—¿Necesitas alimentarte? —preguntó Abby cuando volvieron al loft viejo. Estaban en el cuarto de estar, donde solo quedaban algunas estanterías y las tres estatuas de bronce.
—¿Eh? —contestó Tommy.
—Me parece que necesitas alimentarte —dijo Abby y, apartándose el jersey, le ofreció el cuello—. Y yo tengo que irme. Tengo que pasarme por la droguería y coger el autobús para ir a casa antes de que mi unidad parental se mosquee. Adelante. Estoy lista.
Cerró los ojos y empezó a jadear como si se preparara para aguantar el dolor. —Tómame, Flood. Estoy preparada. —¿En serio? —dijo Tommy. Abby abrió un ojo. —Bueno, sí.
—¿Estás segura? —Tommy no había mordido a ninguna otra mujer. No estaba seguro de que aquello no fuera como ponerle los cuernos a Jody. ¿Y si se disparaba la cosa sexual, como pasaba con Jody? Aquellas actividades matarían a una mujer normal, y además estaba seguro de que Jody no lo aprobaría—. Puede que pruebe un poco de la muñeca —dijo.
Abby abrió los ojos y se subió la manga.
—Claro, no quieres dejar la marca de nosferatu. —Lo decía siseando (nosss-ssss-fe-ra-tuuu), como si hablara con lengua de serpiente.
—Oh, no te dejaré ninguna marca —dijo Tommy—. Se te curará enseguida. —Empezaba a sentir el ansia agitarse dentro de él y notaba cómo le presionaban los colmillos en el paladar.
—¿En serio?
—Sí. Jody me mordía casi todas las noches antes de que me transformara, y en la tienda nadie lo notó. —¿En la tienda? Ups.
—La tienda de gachas y sanguijuelas en la que trabajaba antiguamente. —Creía que eras un noble.
—Bueno, sí, quiero decir que era el dueño de la tienda, y también de algunos siervos y algunas criadas (de las criadas no me cansaba), pero de vez en cuando también trabajaba haciendo algún turno. Ya sabes, para ayudar a remover las gachas y a hacer el inventario de las sanguijuelas. Los siervos te roban hasta la camisa si te descuidas. Bueno, se acabó de hablar de negocios, vamos con la comida.
Cogió su muñeca y se la llevó a la boca. Luego se detuvo. Abby lo miraba con una ceja levantada, y la ceja estaba adornada con un anillo de plata, así que daba mayor impresión de incredulidad que una ceja normal.
Tommy le soltó el brazo.
—¿Sabes?, quizá deberías irte a casa antes de que te metas en un lío. No quiero que castiguen a mi esbirra. Abby pareció dolida.
—Pero ¿te he ofendido, lord Flood? ¿No soy digna de ti? —Me estabas mirando como si te estuviera haciendo una putada —dijo Tommy. —¿Y no es así?
—Pues no. Esto es una calle de doble sentido, Abby. No puedo exigirte lealtad si a cambio no te doy mi confianza. —No podía creer las chorradas que estaban saliendo de su boca.
—Ah, vale, entonces.
—Mañana por la noche —dijo Tommy—. Te desangraré hasta casi matarte, te lo prometo. —Qué cosas se oía uno decir.
Abby se bajó la manga.
—Bueno, vale. ¿Podrás tú solo con lo demás?
—Claro. Los vampiros tenemos superpoderes, boba. —Se rió, señalando las pesadas estatuas de bronce como si no pesaran nada.
—¿Sabes? —dijo Abby—, la del hombre y la de la tortuga están bien, pero deberías deshacerte de la de la mujer. Es un poco chabacana.
—¿Tú crees?
Abby asintió con la cabeza.
—Sí. A lo mejor se la puedes donar a alguna iglesia. Como ejemplo de cómo no quieres que sea tu hija de mayor. Ay, perdona, lord Flood, no quería decir «iglesia».
—No, si no pasa nada —dijo Tommy—. Te acompaño fuera.
