—Yo tampoco quiero estar sola. Por eso te convertí. Te quiero.
Entonces saltó la alarma del reloj de lord Flood y él la paró.
Y dijo:
—¿No podemos volver a lo de antes? A cuando yo cuidaba de ti.
—No es el mismo mundo, Tommy. Ya lo sabes. Estábamos en la misma habitación y en mundos distintos.
—Vale, entonces. Te quiero, Jody.
—Yo también a ti —dijo la condesa.
Luego estuvieron mucho rato sin decir nada, y cuando vi en mi reloj nuevo que había salido el sol, miré y estaban allí tumbados, abrazándose, y vi sobre la almohada las manchas rojas de sus lágrimas.
Y dije:
—¡Ay, coño, no!
Las crónicas de Abby Normal:
controlo la negrura, cual tostador
Así que ese día dormí un poco y hablé por teléfono con Fu (mi dulce amor inja) un par de veces; luego fue a buscarme y dejamos a Jared con un poco de sangre para lord Flood y la condesa cuando se despertaran y nos fuimos al loft. Tardamos como una hora en limpiar los cristales rotos y las cenizas y toda la porquería de la noche anterior. Hacía un momento que habíamos acabado de limpiar, y de contar el dinero y de enrollarnos y eso, cuando saltó la alarma del reloj de la condesa.
Y yo:
—Tío, no estoy preparada.
Y él:
—Tía, no he conocido a nadie más preparado que tú.
Y yo:
—Ay, Dios mío, si salimos de esta voy a matarte a polvos.
Y a él le dio corte y fingió que hacía no sé qué cosa técnica para que nos preparáramos.
Entonces, como una hora después de que se pusiera el sol, los oí llegar. Estaba en la encimera de la cocina cuando la puerta de seguridad de abajo se abrió y cuando me di la vuelta ya estaban allí. Lord Flood les llamaba los Animales, pero ahora parecían más bien animales muertos en una cuneta. Y yo toqué el corchete de mi chaqueta ultravioleta, solo para asegurarme de que estaba allí.
Y voy y les digo:
—Hola, sabandijas vampíricas.
Y el que antes era negro y ahora es gris, que era como su líder, se me pone chulito y dice:
—Necesitamos la pasta. ¿Dónde está?
Y yo:
—Atrás, nosferatu anormal. No hay dinero que valga.
Y él:
—No nos jodas. Flood y la pelirroja se llevaron seiscientos de los grandes de mi apartamento.
Y yo:
—La verdad es que son quinientos ochenta y tres mil ciento cincuenta y ocho.
Y él:
—¡Devuélvenoslo!
Y los siete empiezan a rodearme (hasta el renacido, al que la condesa dio una paliza) como si fueran a hostiarme en grupo, y yo con el dedo en el botón todo el rato, por si acaso tenía que freír a los muy mamones. Pero dije tan tranquila:
—¿Estás colocado?
Y él:
—No, no estoy colocado. Nadie está colocado.
Y de pronto todos se pusieron a gimotear y no paraban de decir:
—Ni siquiera podemos dar una calada a un porro. No podemos beber una cerveza. Nuestro organismo no lo permite. Estar sobrio es una mierda. Somos unos porreros no muertos que no sirven para nada.
Y yo:
—Apartaos y prestad atención, cretinos.
Y voy y saco una botella de Stolichnaya de la nevera y mezclo el vodka en un vaso con un poco de sangre de unas bolsas como las que les dejamos a la condesa y a lord Flood, y ellos empiezan a babear cuando ven la sangre, y yo pensé, no me hagáis freíros.
Pero entonces le di el vaso al de color gris y él va y dice: —Qué rico.
Y los demás:
—Yo también, yo también, yo también. Así que me pongo a mezclar Bloody Marys a diestro y siniestro y el jipi grasiento va y dice: —¿Podemos mojar galletas de costo en eso?
Y yo:
—Claro, vampiro fumeta.
Y ellos:
—Eres la bomba. Y nosotros no nos lo merecemos. Y, oh, por favor, ¿nos das un poco más? —Hasta que empezaron a caerse redondos.
Así que como dos minutos después había un montón de vampiros desmayados en la cocina, y voy y digo:
—Eh, Fu, ya está listo lo tuyo.
Y Fu sale del dormitorio, tan mono, con su foco de rayos ultravioleta, como si fuera a salvarme, y entonces ve que están todos K. O. y me da un beso enorme y me dice:
—Eres la leche.
Y yo:
—No lo sabes tú bien, mi juguetito de amor con el pelo a lo manga.
Y él:
—El sedante que llevaba la sangre, blablablá, cuatro horas, blablablá, que si tal, que si pascual.
Y yo:
—Lo que tú digas, tesoro. Ponte manos a la obra.
Así que tardó como dos horas en hacer todos sus experimentos con los Animales (les sacó un poco de sangre, hizo con ella varias gilipolleces médicas y luego volvió a inyectársela), pero por fin acabó y yo llamé a Jared para decirle que íbamos para allá, a recoger a lord Flood y a la condesa. Y eso hicimos.
