Chamán (43 page)

Read Chamán Online

Authors: Noah Gordon

BOOK: Chamán
7.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

En varias ocasiones se había sentado en el sillón de orejas sin que la vieran, y se había maravillado ante el coraje y la tenacidad de Chamán, escuchando con fascinación la habilidad de Dorothy Burnham como maestra. Cuando la señorita Burnham había preguntado quién podría ayudar al niño, Rachel había reaccionado instintiva mente, ansiosa de aprovechar la oportunidad. El doctor Cole y su esposa se habían mostrado agradecidos ante su buena disposición a trabajar con Chamán, y la familia de ella se había sentido satisfecha por lo que consideraba un rasgo de generosidad. Pero ella compren día que, al menos en parte, quería ayudarlo porque él era su amigo más fiel, porque una vez, con absoluta seriedad, aquel niño se había ofrecido a matar a un hombre que le estaba haciendo daño a ella.

La corrección del problema de Chamán se basaba en horas y horas de trabajo en las que había que dejar de lado el cansancio, y él enseguida puso a prueba la autoridad de Rachel como jamás lo habría in tentado con la señorita Burnham.

—Ya basta por hoy. Estoy cansado -le dijo la segunda vez que se reunieron a solas, después de que la señorita Burnham acompañara a Rachel medía docena de veces en la realización de los ejercicios.

—No, Chamán -respondió Rachel con firmeza-. Aún no hemos terminado.

Pero él ya se había escurrido.

La segunda vez que ocurrió, ella se puso tan furiosa que sólo logró hacerlo sonreír y volver a los tiempos en que eran compañeros de juegos, mientras ella lo ponía verde. Pero al día siguiente, cuando volvió a suceder, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas y él quedó desarmado.

—Bueno, entonces probemos otra vez -le dijo él de mala gana.

Rachel se sintió agradecida, pero nunca cedió a la tentación de controlarlo de esa forma porque tenía la impresión de que a él le iría mejor un planteamiento más inflexible. Después de un tiempo, las largas horas se convirtieron en una rutina para ambos. A medida que pasaban los meses y las posibilidades de Chamán se ampliaban, Rachel fue adaptando los ejercicios de la señorita Burnham y enseguida los superaron.

Pasaron mucho tiempo practicando la forma en que el significado podía cambiar según la acentuación de una palabra u otra en una frase, que por lo demás no variaba:

El niño está enfermo.

El niño está enfermo.

El niño está enfermo.

A veces Rachel le cogía la mano y se la apretaba para mostrarle dónde recaía el acento, y él se divertía. Había llegado a aborrecer el ejercicio de piano en el que identificaba la nota gracias a la vibración que sentía en la mano, porque su madre lo consideraba una gracia, y a veces lo llamaba al salón de las visitas para que lo hiciera. Pero Rachel continuaba trabajando con él en el piano, y se sentía fascinada cuando tocaba la escala en una clave diferente y él era capaz de detectar incluso ese sutil cambio.

Poco a poco pasó de percibir las notas del piano a distinguir las otras vibraciones del mundo que lo rodeaba. Pronto pudo detectar que alguien llamaba a la puerta, aunque no podía oír el golpe. Era capaz de percibir las pisadas en la escalera, aunque ninguna de las personas presentes pudiera oírlas.

Un día, tal como había hecho Dorothy Burnham, Rachel cogió la mano de Chamán y la colocó en su garganta. Al principio le habló en voz muy alta. Luego moderó la sonoridad de su voz hasta convertirla en un susurro.

—¿Notas la diferencia?

La piel de ella era cálida y muy suave, delicada aunque firme. Chamán notó los músculos y las cuerdas. Pensó en un cisne, y luego en un pájaro más pequeño, porque los latidos de Rachel palpitaron contra su mano de una forma que no había sentido al tocar el cuello más grueso y más corto de la señorita Burnham.

El le sonrió.

—La noto-dijo.

37

Marcas del nivel del agua

Nadie más volvió a disparar a Rob J. En el caso de que el incidente del establo hubiera sido un mensaje para que dejara de insistir en que se investigara la muerte de Makwa, quien hubiera apretado el gatillo tenía motivos para pensar que la advertencia había sido tenida en cuenta.?l no hizo nada más porque no sabía qué más podía hacer. Con el tiempo le llegaron cartas amables del miembro del Congreso Nick Holden y del gobernador de Illinois. Fueron los únicos funcionarios que le respondieron, y sus respuestas eran suaves desestimaciones. siguió dándole vueltas, pero se dedicó a problemas más inmediatos.

Al principio sólo en contadas ocasiones le pedían que ofreciera la hospitalidad de su escondite, pero después de pasar varios años ayudando a los esclavos a huir, lo que era un hilillo de agua se convirtió en un torrente, y en ocasiones los nuevos ocupantes llegaban a la habitación secreta con frecuencia y regularidad.

Había un interés general y polémico por el problema de los negros.