—Gracias —dijo ella.
Tommy la siguió abajo y le sostuvo la puerta de la calle; luego, en el último momento, cuando ya se iba, Abby se volvió y le dio un beso rápido en la mejilla.
—Te quiero, lord Flood —le susurró al oído. Después dio media vuelta y corrió acera abajo.
Tommy sintió que se sonrojaba. Muerto y todo, notó cómo le subía el calor por las mejillas. Se volvió y subió las escaleras abrumado por todo el peso de sus cuatrocientos o quinientos años de vida. Necesitaba hablar con Jody. ¿Cuánto tiempo podía tardarse en encontrar a un borracho con un gato gigante?
Se sacó el móvil del bolsillo y marcó el número del teléfono que le había dado a Jody. Lo oyó sonar sobre la encimera de la cocina, donde ella lo había dejado.
El Emperador estaba sentado en un banco de mármol negro, a la vuelta de la esquina del gran teatro de la ópera, sintiéndose pequeño y avergonzado, cuando vio que la llamativa pelirroja con vaqueros se acercaba a él. A Holgazán, el oston terrier, le dio un ataque y se puso a ladrar como un loco. El Emperador lo cogió por el pelo del cuello y lo metió en el enorme bolsillo de su abrigo para que se callara.
—Bravo, Holgazán —dijo el viejo—. Ojalá pudiera yo mostrar tanta pasión, aunque fuera por miedo. Pero mi miedo es débil y húmedo. Apenas tengo valor para rendirme dignamente.
Se sentía así desde que había visto a Jody frente a la tienda de artículos de oportunidades y ella le había advertido de que no se acercara al dueño. Sí, sabía que ella era una de los no muertos, un demonio chupasangre. Pero no era tan malvada. Había sido una buena amiga, incluso después de que él traicionara a Tommy contándoles su secreto a los Animales. Sentía el ojo de la ciudad fijo en él, sentía su decepción. ¿Qué tiene un hombre, si no tiene carácter? ¿Qué es el carácter, sino la vara rasa con que se mide a un hombre en comparación con sus amigos y sus enemigos?
La gran ciudad de San Francisco le miraba meneando la cabeza, avergonzada. Sus puentes desilusionados se hundían en la niebla.
El Emperador recordó una casa en alguna parte y esa misma mirada en el rostro de una mujer morena. Pero, por suerte, un instante después aquel recuerdo era un fantasma y Jody se inclinaba para acariciar las orejas del impertérrito Lazarus, que nunca se ponía nervioso con ella, no como su hermano de ojos saltones, que todavía se retorcía furiosamente dentro del bolsillo de lana.
—Majestad —dijo Jody—, ¿cómo se encuentra?
—Débil e indigno —dijo el Emperador. Era una chica realmente encantadora. Nunca había hecho daño a nadie, que él supiera. Qué patán era.
—Siento oírle decir eso. ¿Tiene suficiente comida? ¿Y abrigo?
—Los hombres y yo hemos dado cuenta hace un momento de un bocadillo de cecina del tamaño de un orondo lactante, gracias.
—¿Era de Casa Tommy? —preguntó Jody, con una sonrisa.
—En efecto. No somos dignos, y sin embargo mi pueblo provee.
—No sea tonto, claro que es usted digno. Oiga, Emperador, ¿ha visto a William?
—¿A William el del gato enorme y recientemente afeitado?
—El mismo.
—Pues sí, nos cruzamos con él hace no mucho. Estaba en la licorería que hay entre Geary y Taylor. Parecía entusiasmado porque iba a comprar un poco de güisqui. Hacía muchos años que no lo veía tan lleno de energía.
—¿Cuánto tiempo hace de eso? —Jody dejó de acariciar a Lazarus y se levantó. —Poco más de una hora.
—Gracias, majestad. ¿No sabe dónde pensaba ir?
—Supongo que a buscar un sitio seguro donde beberse la cena. Aunque no puedo decir que lo conozca bien, no creo que William pase la noche en Tenderloin muy a menudo.