Y entonces hice la otra llamada para asegurarme de que todo estaba en orden y tal, y Fu va y me dice:
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres hacer?
Y yo:
—Fu, el suyo es el amor más grande de todos los tiempos. Es lo único que se puede hacer.
Y él:
—Vale, si estás segura. Porque podemos hacer con ellos lo mismo que hemos hecho con los otros.
Y yo:
—No, eso no funcionaría. Tienen que estar juntos. Y tú ya no tendrás que vivir en casa de tus padres. Tendremos un nido de amor precioso.
Así que lo hicimos.
Blue estaba mirando desde el callejón del otro lado de la calle cuando los Animales salieron tambaleándose por la puerta de seguridad, con las manos vadas. Sabía que debería haber ido ella misma, pero de tanto acabar chamuscada había llegado a la conclusión de que quizá le convenía delegar. Que no hubieran recuperado su dinero ya era un fastidio, pero que no tuvieran el dinero y encima desprendieran calor era una calamidad.
—Esos tontos del culo no hacen nada a derechas —dijo para sí—. Ahora tendré que matarlos a todos otra vez.
—Yo creo que no —dijo una voz a su espalda. Blue se volvió y lanzó con sus largas uñas un zarpazo capaz de arrancar la mitad de la cara de un hombre.
Elijah le agarró la mano. Se había agenciado otro chándal, este de color azul pálido.
—Es hora de dejarlo. Me temo que el genio tiene que volver a la botella.
—Suéltame, tengo que recuperar mi dinero.
—No, querida mía, no creo que te convenga hacer eso. Los residentes de ese loft han desarrollado últimamente un gusto muy desagradable en el vestir.
—Estás jugando con mis ingresos, rostro pálido.
—Ya no tienes que preocuparte por eso.
—¿Y eso por qué?
—Esto se acaba aquí. Ven conmigo, querida. —¿Quieres que me vaya contigo? Ni siquiera te conozco. —Sí, pero compartimos una relación especial. —¿Especial? Me estampaste la cara contra el capó de un Mercedes.
—Bueno, sí. Perdona. A veces mi conducta desagrada a los inocentes.
—¿Conque a los inocentes, eh? Yo me he follado a miles de tíos.
—Sí, bueno, y yo he matado a tantos como para llenar una ciudad. Blue se encogió de hombros. —Está bien, tú ganas.
—De todos modos, la venganza es un plato que se sirve mejor frío, ¿no crees?
—O que no se sirve —dijo una voz de hombre detrás de Elijah.
Elijah y Blue se dieron la vuelta. Eran tres, con sus abrigos largos, como esculturas; parecían eternos, como si pudieran esperar indefinidamente.
—¿Es que ahora todo el mundo puede acercarse a mí sin que lo oiga? —dijo Blue.
—Es hora de irse, Elijah —dijo la mujer africana.
—Ninguno de vosotros estaría aquí si no fuera por mí —contestó él.
—Sí, y nos habrían dado caza y asesinado hace mucho tiempo si no hubiéramos respetado tus normas.
—Ah, mis normas —dijo Elijah bajando la mirada.
—¿Cuántos quedan por limpiar?
Elijah miró al otro lado de la calle, hacia las ventanas del loft, y luego miró a Blue. Ella levantó una ceja y sonrió un poco.
—Ella es la única que queda —mintió.
—Pues acaba de una vez.
—Preferiría no hacerlo —contestó Elijah.
El Emperador de San Francisco lloraba por su ciudad. Había hecho lo que había podido, había llamado a la policía, alertado a los periódicos, hasta había intentado presentar batalla él mismo, pero cuando logró reunir coraje suficiente para volver al Safeway de Marina, todo había terminado y no pudo hacer otra cosa que contar a los policías uniformados cómo creía que se había roto el escaparate y por qué la tienda estaba vacía. Los agentes habían intentado encontrar la pista de los empleados del turno de noche, pero ninguno de ellos parecía estar en casa. Y su ciudad estaba plagada de vampiros.
El Emperador lloraba y consolaba a sus tropas, rascando a Holgazán detrás de las orejas y dando suaves palmaditas en las costillas a Lazarus, que dormitaba tumbado en el muelle. Esa noche la niebla subía lentamente desde la bahía; el viento no la arrastraba, como ocurría tan a menudo en San Francisco.
Oyó pasos antes de verlos; luego aparecieron cinco: el demonio, los tres de los abrigos largos que había visto llegar esa noche y una rubia con un vestido de fiesta azul. Pasaron a su lado y solo el demonio se volvió y se detuvo un momento. El Emperador apretó con fuerza a Holgazán, temiendo que le diera uno de sus ataques y se pusiera a ladrar y se perdieran todos.
—Viejo —dijo Elijah—, la ciudad vuelve a ser tuya. —Luego se reunió con los demás al final del muelle.
El Emperador vio un yate a motor esperando junto al rompeolas. Debía de medir sesenta metros de eslora, demasiado grande para entrar en el puerto deportivo.
—Muy bien, entonces, ¿nos vamos? —dijo Elijah.
