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Authors: John Norman

Cautiva de Gor (8 page)

BOOK: Cautiva de Gor
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Empecé a encontrar a Targo odioso.

Además, me traía sin cuidado que aquellos hombres, uno a cada lado, sujetasen mis muñecas.

Traté de soltarme de ellos, enfadada. No pude hacerlo, por supuesto.

Odiaba a los hombres, y a su fuerza.

El propio Targo había ido mostrándose más y más irritado.

—¡Soltadme! —grité—. ¡Soltadme!

Pero no conseguí librarme de ellos.

Una vez más, Targo intento hablarme, con paciencia, despacio. Me dí cuenta de que se estaba poniendo furioso.

Era un pobre idiota agotador. Lo eran todos. Ninguno parecía entender inglés. Por lo menos en la nave negra, uno de los hombres lo entendía. Le había oído conversar en inglés con el hombre corpulento. Así que seguro que había muchos, muchísimos que lo entendían en aquel mundo.

—No le entiendo —le dije, pronunciando cada palabra con un poco de impertinencia y frialdad. Luego aparté la mirada altivamente. Le había puesto en su lugar.

Él le dijo algo a un subordinado.

Me dejaron desnuda delante de Targo al instante.

Lancé un grito y las muchachas rieron.

—¡Kajira! —gritó uno de los hombres señalando mi muslo.

Ni un sólo centímetro de mi cuerpo pudo evitar sonrojarse.

—¡Kajira! —gritó riéndose Targo.

—¡Kajira! —rieron los demás. Oí como las muchachas reían y aplaudían.

Targo lloraba de tanta risa y sus ojos aun parecían más pequeños en su inflado rostro.

De pronto, se puso serio. Parecía enfadado.

Habló de nuevo, con dureza.

Me echaron sobre el suelo boca abajo. Los dos hombres que habían estado sujetando mis muñecas continuaron haciéndolo, pero separaron mis brazos y los extendieron hacia delante apretándolos sobre la hierba. Otros dos hicieron lo mismo con mis piernas y me sujetaron por los tobillos.

—¡Lana! —gritó Targo.

Otro hombre se dirigía al grupo de muchachas situado frente a la carreta. No conseguí ver qué hizo allí. Pero oí reír a una de las chicas. Al cabo de un momento, había salido de donde se encontraba y se colocó por detrás mío.

De pequeña había sido una niña mimada y malcriada. Las enfermeras y niñeras que me educaron, me habían regañado y con frecuencia, pero nunca me habían pegado. Las hubieran despedido inmediatamente. No recordaba que nunca en mi vida me hubiese pegado alguien.

Y entonces me azotaron.

La chica golpeaba, con su fuerza pequeña pero feroz, una y otra vez, sin cesar, con rencor, salvajemente, tan fuerte como podía, una y otra vez. Yo grité, chillé y lloré, y luché por soltarme. El puñado de tiras de cuero no tenía piedad. No podía respirar. No veía nada a causa de las lágrimas. El martirio era incesante.

—¡Por favor, basta! —grité. Pero ya no pude volver a gritar. No sentía más que la hierba, las lágrimas y el dolor del cuero, que me golpeaba una y otra vez.

Imagino que los latigazos duraron tan solo unos segundos, con seguridad, menos de un minuto.

Targo le dijo algo a la chica, Lana, y la hiriente lluvia de latigazos, cesó.

Los dos hombres que sujetaban mis tobillos los soltaron. Los que sujetaban mis muñecas me incorporaron hasta dejarme de rodillas. Supongo que debí sufrir algún shock. Veía borroso. Oí que las chicas se reían. Devolví sobre la hierba. Los hombres me arrastraron hacia un lado para apartarme de donde había vomitado y otro, cogiéndome por el pelo desde atrás, empujó mi rostro sobre la hierba limpia y, haciéndome girar la cabeza, retiró los restos de suciedad de mi boca y mejilla.

Volvieron a tirar de mí para ponerme de rodillas y situarme frente a Targo, sin soltar mis muñecas.

Levante los ojos hacia él.

