Chamán (41 page)

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Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
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—Mientras yo hablo -dijo-, las cuerdas de mi laringe vibran, como las cuerdas del piano. ¿Percibes las vibraciones, el modo en que cambian con cada palabra?

El asintió embelesado, y se miraron sonrientes.

—Oh, Chamán!-exclamó Dorothy Burnham, apartando la mano del chico de su garganta y estrechándola entre las suyas-. Estás haciendo muchos progresos! Pero necesitas un entrenamiento constante, más del que yo puedo darte durante el curso. ¿Alguien podría ayudarte?

Chamán sabía que su padre estaba ocupado con los enfermos. Su madre se dedicaba a trabajar para la iglesia, y él captaba la poca disposición de ella a ocuparse de su sordera, cosa que lo desconcertaba pero que no era imaginada. Y Alex se iba con Mal cada vez que terminaba sus tareas.

Dorothy suspiró.

—¿A quién podríamos encontrar que pudiera trabajar contigo de una forma regular?

—A mí me encantaría ayudar -dijo de repente una voz surgida de un enorme sillón de orejas con respaldo de crin que se encontraba de espaldas al piano, y Dorothy se sorprendió al ver que Rachel Geiger se levantaba a toda prisa del sillón y se acercaba a ellos.

La maestra se preguntó cuántas veces la niña habría estado allí sentada sin que la vieran, oyendo mientras ellos hacían los ejercicios.

—De verdad que puedo hacerlo, señorita Burnham -afirmó Rachel casi sin resuello.

Chamán pareció encantado.

Dorothy le sonrió a Rachel y le apretó la mano.

—Estoy segura de que lo harás muy bien, cariño -le dijo.

Rob J. no había recibido respuesta alguna a las cartas que había enviado con relación a la muerte de Makwa. Una noche se sentó a la mesa y desahogó su frustración redactando otra carta, en tono áspero, con la intención de armar un poco de alboroto.

“… Los delitos de violación y asesinato han sido totalmente pasados por alto por los representantes del gobierno y de la ley, hecho que lleva a plantear la pregunta de si el Estado de Illinois, o incluso Estados Unidos de América, es un reino de auténtica civilización o un sitio en el que los hombres pueden comportarse como auténticas bestias con toda impunidad.” Despachó copia de las cartas a las mismas autoridades con las que ya se había puesto en contacto; tenía la esperanza de que el tono áspero de las mismas produjera algún resultado.

Pensó malhumorado que nadie se había puesto en contacto con él.

Había cavado la habitación en el cobertizo a un ritmo casi frenético, pero ahora que estaba hecha no tenía noticias de George Cliburne. Al principio, a medida que los días se convertían en semanas, pasaba horas pensando cómo harían para avisarle, y luego empezó a preguntarse por qué lo dejaban de lado. Apartó la habitación secreta de su mente y se resignó al conocido acortamiento de los días, a la enorme y que formaban los gansos mientras acuchillaban el aire azul en su vuelo hacia el sur, al estruendoso sonido del río que se volvía cristalino a medida que el agua se enfriaba. Una mañana cabalgó hasta el pueblo y Carroll Wilkenson se levantó de la silla que ocupaba en el porche del almacén y caminó hasta donde Rob J. desmontaba de una pequeña yegua pinta de cuello encorvado.

—¿Yegua nueva, doctor?

—Sólo estoy probándola. Nuestra Vicky ya está casi ciega. Es fantástica para que los chicos paseen por la pradera, pero… Esta pertenece a Tom Beckermann.

Sacudió la cabeza. El doctor Beckermann le había dicho que la pinta tenía cinco años de edad, pero los incisivos inferiores del animal estaban tan gastados que él supo que tenía más del doble; además se sobresaltaba con los insectos y las sombras.

—¿Prefiere las yeguas?

—No necesariamente. Aunque en mi opinión son más tranquilas que los sementales.

—Creo que tiene usted razón. Toda la razón… Ayer tropecé con George Cliburne. Me pidió que le dijera que tiene algunos libros nuevos en su casa, y que tal vez le interese echarles un vistazo.

Esa era la señal, que cogió a Rob J. por sorpresa.

—Gracias, Carroll. George tiene una biblioteca maravillosa -respondió, con la esperanza de que su voz sonara serena.

—Sí, así es. -Wilkenson levantó la mano para despedirse-. Bueno, haré correr la voz de que quiere comprar una yegua.

—Se lo agradeceré -repuso Rob J.

Después de la cena Rob J. estudió el cielo para asegurarse de que no habría luna. Durante toda la tarde habían pasado negros nubarrones.

El aire parecía el de una lavandería después de lavar durante dos días, y prometía lluvia antes de la mañana.

Se acostó temprano y logró dormir unas pocas horas, pero tenía la habilidad de los médicos para hacer una siesta corta, de modo que alrededor de la una estaba despierto y despabilado. Recuperó el tiempo perdido y se apartó del calor del cuerpo de Sarah antes de las dos. Se había acostado en ropa interior, y cogió el resto de la ropa en silencio, a oscuras, y se vistió en la planta baja. Sarah estaba acostumbrada a que él se marchara a cualquier hora para atender algún paciente, y siguió durmiendo profundamente.

