Dice:
—Son Rivera y Cavuto. Esto no va bien.
El coche marrón de los polis estaba aparcado delante de la tienda. Y yo digo:
—¿Esos polis? Son unos pringaos.
Ella pareció sorprendida porque los conociera, pero le conté que les había tratado como los panolis que son y noté que se alegraba bastante de haberme acogido en el negro seno del aquelarre.
Luego va y dice:
—Ese gilipollas de Clint les está contando lo de Tommy.
Pero yo ni siquiera podía ver qué estaba mirando más allá del escaparate del Safeway. Supongo que mis poderes se desarrollarán con el tiempo. Quinientos años es mucho tiempo para dominar el kung fu del vampiro.
La condesa le dijo al taxista que nos dejara en Fort Mason, así que todavía podíamos ver la entrada del Safeway. Nos quedamos entre la niebla como las criaturas de la noche que somos mientras esperábamos a que salieran los polis.
Entonces la condesa me puso un brazo sobre los hombros y me dijo:
—Abby, siento… eh… haberte atacado así. Me dolía muchísimo y para curarme necesitaba sangre fresca. No pude dominarme. Pero no volverá a pasar.
—No te preocupes —le dije—. Es un honor para mí haber sido ascendida. Además, fue muy excitante. —Y es verdad, ¿sabes?, menos por el olor a carne quemada y todo eso.
Y ella me dice:
—Bueno, gracias por cuidar de nosotros.
Y yo:
—Perdona, condesa, pero ¿qué hacemos en el Safeway? —Porque no es que necesitemos hacer la compra.
Y ella va y contesta:
—Esos tipos trabajaban antes con Tommy, y uno de ellos sabe que es… bueno, uno de los hijos de la noche. Creo que quizá sepa dónde está ahora.
Entonces vimos que un tío con cara de tonto, gafas y pelo crespo abría la puerta del Safeway y dejaba salir a los policías. Ellos se montaron en su coche y el del pelo crespo cerró la puerta con llave.
—Comienza el espectáculo —dijo la condesa. Se subió la cremallera de la chaqueta de cuero, sacó unas gafas de sol del bolsillo y se las puso. Y va y dice—: Quédate aquí, Abby. Enseguida vuelvo. —Luego empezó a cruzar el aparcamiento en dirección al Safeway, a grandes zancadas, como un ángel vengador, con la melena roja flotando al viento y las farolas iluminándola a través de la niebla.
Yo dije:
—¡Ay, mierda!
Pero ella ni siquiera aflojó el paso. Cuando llegó a unos cinco metros del escaparate, cogió uno de los cubos de basura de acero reforzado como si fuera de cartón y lo tiró contra el cristal. El escaparate se rompió ¡y ella siguió andando! Cubitos de cristal llovían sobre ella, pero recorrió la parte delantera como si fuera el ama de la tienda y de todo lo que había en ella… y así era.
Antes de que yo entrara en la tienda, volvió doblando la esquina. Llevaba a rastras, cogido por el cuello, al del pelo crespo. Lo tiró contra un expositor de botellas de vino, que se hicieron añicos, mancharon de rojo todo el suelo y salpicaron las cajas y tal.
Yo dije:
—Tío, la condesa te va a inflar a hostias. Lo llevas crudo, hermano.
(No me inclino por usar el dialecto del hip-hop a menudo, pero hay veces en que, al igual que el francés, expresa mejor la emoción del momento.)
Justo entonces los tíos que yo había visto en la limusina doblaron corriendo la esquina del pasillo. La condesa cogió una botella de vino del expositor y, sin vacilar un segundo, la lanzó y dio con ella al primero (un tío alto con pinta de jipi), justo en medio de la frente. El tío se cayó redondo, como si le hubiera pegado un tiro.
Y ella dice:
—¡Atrás! —Y todos retroceden y vuelven a doblar la esquina por la que habían venido, menos el que tenía pinta de jipi, que estaba K. O.