Pude ver que sostenía mis ropas en una mano. Casi no las reconocí. Él me miraba también. Vi que en la otra mano llevara colgando el puño de cintas de cuero con el que me habían azotado. Uno de los hombres acompañó a la muchacha hasta el lugar que ocupaba en el grupo. Toda la parte posterior de mi cuerpo, las piernas, los brazos, los hombros, me ardía. No podía apartar los ojos de las cintas de cuero.

Los dos hombres me soltaron.

—Kajira —dijo Targo.

Alzó las cintas.

Me estremecí.

Eché la cabeza sobre el suelo, a sus pies.

Tomé su sandalia entre mis manos y apreté los labios contra su pie, para besárselo.

Oí las risas de las muchachas.

¡No quería que volviesen a golpearme!

Tenía que agradarle.

Besé de nuevo su pie, temblando y sollozando. ¡Tenía que estar satisfecho de mí, tenía que estarlo!

Pronunció una breve palabra que pareció una orden y recogiendo sus vestiduras, se separó de mí.

Yo seguí sollozando. Alcé la cabeza y miré hacia él.

Los dos hombres que habían estado sujetando mis muñecas me cogieron por detrás. Vi cómo se alejaba Targo. No me atreví a llamarle. Yo ya no le interesaba. Los hombres me arrastraron hasta la carreta.

Vi a la muchacha que me había golpeado, Lana, algunos puestos por delante mío. Me dí cuenta de repente de que llevaba el arnés puesto. Unas tiras de cuero le rodeaban las muñecas y la mantenían en su sitio. Y alrededor de su cuerpo, extendiéndose desde su hombro izquierdo hasta su cadera derecha, una gran banda de cuero la unía al eje de la carreta. Las demás chicas estaban atadas de una forma parecida. Del mismo modo me ataron a mí: correas alrededor de mis muñecas y una gruesa banda de cuero que iba desde mi hombro a mi cadera.

No pude contener el llanto. Apenas podía mantenerme en pie. Me temblaban las piernas y toda la parte de atrás de mi cuerpo me dolía horrorosamente. Las lágrimas se me escurrían por las mejillas y me llegaban hasta los labios.

El hombre comenzó a ajustar la banda sobre mi cuerpo.

Junto a mí, al otro lado, una muchacha bajita de pelo moreno, labios muy rojos y ojos negros brillantes, me sonrió.

—Ute —dijo señalándose a sí misma. Luego me señaló a mí—. ¿La? —preguntó.

Vi que las muchachas que llevaban puesto el arnés, lucían en el muslo izquierdo la misma señal que yo en el mío.

Moví las cintas que rodeaban mis muñecas. No podía soltarme.

—Ute —repitió la muchacha bajita y de ojos oscuros señalándose. Luego volvió a señalarme a mí—. ¿La? —inquirió.

El hombre ciñó la banda a mi cuerpo. Era muy ajustada. Después se alejó. Ya llevaba puesto mi arnés.

—¿La? —insistió la muchacha señalándome con la mano sujeta por una cinta—. ¿La?

—Elinor —susurré.

—El-in-or —repitió ella sonriente. Luego dirigiéndose a las demás y señalándome, les indicó—: El-in-or.

Parecía encantada y feliz.

Por alguna razón, me sentí verdaderamente agradecida de que aquella muchacha bajita y encantadora se sintiese feliz al saber mi nombre.

Muchas de las demás se limitaron a volverse y mirarme, sin demasiado interés. Lana, la que me había azotado, ni se volvió. Su cabello se movía mecido por el viento.

Otra de las chicas, alta y de cabello claro, situada dos puestos por delante mío a mi izquierda, sonrió.

—Inge —dijo señalándose a sí misma.

Sonreí.

Targo había comenzado a gritar órdenes. Miraba a todas partes, con aprensión.

Uno de sus hombres gritó.

Las muchachas se inclinaron hacia delante, tirando de la carreta.

Dos de sus hombres empujaron las ruedas de atrás.

La carreta comenzó a moverse.

Me incliné sobre la banda de cuero, haciendo ver que tiraba. No necesitaban que yo tirase de ella. Lo habían hecho antes sin mí. Hundí mis pies en la hierba, como si fuese debido al esfuerzo. Jadeé un poco, para interpretar mejor mi papel.