Las botas de Rob estaban en el suelo, debajo de su abrigo, en el vestíbulo delantero. Una vez en el establo ensilló a Reina Victoria porque sólo iría hasta el lugar en que el sendero de entrada a la casa de los Cole se encontraba con el camino público, y Vicky conocía ese tramo tan bien que no necesitaba tener buena vista. Estaba tan nervioso que hizo todo con demasiado tiempo, y diez minutos después de llegar al camino se sentó y acarició el pescuezo de la yegua mientras empezaba a caer una débil lluvia. Aguzó el oído para captar sonidos imaginados, pero por fin oyó sonidos reales, el chirrido y el tintineo de unos arreos, el ruido de los cascos de un caballo de tiro que avanzaba pesadamente. Un instante más tarde el carro tomó forma: un carro cargado de heno.

—Entonces has venido -dijo George Cliburne tranquilamente.

Rob J. luchó contra el impulso de negar que era él y se quedó sentado mientras Cliburne buscaba entre el heno y de éste salía otra forma humana Evidentemente, Cliburne ya le había dado instrucciones al esclavo, porque sin hacer ningún comentario el hombre se aferró a la parte de atrás de la montura de Vicky y montó detrás de Rob.

—Que Dios te acompañe -lo saludó Cliburne alegremente, tirando de las riendas y poniendo en marcha el carro.

Con anterioridad -y tal vez varias veces- el negro había perdido el control de su vejiga. Gracias a su experta nariz, Rob supo que la orina se había secado, quizá varios días antes, pero apartó su cuerpo del penetrante olor a amoniaco que le llegaba desde atrás. Cuando pasaron frente a la casa, todo estaba a oscuras. Había pensado colocar al hombre en el refugio subterráneo a toda prisa, desensillar el caballo y volver a meterse en la cama caliente. Pero una vez dentro del cobertizo, el proceso resultó más complicado.

Cuando encendió la lámpara vio que se trataba de un hombre negro entre treinta y cuarenta años, de ojos asustados y cautelosos como los de un animal acosado, nariz grande y ganchuda y pelo en marañado como la lana de un carnero. Llevaba zapatos resistentes, una camisa adecuada y unos pantalones tan raídos y agujereados que faltaba más tela de la que quedaba.

Rob J. quería preguntarle cómo se llamaba y de dónde había huido, pero Cliburne le había advertido que hacer preguntas iba en contra de las reglas. Retiró los tablones y detalló lo que había dentro del escondite: un recipiente con tapa para las necesidades fisiológicas, papel de periódico para limpiarse, una jarra de agua para beber, una bolsa de galletas. El negro no dijo nada; se agachó y entró, y Rob volvió a colocar los tablones.

Había un recipiente de agua sobre la estufa apagada. Rob J. preparó y encendió el fuego. En el establo, colgados de un clavo, encontró sus pantalones más viejos de trabajo -que eran demasiado largos y demasiado grandes- y unos tirantes que en otros tiempos habían sido rojos y ahora estaban grises de polvo, el tipo de tirantes a los que Alden llamaba suspensorios. Los pantalones enrollados podían resultar peligrosos si quien los llevaba tenía que correr, así que cortó un trozo de veinte centímetros a cada pierna con las tijeras quirúrgicas. Cuando terminó de poner en su sitio la yegua, el agua que estaba encima de la estufa se había calentado. Volvió a retirar los tablones y pasó el agua, los trapos, el jabón y los pantalones al interior del escondite; colocó otra vez los tablones, apagó la estufa y luego la lámpara.

Vaciló antes de marcharse.

—Buenas noches -dijo mirando los tablones.

Se oyó un movimiento, como el ruido que hace un oso en su madriguera; el hombre se estaba lavando.

—Gracias, señor -llegó por fin la respuesta como un ronco susurro, como si alguien hablara en una iglesia.

“El primer huésped de la posada”, pensó Rob J. El hombre se quedó allí durante setenta y tres horas. Después de dedicarle un saludo tranquilo y alegre en un tono tan cortés que resultó casi formal, George Cliburne lo recogió en medio de la noche y se lo llevó. Aunque estaba tan oscuro que Rob J. no pudo ver los detalles, tenía la seguridad de que el cuáquero llevaba el pelo prolijamente peinado sobre la coronilla, y las mejillas rosadas tan bien afeitadas como si fuera mediodía.

Aproximadamente una semana más tarde, Rob J. tuvo miedo de que él, Cliburne, el doctor Barr y Carroll Wilkenson fueran arrestados como cómplices de robo de la propiedad privada, porque oyó decir que Mort London había cogido a un esclavo fugado. Pero resultó que no se trataba de “su” negro sino de un esclavo que se había escapado de Louisiana y se había ocultado en una barcaza sin que nadie se enterara ni pudiera ayudarlo.