Jody le dio unas palmaditas en el hombro y él la cogió de la mano.
—Perdóname, querida.
—¿Perdonarlo? ¿Por qué?
—Cuando os vi a Thomas y a ti la otra noche, me di cuenta. Es verdad, ¿no? Thomas ha cambiado.
—No, sigue siendo un majadero.
—Me refiero a que ahora es uno de los vuestros.
—Sí. —Ella miró calle arriba—. Estaba sola —dijo.
El Emperador sabía muy bien cómo se sentía.
—Se lo dije a uno de sus amigos del Safeway, Jody. Lo siento, estaba asustado.
—¿Se lo dijo a los Animales?
—Al renacido, sí.
—¿Y cómo reaccionó?
—Estaba preocupado por el alma de Thomas.
—Sí, eso es muy propio de Clint. ¿No sabrá usted si se lo dijo a los otros?
—Supongo que ya se lo habrá dicho, sí.
—Está bien, entonces no se preocupe, alteza. No pasa nada. Pero no se lo diga a nadie más. Tommy y yo vamos a irnos de la ciudad, como les prometimos a esos inspectores de la policía. Pero primero tenemos que resolver unos asuntos.
—¿Y el otro? ¿El vampiro viejo? —Sí. Él también se va a marchar.
Jody dio media vuelta y se alejó en dirección a Tenderloin; iba casi a la carrera y sus botas de tacón repiqueteaban sobre la acera.
El Emperador sacudió la cabeza y acarició a Lazarus detrás de las orejas.
—Debería haberle dicho lo de los inspectores. Lo sé, viejo amigo. —Solo podía confesar una debilidad cada vez: eso también era un defecto. Resolvió dormir esa noche en algún lugar húmedo y frío, quizá en el parque del museo Marítimo, como penitencia por su flaqueza.
Era imposible que Jody recordara el número de su móvil nuevo. Eran las cinco de la mañana cuando Tommy acabó de llevar todos los muebles, los libros y la ropa. Ahora el loft nuevo parecía casi idéntico al viejo, salvo porque no tenía línea telefónica. Así que Tommy se sentó sobre la encimera del loft viejo, se quedó mirando las tres estatuas de bronce y esperó a que llamara Jody.
Solo le quedaban por llevar las tres estatuas: la de Jody, la del vampiro y la de la tortuga. Elijah tenía una pose muy natural. Estaba inconsciente cuando lo recubrieron de bronce, pero Tommy les había dicho a los escultores motoristas del piso de abajo que lo pusieran como si hubiera salido a dar una vuelta y lo hubieran sorprendido en mitad de un paso. Jody estaba con la mano en la cadera y la cabeza echada hacia atrás, como si acabara de echarse la melena por encima del hombro, sonriendo.
Tommy ladeó la cabeza para verla en perspectiva. No estaba chabacana. ¿Por qué habría dicho Abby que la estatua era chabacana? Sexi, sí. Jody llevaba unos vaqueros de cintura muy baja y una camiseta corta cuando la colocó para la galvanoplastia, y los moteros habían insistido en que enseñara más canalillo del que probablemente era decoroso, pero ¿qué podía esperarse de un par de tíos especializados en hacer gnomos de jardín representando el Kama Sutra?
Bueno, sí, estaba un poco chabacana, pero a él no le parecía que eso fuera malo. La verdad era que se había puesto como loco de contento cuando ella salió por los orificios de los oídos y se materializó, completamente desnuda, delante de él. Si no lo hubiera matado, aquello habría sido el cumplimiento de una fantasía sexual que alimentaba desde hacía mucho tiempo. (Había una serie de televisión antigua, que veía de pequeño, sobre una bella genio que vivía dentro de una botella; pues bien, Tommy le había sacado con ganas brillo a la botella pensando en aquella genio.)