Dred Scott había ganado su demanda de libertad en un tribunal menor de Missouri, pero el tribunal supremo del Estado declaró que seguía siendo esclavo, y sus abogados abolicionistas apelaron al Tribunal Su remo de Estados Unidos. Entretanto, escritores y predicadores vociferaban, y periodistas y políticos estallaban a ambos lados del tema de la esclavitud. Lo primero que hizo Fritz Graham después de ser elegido sheriff para un período de cinco años fue comprar una jauría de “caza dores de negros”, porque las gratificaciones se habían convertido en un negocio suplementario muy lucrativo. Las recompensas por la devolución de los fugitivos habían aumentado y los castigos por ayudar a los esclavos a huir se habían vuelto más severos. Rob J. seguía preocupándose cuando imaginaba lo que podía ocurrirle si lo descubrían, pero en general no se dedicaba a pensar en ello.

George Cliburne lo saludaba con soñolienta cortesía cada vez que se encontraban por casualidad, como si nunca se encontraran en la oscuridad de la noche bajo circunstancias muy distintas. Una consecuencia de dicha asociación entre ambos era el acceso de Rob J. a la enorme biblioteca de Cliburne; llevaba a casa algunos libros para Chamán, que a veces también él leía. La colección del agente de granos era importante en filosofía y religión pero limitada en temas científicos, que eran el motivo por el que Rob J. había conocido a su propietario.

Cuando hacía aproximadamente un año que se dedicaba a pasar negros clandestinamente, Cliburne lo invitó a asistir a una reunión cuáquera y se mostró inseguro y comprensivo cuando Rob rechazó la oferta.

—Pensé que podía resultarte provechosa. Teniendo en cuenta que haces la obra del Señor.

Rob estuvo a punto de corregirlo, de decirle que él hacía el trabajo de un hombre y no el de Dios; pero la idea era demasiado pomposa para expresarla en palabras, de modo que se limitó a sonreír y a sacudir la cabeza.

Se daba cuenta de que su escondite era sólo un eslabón de la que sin duda constituía una extensa cadena, pero no sabía nada del resto del sistema. El y el doctor Barr nunca se referían al hecho de que la recomendación de este último lo había llevado a él a convertirse en un infractor de la ley. Sus únicos contactos clandestinos eran los que tenía con Cliburne y con Carroll Wilkenson, que le avisaba cada vez que el cuáquero tenía “un nuevo libro interesante”. Rob J. estaba seguro de que cuando los fugitivos se separaban de él eran conducidos hacia el norte, a través de Wisconsin, hasta entrar en Canadá. Probablemente cruzaban el Lago Superior en barca. Ese, por lo menos, habría sido el itinerario que habría marcado él si hubiera tenido que hacer la planificación.

De vez en cuando Cliburne traía alguna mujer, pero la mayoría de los fugitivos eran hombres. Formaban una infinita variedad y todos iban vestidos con ropas raídas de estopa. Algunos tenían la piel tan parecida al carbón, que para él era la quintaesencia de la negrura, el color brillante de las ciruelas maduras, el azabache del hueso calcinado, la densa oscuridad de las alas de un cuervo. Otros tenían el cutis suavizado por la palidez de sus opresores, que daba como resultado una serie de tonalidades que abarcaban desde el café con leche hasta el del pan tostado. La mayoría eran hombres grandes, de cuerpo musculoso, pero uno de ellos era un oven delgado, casi blanco, que llevaba gafas con montura de metal. Dijo que era hijo de una negra y del propietario de una plantación de un sitio llamado Shreve’s Landing, en Louisiana. Sabía leer y se mostró agradecido cuando Rob J. le entregó velas, cerillas y números atrasados de los periódicos de Rock Island.

Rob J. se sentía frustrado como médico porque ocultaba a los fugitivos durante un plazo demasiado breve para tratar sus problemas físicos.

Había notado que las lentes de las gafas del oven casi blanco eran excesivamente graduadas para él. Algunas semanas más tarde, cuando el o ven ya se había marchado, Rob J. encontró unas gafas que consideró más adecuadas. Cuando volvió a Rock Island pasó por casa de Cliburne y le preguntó si podía enviarlas de alguna manera; pero Cliburne se limitó a mirarlas y a sacudir la cabeza.

—Deberías ser más sensato, doctor Cole -dijo, y se alejó sin darle los buenos días.

En otra ocasión, un hombre voluminoso de piel muy negra permaneció en la habitación secreta durante tres días, tiempo más que suficiente para que Rob notara que estaba nervioso y que sufría de molestias abdominales. A veces tenía el rostro gris y enfermizo, y su apetito era irregular. Rob estaba seguro de que tenía una tenia. Le dio un medicamento, que le dijo que no lo tomara hasta que hubiera llegado a su destino.

—De lo contrarío, se sentirá demasiado débil para viajar. ¡Y moverá el vientre de tal manera que cualquier sheriff del país podrá seguirle el rastro!

Recordaría a cada uno de esos hombres mientras viviera. Sentía una inmediata comprensión por sus temores y sentimientos, no sólo porque en otros tiempos él mismo había sido un fugitivo sino porque se daba cuenta de que un ingrediente importante de su preocupación era que la difícil situación de esos hombres le resultaba conocida, pues había sido testigo de las aflicciones de los sauk.