Fue una buena semana para Mort London. Unos días después de recibir una recompensa en metálico por devolver al esclavo, Nick Holden premió su prolongada lealtad haciendo que lo nombraran dele gado del oficial de justicia de Estados Unidos en Rock Island. London renunció de inmediato al puesto de sheriff, y por recomendación suya el alcalde Andreson nombró a su único ayudante, Fritzie Graham, para que se ocupara de la oficina hasta las siguientes elecciones. Rob J. no simpatizaba con Graham, pero la primera vez que se encontraron, el nuevo sheriff en funciones se apresuró a señalar que no estaba interesado en mantener las disputas de Mort London.

—Espero que se convierta otra vez en un forense activo, doctor.

Realmente activo.

—Yo también lo espero -respondió Rob J.

Y era verdad, porque había echado mucho de menos las oportunidades de depurar su técnica quirúrgica realizando disecciones.

Alentado por estas palabras, no pudo resistir la tentación de pedirle a Graham que reabriera el caso del asesinato de Makwa, pero sólo obtuvo de Fritzie una mirada tan cautelosa e incrédula que enseguida supo cuál era la respuesta, aunque aquél le prometió que haría todo lo que estuviera en sus manos.

Los ojos de Reina Victoria habían quedado afectados por unas catara tas que los cubrían de una capa densa y lechosa, y la vieja y mansa yegua ya no veía nada. Si hubiera sido más joven la habría operado para extraérselas, pero la yegua ya no tenía fuerzas para trabajar, y él no veía ningún motivo para hacerla sufrir. Tampoco pensaba sacrificarla porque parecía contenta entre los pastos, donde tarde o temprano todos los que estaban en la granja se detenían a darle una manzana o una zanahoria.

La familia tenía que contar con un caballo cuando Rob estaba fuera de casa. La otra yegua, Bess, era más vieja que Vicky y también tendría que ser reemplazada muy pronto, de modo que Rob mantenía los ojos bien abiertos ante cualquier caballo que estuviera disponible. El era un animal de costumbres y detestaba tener que depender de un caballo nuevo, pero finalmente, en noviembre, le compró a los Schroeder una pequeña yegua baya ni joven ni vieja, por un precio tan razonable que no lamentaría perder si no era lo que necesitaba. Los Schroeder la llamaban Trade, y ni él ni Sarah vieron la necesidad de cambiarle el nombre. Rob dio unos paseos cortos con ella, pensando que le iba a decepcionar, aunque en el fondo sabía que Alma y Gus nunca le habrían vendido una mala yegua.

Una fresca tarde la ensilló y se fue con ella a hacer las visitas domiciliarias, que les hicieron recorrer toda la población y sus alrededores. La yegua era más pequeña que Vicky y que Bess, y parecía más delgada debajo de la montura, pero respondía bien y no era un animal nervioso. Cuando regresaron a casa, al caer la tarde, Rob supo que la yegua se portaría bien, y dedicó un buen rato a almohazarla, y a darle agua y comida. Los Schroeder siempre le habían hablado en alemán. Rob J. le había hablado todo el día en inglés, pero ahora le palmeó la ijada y sonrió.

—Gute Nacht, Meine Gnadige Liebchen-dijo, derrochando imprudentemente y de una sola vez todo su vocabulario alemán.

Cogió el farol y empezó a salir del establo, pero cuando llegó a la puerta se produjo una fuerte detonación. Rob vaciló; intentó identificar el sonido, procurando convencerse de que cualquier sonido podía parecerse al del disparo de un rifle, pero inmediatamente después del estampido producido por la pólvora hubo un ruido sordo y un crujido al tiempo que el proyectil arrancaba una astilla de nogal del dintel de la puerta del establo, a menos de veinte centímetros por encima de su cabeza.

Cuando recuperó el sentido se metió en el establo a toda prisa y apagó el farol.

Oyó que la puerta de atrás de la casa se abría y se cerraba de golpe, y luego oyó que alguien corría.

—¿Papá? ¿Te encuentras bien? -le preguntó Alex.

—Sí. Vuelve a casa.

—¿Qué…?

—¡Ahora mismo!

Los pasos retrocedieron, la puerta se abrió y se cerró de golpe.

Mientras miraba en la penumbra se dio cuenta de que temblaba. Los tres caballos se movieron, nerviosos, y Vicky relinchó. El tiempo pareció detenerse.

—¿Doctor Cole? -La voz de Alden se acercaba-. ¿Ha sido usted el que ha disparado?

—No, alguien ha disparado al establo. Ha estado a punto de darme.

—Quédese donde está -le gritó Alden en tono decidido.

Rob J. sabía cómo operaba la mente de su jornalero. Le habría llevado demasiado tiempo coger el arma que guardaba en su cabaña para cazar gansos; de modo que cogería el rifle de caza que Rob guardaba en su casa. Oyó sus pasos y su voz al abrir la puerta:

—Soy yo.

Y la puerta se cerró.

… Y se abrió otra vez. Oyó que Alden se alejaba, y luego hubo si lencio. Pasaron siete minutos que parecieron un siglo, y por fin unas pisadas regresaron al establo.

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