Así que la estatua de Jody se quedaba. Pero la de Elijah, el viejo vampiro, era otro cantar. Dentro de ella había una criatura de verdad. Una criatura que daba miedo. Elijah ben Sapir había sido el desencadenante de los extraños acontecimientos que los habían conducido a aquella situación. La estatua le recordaba que ni él (Tommy), ni Jody habían decidido ser vampiros. Ninguno de los dos había elegido pasarse el resto de sus días viviendo de noche. Elijah les había dejado sin alternativas y luego les había planteado nuevos dilemas, mucho más grandes y temibles. El primero de los cuales era cómo coño te enfrentas al hecho de que has apresado a un ser sensible y consciente en un cascarón de bronce, aunque sea un malvado capullo de la Edad Oscura. Pero no podían dejarlo salir. Si lo liberaban, los mataría, seguro. Y los mataría de verdad, completamente y sin escapatoria.
Tommy se enfadó de pronto. Él había tenido un futuro. Podría haber sido escritor, haber ganado el premio Nobel, haber sido un aventurero, un espía. Ahora no era más que una cosa muerta y asquerosa, y su ambición no llegaba más allá de su próxima víctima. De acuerdo, eso no era del todo cierto, pero aun así estaba cabreado. Así que, ¿qué importaba si Elijah se quedaba atrapado en su cascarón de bronce para toda la eternidad? Él les había atrapado en aquellos cuerpos monstruosos. Tal vez fuera hora de hacer algo horrendo.
Tommy cogió la estatua de Jody y se la echó al hombro y, pese a su gran fortaleza de vampiro, se cayó con ella al suelo. De acuerdo, habían hecho falta los dos moteros y una carretilla de transportar neveras para subir las estatuas hasta allí; quizá necesitara cierta planificación.
Descubrió que podía mover la estatua bastante bien si se la cargaba a la espalda y dejaba que uno de los pies arrastrara, y eso hizo: bajó las escaleras, recorrió media manzana por la acera y volvió a subir las escaleras del loft nuevo. La Jody de bronce parecía bastante contenta en su casa nueva, pensó. Tardó la mitad de tiempo en llevar la tortuga. Ella también parecía contenta con su entorno.
En cuanto a Elijah, Tommy se dijo que qué sentido tenía vivir en una ciudad situada en una península si uno no se aprovechaba del agua de vez en cuando. Y a Elijah evidentemente le gustaba el océano, puesto que había llegado a San Francisco en su yate, que Tommy y los Animales habían hecho saltar en pedazos.
La estatua del vampiro pesaba aún más que la de Jody, pero la perspectiva de librarse de ella hizo que Tommy se sintiera lleno de energía. Solo doce manzanas hasta el mar y aquello se habría acabado.
—Del mar llegaste y al mar volverás —dijo, pensando que quizá estuviese citando a Coleridge, o tal vez una película de Godzilla.
Mientras arrastraba al vampiro bronceado por la calle Misión, pensó en su porvenir. ¿Qué iba a hacer? Tenía muchos años por delante y, pasado un tiempo, ensayar nuevos modos de tirarse a Jody solo llenaría parte de sus noches. Iba a tener que encontrar una meta. Tenían pasta: el dinero contante y sonante que el vampiro le había dado a Jody al convertirla, y lo que quedaba del dinero de la venta de las obras de arte de Elijah. Pero, al final, el dinero acabaría agotándose. Quizá debiera buscarse un empleo. O dedicarse a luchar contra el crimen.
Eso era: usaría sus poderes para hacer el bien. Quizá incluso se buscara un traje.
Pasadas unas manzanas, Tommy notó que el dedo gordo de Elijah, el que arrastraba por la acera, estaba empezando a desgastarse. Los moteros le habían advertido de que la capa de bronce era muy fina. No tenía sentido liberar a un vampiro antiguo, claustrofóbico y hambriento si era uno quien lo había encerrado. Así que Tommy apoyó la estatua en la esquina un momento y rebuscó en una papelera hasta que encontró unos vasos grandes de plástico grueso que encajó en los pies del vampiro para protegerle la piel.