Ute, a mi derecha, me dirigió una mirada bastante desagradable. Su pequeño cuerpo hacía esfuerzos contra la tira de cuero.

No me importó.

Grité de dolor y humillación cuando el látigo golpeó mi cuerpo.

Ute rió.

Eché todo mi peso sobre la tira de cuero, sollozando, empujando con todas mis fuerzas.

La carreta se movía.

Al cabo de un minuto, más o menos, vi que Lana también era azotada por el látigo, como lo había sido yo, en la parte más estrecha de la espalda. Gritó por la humillación y el dolor y vi claramente la marca roja que le había quedado. Las demás chicas, yo entre ellas, rieron. Deduje que Lana no era muy popular. ¡Me alegré de que también a ella la castigasen! ¡Era una vaga! ¿Por qué teníamos las demás que tirar por ella? ¿Acaso era mejor que nosotras?

—¡Har-ta! —gritaba Targo—. ¡Har-ta!

—¡Har-ta! —gritaban los hombres a nuestro alrededor.

Las muchachas comenzaron a empujar con más fuerza. Nos estirabamos, para aumentar la velocidad de la carreta. De vez en cuando los propios hombres empujaban las ruedas, también.

Gritamos de dolor cuando dos hombres, situados en los lados, intentaron animarnos con sus fustas.

No podía tirar más fuerte. ¡Y sin embargo nos golpeaban! No me atreví a protestar.

Transportamos la carreta a través de los campos cubiertos de hierba.

Targo caminaba junto a nosotras. Yo había esperado que condujera la carreta o sería transportado en ella, pero no era así. La quería tan ligera como fuese posible, incluso si ello significaba que él, el jefe, tenía que andar.

Temblaba cada vez que el gritaba
«¡Har-ta!»
porque entonces volvíamos a ser golpeadas.

Sollocé, atada a las correas, bajo la fusta.

Miré a Ute de reojo.

Me miró poco amistosa. No había olvidado que yo había hecho trampa. Miró hacia otro sitio, disgustada.

Yo estaba enfadada, no me importaba. ¿Quién era ella? ¡Una idiota! En un mundo como éste, cada una debía mirar por sí misma. Cada una tenía que cuidarse de sus cosas.

—¡Har-ta! —gritó Targo.

—¡Har-ta! —gritaron los hombres.

Y nosotras gritamos también, aguijoneadas por las fustas. Eché todo mi peso sobre el cuero y hundí mis pies en la hierba.

Rompí a llorar una vez más.

No se me permitiría librarme de aquello.

Siempre me había salido con la mía hasta entonces, tanto con los hombres como con las mujeres. Obtenía más plazo para presentar mis trabajos trimestrales, conseguía un nuevo chai de piel en cuanto quería. Cuando me cansaba de un coche, me daban otro. Siempre conseguía lo que reclamaba, o lo lograba a base de halagos, o ponía cara triste, o ponía mala cara. Siempre lo lograba.

Aquí no podía hacer lo que quería.

Aquí no se me permitía escabullirme. El látigo se encargaría de ello. Si había aquí alguien que pudiese salirse con la suya o halagar a alguien, esas eran las más hermosas, más complacientes que yo. Esperaban de mí, comprendí llena de rabia, que cumpliese mi parte por primera vez.

El látigo restalló otra vez y lloré.

Sollozando, y gritando para mis adentros, empujé contra la recia banda de cuero con todas mis fuerzas.

7. SOY TRANSPORTADA, JUNTO A OTRAS, HACIA EL NORTE

Targo, mi amo, era un mercader de esclavas.

No le costé nada.

