Me gustaría aclarar enseguida que los gritos fueron totalmente innecesarios. Y sea lo que sea lo que me decía el chino de detrás del mostrador, era una exageración total y, además, ¿cómo quiere que le entienda si habla tan rápido y encima en chino? El caso es que después de que exprimiera el pulgar de Jared en su taza y luego en la mía y se la diera a Flood, todo el mundo se tranquilizó (hasta el chino, después de que Jared le pagara dos cafés más) y la reunión de Histéricas Inmortales volvió oficialmente a su cauce.
Parecía que llevábamos esperando una eternidad, y la condesa y Flood no contestaban a mis preguntas sobre «las costumbre del nosferatu». Era como si no tuvieran ni idea del tema. Fue como cuando el año pasado me apunté a clase de Alimentos Avanzados (que son como clases de cocina, pero para tontos del culo) después de la hora de la comida, y así me echaba una siesta. Estaba muy bien, porque ni siquiera me chifla la comida normal, así que, a ver, ¿qué pinto yo en una clase sobre comidas digitales wi-fi de última generación y todo ese rollo? Total, que me matriculé en la asignatura y me pasaba la clase durmiendo. Pero luego, al final del semestre, mi madre me tendió una trampa y me dijo: «Ay, Allison, he comprado ingredientes para que nos prepares la cena a Ronnie y a mí, y así nos enseñas lo que has aprendido en tu clase de Alimentos Avanzados. Será divertido».
Te puedes apostar algo a que cuando mi madre usa la frase «Será divertido» es que está a punto de clavar una estaca en el corazón de la diversión para que no vuelva a levantarse nunca más. Que es lo que pasó. ¿Alcachofas? ¿Quién come una cosa así? Si yo creía que eran armas.
El caso es que después de un siglo en el restaurante, volvimos al loft, donde la condesa dijo que estaba esperando mi regalo de Navidad. Cuando llegamos a la manzana, los policías y los de emergencias se habían ido y parecía que no había moros en la costa, pero cuando la condesa abrió el portal del loft, allí, sentado en los escalones, estaba el vampiro viejo, completamente desnudo.
Bueno, la condesa y Flood pegaron un salto de unos seis metros y yo estoy casi segura de que me meé un poco encima. Sí, decididamente me meé. A Jared simplemente empezó a darle un ataque de asma, no el ataque completo, solo el primer jadeo. Después de eso se quedó sin respiración.
Y Elijah va y dice: «Necesitaba una lavadora».
Permitidme decir aquí, si no lo he dejado ya claro, que en las últimas veinticuatro horas he visto suficientes miembros viriles desnudos, pálidos y decrépitos como para herir mi delicada psique para toda la eternidad, así que que nadie se extrañe si algún día me encuentran vagando por los páramos a medianoche con la mirada enloquecida y farfullando cosas sobre tetas albinas perseguidas por culos fofos, porque esas cosas pueden pasar cuando una ha sufrido un trauma.
Entonces Flood se lanzó contra la puerta y nos gritó que huyéramos mientras sujetaba valientemente la puerta contra las arremetidas de nuestro ancestro el viejo vampiro. Yo empezaba a dudar de la capacidad de Flood para satisfacer sus deberes como mi Señor Oscuro, hasta que dio un paso al frente y nos salvó (un valeroso héroe vampírico, eso es lo que es). La verdad es que empezaba a pensar que era solo un pardillo con conocimientos pasables de poesía.
Mientras corríamos oí que Elijah decía «Se me ha meado en el chándal» al tiempo que se arrojaba contra la puerta, o eso creo, porque no me di la vuelta hasta que estábamos a dos calles de allí.
La condesa decía: «Tengo que volver a por él», pero antes de que se diera la vuelta mi Señor Oscuro dobló la esquina.
Y va y dice «¡Vamos, vamos, vamos!» mientras nos hacía señas.
Y nosotros: «¿Adónde? ¿Adónde? ¿Adónde?».
Y entonces, mientras la condesa abrazaba a Flood y empezaba a estrujarlo con todas sus fuerzas y Jared no paraba de decir entre jadeos «Hay que coger una habitación», empezó a pitar el reloj de la condesa. Y luego el de Flood. Y ellos: «Oh, oh».