—¿Puedo tener un abrigo como ese? —preguntó Blue, señalando con la cabeza al hombre alto y rubio.
El rubio dijo:
—Será tuyo en cuanto domines el apretón de manos secreto y consigas tu anillo decodificador.
Blue miró a Elijah.
—¿Se está cachondeando de mí?
—Sí —dijo Elijah. Le ofreció su brazo. Ella lo cogió y montó en el yate.
El Emperador vio desaparecer a los vampiros en la niebla.
Rivera tenía a seis agentes en traje de operaciones especiales con un ariete listo para echar la puerta abajo, así que Cavuto y él se quedaron de piedra cuando les abrieron nada más llamar. Un chaval chino sin camisa, con aire soñoliento y el pelo de punta apareció en el portal.
—¿Sí? ¿Puedo ayudarles en algo?
Rivera le enseñó la orden de registro.
—Tengo una orden para registrar este apartamento.
—Vale —dijo el chino—. Abby, la poli está aquí.
La chica flacucha y con pinta de payaso tristón apareció en lo alto de las escaleras vestida con un kimono.
—Hola, polis —dijo Abby Normal.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Rivera.
—Vivo aquí, polizonte —dijo ella pronunciando mucho la «p». Rivera odiaba que hiciera aquello.
—La verdad es que este es mi apartamento —dijo el chino—. ¿Quieren ver mi documentación?
—Sí, eso estaría muy bien, hijo —dijo Cavuto. Le hizo dar media vuelta y lo condujo escaleras arriba mientras el chaval leía la orden de registro.
—No le hagas ni un rasguño a Fu, polizonte —dijo la payasa triste.
Rivera se volvió hacia los agentes y se encogió de hombros con aire de disculpa.
—Lo siento, chicos, esta vez nos toca a nosotros. —Ellos se alejaron arrastrando los pies.
—¿Qué estáis buscando, chicos? —preguntó el chaval chino—. A lo mejor podemos acelerar esto.
—Estamos buscando a Thomas Flood y Jody Stroud. Él es el titular del alquiler de este apartamento y de otro que hay un poco más abajo.
—Ah, sí. Se lo he subarrendado —dijo el chino.
—Steve Wong —leyó Cavuto en el carné de conducir del chico.
A Rivera aquello le daba muy, muy mala espina. Habían encontrado un cuerpo más en Misión con el modus operandi del cuello roto y pérdida de sangre. El muerto estaba desnudo y supuestamente le habían robado el chándal azul claro, así que lo habían atribuido a un robo. Después, hacía una semana, las muertes habían cesado. Pero eso no significaba que aquello se hubiera acabado. Ya antes Rivera había cometido el error de creer que había terminado con aquellos dos. Por fin había conseguido que el cristiano renacido del Safeway denunciara a la pelirroja por agresión. Después de una larga charla con los otros porreros, habían conseguido una orden de arresto contra Flood por conspiración. Los porreros también les habían dado a entender que Flood y la pelirroja se habían apoderado de algún modo de su parte del dinero del vampiro viejo. Quizá se hubieran ido de verdad de la ciudad. Si así era, estupendo, pero Rivera seguía teniendo un montón de asesinatos sin resolver.
—¿Le has subarrendado el apartamento a Thomas Flood?
—La verdad es que nunca lo he visto —dijo Steve—. Lo arreglamos a través de la agencia inmobiliaria.
—Sí, así que lárgate, polizonte —dijo la chica flacucha.
Rivera paseó la mirada por el apartamento. No había necesidad de destrozarlo. Saltaba a la vista que todo era nuevo. Estaba decorado con muebles de mimbre baratos y algunos cachivaches punkis, que Rivera supuso eran la aportación de la chiquilla siniestra.
Las esculturas de bronce, en cambio, parecían fuera de lugar. Una joven desnuda de tamaño natural, una gran tortuga con la boca abierta y una pareja de bronce, también de tamaño natural, con la pose de El beso de Rodin.
—Os habrán costado un ojo de la cara —dijo Rivera.
—Qué va. Conozco a los artistas —contestó el chino—. Son unos moteros de esta misma calle.
—Fu se dedica a la biotecnología —dijo la payasa tristona—. Gana un montón de pasta, polizonte.
—Ya, eso es estupendo —dijo Rivera. Había visto cómo aquel barrio, en el que hasta hacía poco solo había tiendas de reparaciones de mala muerte y algún que otro restaurante étnico, se aburguesaba y se convertía en un hervidero de profesionales a la última moda que vivían en lofts remodelados en la época del bum de Internet. El barrio nunca había vuelto a ser lo que era. Estaba lleno de jovencitos que se gastaban el equivalente al salario anual de Rivera en coches que no conducían ni una docena de veces al año. Aquel chaval era por lo visto uno de ellos.
—Entonces, ¿no conoces a estas personas? —dijo Rivera, señalando la orden de registro.
Steve Wong negó con la cabeza.
—Lo siento, nunca los he visto. Mando el alquiler directamente a la agencia inmobiliaria. Pueden preguntar allí, si quieren.