Entonces la condesa cogió al tío de las gafas por el pescuezo. Y aunque era como medio metro más alto que ella, empezó a darle vueltas como si fuera un muñeco de trapo hasta que el tío se puso a gritar no sé qué de Jesucristo y Satanás y a decirle que vade retro y no sé cuántas gilipolleces más. Y la condesa decía: —¿Dónde está Tommy?
Y él:
—No lo sé. No lo sé.
Y la condesa lo agarró por el pelo y le sujetó la cabeza contra el expositor de vino. Y sin inmutarse va y dice:
—Clint, voy a sacarte el ojo derecho. Luego, si no me dices dónde está Tommy, voy a sacarte el izquierdo. Preparados. A la de tres. Una… dos…
Y él:
—Yo no tuve nada que ver. Esa mujer es un engendro de Satanás, se lo dije a ellos. —¡Tres! —dice la condesa.
—Está en el apartamento de Lash, en Northpoint. No sé el número.
Y la condesa va y grita «¿Número?» por toda la tienda.
Y el negro asoma la cabeza por detrás de un expositor de gusanitos y dice:
—Northpoint, seiscientos noventa y tres, apartamento trescientos uno. —Y otro de los tíos tira de él para que se agache.
Y luego la condesa va y dice:
—Gracias. Si está herido, volveré. —Y tiró al tal Clint a través de un expositor de Doritos que difundieron su delicioso olor a queso por toda la tienda.
Y ella dijo:
—Vaya, eso sí que ha sido una sorpresa agradable.
Y yo:
—¿Que lord Flood esté en un apartamento en Northpoint?
—La verdad es que no creía que supieran dónde estaba. Pero no sabía por dónde empezar.
—Seguramente tus sentidos han aprendido a percibir la presencia de lord Flood con el paso de los siglos —dije, como una lerda total.
Y ella:
—Vamonos, Abby.
Y no sé por qué, supongo que porque tenía bajo el nivel de azúcar o porque había perdido sangre, pero el caso es que dije:
—¿Puedo coger unos chicles?
Y ella:
—Claro. Coge también café. De grano entero. Casi no nos queda.
Y eso hice. Y cuando la alcancé ya estaba en mitad del aparcamiento, camino de Ghirardelli Square, y trocitos de cristal de seguridad brillaban todavía en su pelo, y me sonrió cuando llegué a su lado y yo no pude refrenarme, porque aquello era lo más guay que había visto nunca. ¡En toda mi vida! Y voy y le digo:
—Condesa, te quiero.
Y ella me rodea con el brazo y me besa en la frente y me dice:
—Vamos a buscar a Tommy.
Supongo que empezaré a sentir mis poderes vampíricos mañana por la noche, aunque ahora mismo me siento como una fracasada de mierda. Pero cuando vuelvan a empezar las clases, voy a ser la puta ama.
Encontrar a su novio desnudo y atado al somier de una cama, cubierto de sangre y con una dominatriz muerta de color azul a los pies bastaría para hacer dudar a algunas mujeres de la estabilidad de su relación. Algunas incluso podrían tomárselo como una señal de que había problemas. Pero Jody llevaba soltera muchos años (había salido con músicos de rock y corredores de bolsa) y estaba equipada para los extraños baches de la carretera del amor, así que simplemente suspiró y dio a la fulana una patada en las costillas (más por sacar tema que para confirmar que estaba muerta) y dijo:
—¿Qué? ¿Una noche movidita?
—Joder, qué palo —canturreó Abby asomándose a la puerta, y enseguida volvió a desaparecer en el pasillo.
—Olvidé mi palabra de seguridad —dijo Tommy.
Jody asintió con la cabeza.
—Pues tuvo que ser muy embarazoso.
—Me pegó.
—¿Estás bien?
—Sí. Pero duele. Mogollón. —Tommy miró más allá de Jody, hacia la puerta—. ¡Hola, Abby! Abby dobló la esquina.