Hacía mucho tiempo que pasaba por alto las órdenes que Cliburne le había dado de no hacer preguntas. Algunos fugitivos eran locuaces, y otros no abrían la boca. Como mínimo, él intentaba conocer sus nombres, El oven de las gafas se llamaba Nero, pero la mayoría de los nombres eran judeo-cristianos: Moses, Abraham, Isaac, Aaron, Peter, Paul, Joseph. Oía los mismos nombres una y otra vez, y le recordaban lo que Makwa le había contado sobre los nombres bíblicos de la escuela cristiana para niñas indias.

Pasaba tanto tiempo con los fugitivos locuaces como se lo permitían las medidas de seguridad. Un hombre de Kentucky se había escapado en una ocasión anterior y había sido atrapado. Le enseñó a Rob J. las marcas que los latigazos le habían dejado en la espalda. Otro, de Tennessee, le dijo que su amo no lo trataba mal. Rob J. le preguntó por qué entonces había huido, y el hombre apretó los labios y entrecerró los ojos, como buscando una respuesta.

—No podía esperar al jubileo -dijo.

Rob le preguntó a Jay qué era el jubileo. En la antigua Palestina, la tierra de cultivo se dejaba en barbecho cada siete años para que recuperara los nutrientes, según los dictados de la Biblia. Al cabo de siete períodos de descanso, el quincuagésimo año se declaraba año de jubileo, se daba un regalo a los esclavos y se los dejaba en libertad.

Rob J. sugirió que el jubileo era mejor que mantener a un ser humano en constante servidumbre, pero que en modo alguno era un trato considerado, ya que en la mayor parte de los casos cincuenta años de esclavitud era más de una vida.

El y Jay trataron el tema con cautela ya que hacía mucho tiempo que conocían sus profundas diferencias.

—¿Sabes cuántos esclavos hay en los Estados del Sur? Cuatro millones. Eso representa un negro cada dos blancos. Déjalos en libertad, y las granjas y plantaciones que dan de comer a muchos abolicionistas del Norte tendrán que cerrar. Y después, ¿qué haríamos con esos cuatro millones de negros? ¿Cómo vivirían? ¿En qué se convertirían?

—Con el tiempo vivirían como todo el mundo. Si recibieran educación, podrían convertirse en cualquier cosa. En farmacéuticos, por ejemplo -respondió, incapaz de resistir la tentación.

Jay sacudió la cabeza.

—Tú no lo entiendes. La existencia del Sur depende de la esclavitud.

Por ese motivo incluso los Estados no esclavistas consideran un delito ayudar a los fugitivos.

Jay había puesto el dedo en la llaga.

—¡No me hables de delitos! El comercio de esclavos africanos está prohibido desde I808, pero los africanos aún son cogidos a punta de pistola, metidos en barcos y trasladados a todos los Estados del Sur y vendidos en subasta.

—Bueno, tú estás hablando de la ley nacional. Cada Estado hace sus propias leyes. Esas son las leyes que cuentan.

Rob J. resopló, y ése fue el final de la conversación.

El y Jay siguieron estando unidos y se apoyaban en todas las demás cuestiones, pero el tema de la esclavitud levantaba una barrera entre ellos, cosa que los dos lamentaban. Rob era un hombre que apreciaba una charla serena con una persona amiga, y empezó a hacer girar hacia el sendero de entrada al convento de San Francisco cada vez que se encontraba en los alrededores.

Para él era difícil determinar con precisión cuándo se había hecho amigo de la madre Miriam Ferocia. Sarah le daba una pasión física inquebrantable y tan importante para él como la carne y la bebida, pero ella pasaba más tiempo hablando con su pastor que con su esposo. En su relación con Makwa, Rob había descubierto que le resultaba posible sentirse unido a una mujer sin que interviniera el aspecto sexual.

Y volvió a comprobarlo con esta hermana de la Orden de San Fran cisco, una mujer quince años mayor que él, de ojos severos y rostro duro enmarcado por una capucha.

La había visto en contadas ocasiones hasta la llegada de la prima vera. El invierno había sido suave y extraño, con fuertes lluvias. El nivel del agua había ido creciendo de forma imperceptible hasta que resultó difícil atravesar las corrientes y los riachuelos, y en marzo todo el municipio sufría las consecuencias de encontrarse entre dos ríos por que la situación ya se había convertido en la inundación del cincuenta y siete. Rob veía que el río se acercaba a su casa. Crecía formando re molinos y se llevó el sudadero de Makwa. El hedonoso-te se salvó porque ella había tenido la sensatez de construirlo sobre un montículo. La casa de los Cole también se encontraba a un nivel más elevado que el que alcanzó el agua. Pero poco después de que las aguas se retiraran, Rob fue llamado para tratar el primer caso de fiebre virulenta. Luego cayó enferma otra persona. Y otra.

Other books

The Island of Dr. Libris by Chris Grabenstein
The Witch of Cologne by Tobsha Learner
Ascending the Veil by Venessa Kimball
Vendetta by Susan Napier
MADversary by Jamison, Jade C.
Demand of the Dragon by Kristin Miller
Capture the Rainbow by Iris Johansen