Poco antes de convertirme en una de sus chicas, unos dos o tres días antes, había sido atacado por tarnsmanes proscritos, a unos cuatro días de camino desde la ciudad de Ko-ro-ba, que se extiende en la parte superior de las moderadas latitudes del planeta Gor, que es como se llama este mundo. Sufrió el asalto mientras viajaba a través de las colinas y los prados que hay al Este y al norte de Ko-ro-ba, hacia la ciudad de Laura, asentada a orillas del río Laurius, a unos doscientos pasangs hacia el interior desde la costa del mar llamado Thassa. Laura es una pequeña ciudad comercial, puerto fluvial, cuyos edificios son en gran medida de madera y en su mayor parte, almacenes y tabernas. Es una cámara de compensación para muchas mercancías: madera, sal, pescado, piedras, pieles y esclavas. En la desembocadura del Laurius, en el Thassa, se encuentra el puerto franco de Lydius, administrado por los mercaderes, una importante casta goreana. Desde Lydius, las mercancías pueden ser embarcadas para las islas de Thassa, como por ejemplo Teletus, Hulneth y Asperiche, incluso para Cos y Tyros y las ciudades costeras, como Puerto Kar y Helmutsport y, más al sur, Schedi y Bazi. Y desde Lydius, por supuesto, mercancías de muchas clases en bruto, tales como herramientas, metales y tejidos traídos en barcazas, transportados por tharlariones siguiendo el río, llegan hasta Laura, para ser vendidas y distribuidas en el interior. El Laurius es un rio tortuoso, largo, suave y lento. No tiene la amplitud ni la corriente que son los terrores del titánico Vosk, más al Sur, bastante más abajo de Ko-ro-ba, aunque mucho más arriba de Ar, que es considerada la mayor ciudad de todo Gor. El Laurius, como el Vosk, corre generalmente en dirección Oeste, aunque el Laurius se inclina más hacia el Suroeste que el gran Vosk.

Teniendo en cuenta la naturaleza de las mercancías usuales encontradas en Laura, en su mayor parte materias primas, podría parecer extraño que Targo se dirigiese a aquella ciudad. No lo era, sin embargo, puesto que era primavera y esa es la gran estación para las batidas de esclavas. En realidad, el otoño anterior, en la feria de Se'Kara, cerca de las Montañas Sardar, había contratado con Haakon de Skjern la entrega de cien bellezas del norte, que serían llevadas desde los pueblos al norte del Laurius y los de la costa hacia arriba, incluso hasta los límites de Torvaldsland. Era para recoger aquella mercancía por lo que se aventuraba Targo a salir hacia Laura. Durante aquella feria ya le había pagado a Haakon a cuenta de su adquisición, cincuenta piezas de oro. El resto de las ciento cincuenta piezas sería abonado a la entrega del encargo. Dos piezas de oro son un precio elevado por una chica sin refinar, entregada en Laura, pero si la misma chica puede llegar sana y salva al mercado de una gran ciudad, puede llegar a cotizarse en cinco o seis, incluso sin estar adiestrada. Además, al ofrecer dos monedas de oro en Laura, Targo se aseguraba para sí el derecho a ser el primero en elegir entre las mejores adquisiciones de Haakon. Junto con todo esto, Targo había tenido también presente el que ninguna ciudad hubiese sido capturada recientemente y que la casa de Cernus, una de las grandes casas de esclavas, había sido destruida en Ar. El mercado estaría sin duda en alza. Por otra parte, tenía previsto que sus chicas recibiesen alguna instrucción, probablemente en uno de los recintos para esclavas de Ko-ro-ba, antes de llevarlas hacia el Sureste, a la ciudad de Ar. Desgraciadamente para Targo, las chicas de los pueblos no son de casta alta. Por otra parte, aunque mucho menos valoradas, son adquiridas con mucha más facilidad que una mujer libre. Cuando fui apresada por Targo, tan solo tenía una muchacha de casta alta en su cadena: Inge, la chica alta, que pertenecía a la de los escribas. Ute, que iba atada junto a mí, había sido de la de los curtidores. Una esclava por supuesto no tiene casta. Al convertirse en esclava, se la despoja de ella, así como de su nombre. Pertenece a su dueño en todos los aspectos, como un animal. Puede llamarla como desee y hacer con ella lo que le plazca. No parecía descabellado que una de las chicas de pueblo de Targo, después de adiestrada y llevada a Ar, pudiese reportarle de quince a veinte piezas de oro. Su inversión, en algunos aspectos excelente, no estaba sin embargo, exenta de riesgos. No siempre es fácil llevar una chica bonita al mercado de Ar, que es donde tradicionalmente se pagan los precios más altos. No por el hecho de que la muchacha pueda escaparse, pues los mercaderes de esclavos rara vez pierden prisioneras. Es más bien porque puede serle arrebatada a uno. Una esclava es considerada casi como un botín.

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