—Lord Flood —dijo, inclinando la cabeza con una son-risita. Luego miró el cadáver, se le agrandaron los ojos y volvió a salir al pasillo.
—¿Qué tal los piojos de tu hermana? —preguntó Tommy.
—El champú no funcionó—respondió Abby levantando la voz, sin mirar adentro—. Tuvimos que raparle la cabeza.
—Vaya, lo siento.
—No importa. Está muy guay, parece una niña con cáncer o algo así. Jody dijo:
—Abby, ¿por qué no entras y cierras la puerta? Si pasa alguien y mira dentro, puede que, no sé, que se asuste un poco.
—Vale —dijo Abby. Entró y cerró la puerta con mucho cuidado, como si el chasquido de la cerradura fuera lo que podía atraer la atención de los vecinos.
—Creo que la he matado —dijo Tommy—. Me estaba pegando y quería que la mordiera, así que la mordí. Creo que la he dejado seca.
—Bueno, está muerta, desde luego. —Jody se inclinó y levantó el brazo de la puta azul. El brazo volvió a caer al suelo—. Pero no la has dejado seca.
—¿Ah, no?
—Si no, se habría convertido en polvo. Habrá sido un ataque al corazón o una apoplejía, o algo así. Parece que casi toda la sangre cayó encima de ti y en la alfombra.
—Sí, es que le desgarré la garganta y se desplomó antes de que acabara.
—Bueno, ¿y qué esperaba? Estabas atado.
—No parece que te importe mucho. Creía que ibas a ponerte celosa.
—¿Le pediste tú que te trajera aquí y te pegara hasta que la mordieras y la mataras?
—No.
—¿La animaste a que te pegara hasta que la mordieras y la mataras? —Claro que no.
—¿Y no disfrutaste porque te pegara hasta que la mordiste y la mataste? —¿Sinceramente?
—Estás desnudo y encadenado a un somier, y yo estoy a escasos centímetros de una fusta de montar y de tus genitales. Creo que te conviene ser sincero.
—Pues, sinceramente, lo de matarla fue bastante excitante.
—Pero no sexualmente.
—Qué va. Era una emoción totalmente homicida.
—Entonces no pasa nada.
—¿En serio no estás enfadada?
—Solo me alegro de que estés bien.
—Debería sentirme mal, lo sé, pero no puedo.
—Esas cosas pasan.
—A algunas zorras hay que matarlas, es así de sencillo —dijo Abby, mirando un momento a Tommy, y luego se dio cuenta de que estaba desnudo debajo de toda aquella sangre y apartó la mirada rápidamente.
—Ahí lo tienes —dijo Jody. Se acercó y empezó a deshacer sus ataduras, que eran tiras dobles de lana y nailon con gruesos grilletes metálicos cerrados sobre ellas—. ¿Para qué compró todo esto? ¿Para encadenar a un oso pardo? Abby, registra el cuerpo a ver si encuentras la llave.
—Ni loca —dijo Abby, con la mirada clavada en la muerta de color azul.
Jody notó que tenía los ojos fijos en los pechos, que, completamente erguidos, parecían desafiar la ley de la gravedad y a la muerte misma.
—No son de verdad —dijo Jody. —Ya lo sabía.
—Era una mala mujer —dijo Tommy, intentando ayudar—. Con unas tetas enormes, pero falsas. No tengas miedo.
Abby apartó la mirada del pecho de la muerta y miró a Tommy, a Jody, al pecho de Jody y otra vez al cadáver.
—¡Joder! ¿Es que todo el mundo tiene las tetas grandes menos yo? ¡Dios, odio a los tíos! —Salió corriendo y dio un portazo.
—Yo no tengo las tetas grandes —dijo Jody.
—Las tienes perfectamente proporcionadas —dijo Tommy—. Perfectamente, de veras.
—Gracias, cielo —contestó Jody, y lo besó en los labios muy suavemente, como si no quisiera probar la sangre de la puta.
