis pies. Percibí un sonido débil, casi inaudible, como si entrase aire.
Podía respirar.
Entonces los dos hombres parecieron abrazarse cuando se sujetaron a unos railes, parte de las repisas sobre las que estaban dispuestos los cilindros. Me sentí repentinamente como si estuviese en un ascensor, y por un momento no pude respirar. Me di cuenta de que estábamos ascendiendo. Por la sensación que noté en el cuerpo, apretado contra el tubo, supuse que debíamos ascender verticalmente o casi. No hubo ninguna sacudida particularmente fuerte y no resultó demasiado desagradable. Fue rápido y escalofriante, pero no doloroso. No oí ningún sonido de motores o máquinas.
Al cabo de aproximadamente un minuto, los dos hombres, cogidos al rail, salieron de la habitación.
La extraña sensación continuó durante algún tiempo. Luego, al cabo de un rato, me sentí lanzada contra uno de los lados del tubo, con bastante fuerza, durante unos minutos. Después, repentinamente, parecía que ninguna fuerza tiraba de mí y, horrorizada, me desplacé hasta el otro lado del tubo. Algo más tarde, una tenue fuerza pareció tirar de mí hacia el lado derecho del tubo. Extrañamente, tuve la impresión de que, más que hacia la derecha, íbamos hacia abajo. Poco después, uno de los hombres que vestían túnica negra, cruzó la habitación. Llevaba unas sandalias con unas placas metálicas en la suela y avanzó lentamente, paso a paso, sobre la superficie de acero. Lo que antes había sido el suelo, ahora parecía una pared a mi izquierda, y aquel hombre se movía extrañamente por la pared.
Fue hasta la máquina en la que desembocaban las mangas que salían de los tubos, y giro un mando pequeño.
Noté de inmediato algo distinto en el aire que me llegaba.
Había otros mandos parecidos, debajo de varios interruptores; sin duda, cada uno era para uno de los contenedores.
Intenté llamar su atención. Grité. Aparentemente no podía oírme. O no le interesaba hacerlo.
Me fijé vagamente en que ahora la fuerza parecía tirar de mi cuerpo de una manera distinta. También noté que el suelo y el techo estaban donde tenían que estar. Vi, aunque no era totalmente consciente de ello, que el hombre salía de la habitación.
Miré hacia fuera a través del plástico. Apreté las manos contra las paredes transparentes, pesadas y curvas de mi pequeña prisión. La orgullosa Elinor Brinton no había escapado.
Era una prisionera.
Perdí el conocimiento.
Me resulta difícil aventurar qué ocurrió.
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente.
Sé tan sólo que desperté aturdida, desconcertada, boca abajo, con la cabeza vuelta hacia un lado, sobre la hierba. Clavé los dedos en la tierra. Quería gritar. Pero no me moví. Los acontecimientos de aquella tarde y noche de agosto resonaban en mi mente. Cerré los ojos. Tenía que dormirme otra vez. Tenía que volver a despertarme, entre las blancas sabanas de satén de mi ático. Pero la sensación de la hierba fresca contra mi mejilla me dijo que yo ya no estaba en el apartamento, ni en algún entorno que me resultase familiar.
Apoyándome en las manos, me puse de rodillas.
Lancé una mirada al sol. Por alguna razón no me pareció el mismo. Moví una mano y apreté un pie contra el suelo.
Me dí por vencida llena de espanto.
Sabía perfectamente que ya no estaba en mi mundo, en el mundo que yo conocía. Era otro mundo, un mundo diferente, uno que no conocía, que me resultaba extraño.
Y sin embargo, el aire parecía hermosamente claro y limpio. No podía recordar un aire parecido. La hierba estaba húmeda por el rocío y era rica y verde. Me hallaba en un campo de algo, pero se divisaban unos árboles altos y oscuros, en la lejanía. Cerca de mí, crecía una pequeña flor amarilla. La miré sorprendida. Nunca antes había visto una flor como aquella. En la distancia, algo apartada del bosque, pude ver una espesura amarilla, también de árboles, pero que no eran verdes, sino brillantes y amarillos. Se oía un riachuelo cerca de donde me encontraba. Me sentí asustada.
Di un grito al ver pasar como una centella un pájaro diminuto de color púrpura sobre mi cabeza.
Lejos de mí, cerca de la espesura amarilla, vi moverse con gracia a un pequeño animal amarillento. Quedaba demasiado lejos para poder verlo bien.
Debía ser un venado o una gacela. Desapareció en la espesura. Miré a mi alrededor.