—Creo que la vi colgar la llave en el perchero de Lash, junto a la puerta.
—Tengo que enseñarte a convertirte en niebla, en serio —dijo Jody mientras cogía la llave.
—Sí, así me habría ahorrado todo esto.
—Sabes que los Animales te vendieron, ¿verdad?
—No me los imagino haciendo algo así. Esa zorra tuvo que chantajearlos o algo parecido.
—Clint se lo ha dicho también a la pasma. Rivera y Cavuto tenían vigilado nuestro loft.
—Pero Clint no cuenta, en realidad. Canjeó toda su credibilidad moral en este mundo cuando se comprometió a vivir eternamente.
—Es asombroso lo mal que se porta la gente en cuanto se le promete la inmortalidad.
—Como si no importara cómo trata uno a los demás —añadió Tommy.
—¡Ya está! —Jody abrió por fin el grillete de la muñeca derecha de Tommy y empezó a abrir el de la izquierda. Pesaban mucho, pero le pareció que, teniendo en cuenta la motivación que suponía la tortura, ella podría haberlos roto, o al menos haber partido en dos el somier—. ¿No podías haberlos roto?
—Creo que necesito hacer un poco de ejercicio. —Él se rascó la nariz furiosamente—. Bueno, ¿tenemos que esconder el cuerpo o qué?
—No, creo que servirá de escarmiento para tus amigos.
—Vale. ¿Qué hay de los polis?
—No son problema nuestro —dijo ella mientras giraba la llave en la cerradura y abría el grillete de su muñeca izquierda—. Nosotros no tenemos una puta muerta de color azul en nuestro apartamento.
Tommy se frotó la muñeca.
—Muy bien pensado —dijo—. Gracias por rescatarme, por cierto. Te quiero. —La agarró y tiró de ella, y estuvo a punto de caerse de boca cuando Jody retrocedió y él se topó con la resistencia de los grilletes de sus pies.
—Yo también te quiero —dijo Jody, dándole una palmada en la frente y empujándolo para que recuperara el equilibrio—, pero estás cubierto de aceite de zorra y no voy a dejar que me pringues la chaqueta nueva.
En el taxi, Abby hizo un mohín, sacando tanto el labio inferior que se le veía la carne rosa por encima del carmín negro, de modo que recordaba vagamente a un gato comiendo una ciruela. —Dejadme en mi casa.
Tommy, que iba sentado en medio, cubierto con uno de los jerséis de Lash, le rodeó los hombros con el brazo para reconfortarla.
—No pasa nada, pequeña. Lo has hecho genial. Estamos muy contentos contigo.
Abby soltó un bufido y miró por la ventanilla. Jody, a su vez, rodeó el cuello de Tommy con el brazo y le clavó las uñas en el hombro.
—Cállate —susurró tan suavemente que solo Tommy pudo oírla—. No ayudas nada. Mira, Abby —añadió—, esto no es algo que pase de repente, como en las películas. A veces tienes que tirarte años comiendo bichos antes de convertirte en uno de los elegidos.
—Yo lo hacía —dijo Tommy—. Escarabajos, bichos, arañas, ratones, ratas, serpientes, titís… ¡Ay! Para de una vez, que ya me han torturado esta noche.
—Vosotros solo tenéis ojos el uno para el otro —dijo Abby—. No os importan los demás. Para vosotros somos como reses.
El taxista, que era hindú, miró por el retrovisor. —¿Y qué pasa? —dijo Jody. Tommy le dio un codazo en las costillas.
—Era broma. Caray. Abby, nos preocupamos profundamente por ti. Te lo hemos confiado todo. De hecho, puede que esta noche me hayas salvado la vida. —Se echó hacia atrás y la miró—. Es una larga historia —dijo la pelirroja. Luego volvió a dirigirse a Abby—. Descansa un poco y ve mañana al loft cuando se haga de noche. Hablaremos sobre nuestro futuro.