Así que teníamos como diez minutos para encontrar un sitio a oscuras donde pudieran esconderse, y no teníamos dinero para un hotel aunque hubiéramos tenido tiempo para registrarnos y todo eso. Así que corrimos hacia una obra muy grande que hay debajo del puente de la bahía. Y yo iba pensando, no quiero enterrar a mis amos en la obra. ¿Y si los pavimentan? Se asustarían un huevo si los pavimentaran.
Y la condesa preguntó: «¿Cómo te has escapado?».
Y el vampiro Flood dijo: «Empezó a pitar la secadora».
Y ella: «¿Te ha dejado vivir porque ya tenía la ropa seca?».
Y Flood: «Qué suerte, ¿eh?». Y sin que le faltara la respiración, a pesar de la carrera.
Así que, cuando llegamos a la obra, estaba todo al descubierto o lo estaría en cuanto llegara la gente a trabajar. Y la condesa miró las vigas del puente o como se llamen y dijo: «Allí».
Así que allí fuimos. Yo cogí unas lonas que había tapando un generador, junto a la obra, y Jared y yo nos subimos a las vigas con nuestros amos los vampiros y los ayudamos a arroparse justo a tiempo de que se durmieran.
Pero, cuando empezó a amanecer y vimos a todos los sin techo que había alrededor, Jared y yo comprendimos que nuestros amos no estarían a salvo cuando los sin techo que vivían debajo del puente se fijaran en las lonas y en nuestra delicada juventud o bien olfatearan mis ositos de gominola, y vendrían a por nosotros. Así que Jared se fue a buscar la carretilla, unas bolsas de basura y cinta de embalar (y con un poco de suerte también el monovolumen de su madrastra) para que podamos trasladar a nuestros amos a un lugar más seguro.
Ah, otra cosa: antes de que la condesa se sumiera en el negro sueño de los no muertos, le dije: «Bueno, ¿qué me vais a regalar por Navidad?».
Y ella: «Diez mil dólares».
Y yo: «Yo no os he comprado nada».
Y ella: «No importa. Eres nuestra esbirra preferida y con eso basta».
Que es por lo que la quiero y velaré por ella hasta la muerte. Luego besó al vampiro Flood y se quedó dormida. Estoy segura de que su amor durará siglos y siglos, si Jared y yo no la cagamos y no los freímos durante el traslado.
¡Ay, Dios! ¡Acabo de darme cuenta de que se nos olvidó dar de comer a Chet!
La Princesa del Cheddar de Fond du Lac estaba pedo. Y no solo porque el haber estallado en llamas la hubiera tostado físicamente más que un poco, sino porque la sangre de Drew era como el agua de un narguile, y todavía estaba un poco cocida mentalmente después de alimentarse de él. Había cometido el error de intentar quitarse el mal sabor de boca con un poco de zumo de naranja, y como premio había recibido cinco minutos de náuseas secas.
Se frotó los brazos y de ellos se desprendieron grandes escamas de piel quemada que dejaron al descubierto la piel nueva e inmaculada de debajo. La sangre de Drew la estaba curando, pero parecía que el proceso llevaría algún tiempo y que, como la vida en general, sería un poco asqueroso.
Tal vez le sentara bien un baño.
Entró desnuda en el cuarto de baño, que era todo él de planchas de granito y cristal verde, y dejó correr el agua. Mientras se llenaba la bañera, se quitó de la piel los últimos jirones quemados del vestido y los tiró al váter. Había un reguero de polvo gris sobre las baldosas negras (los restos del propietario de la casa) y ella iba dejando pisadas por todo el cuarto de baño y el dormitorio, así que se paró y barrió el polvo hacia un rincón sirviéndose de una toalla. Había sido una sorpresa (y la lista de sorpresas era ya larga) que su primera víctima se hubiera desintegrado en sus brazos dos noches antes, justo cuando ella empezaba a cogerle el tranquillo a lo de beber sangre. -Uy.
Él había sido muy amable, además. La había recogido en su Mercedes menos de dos minutos después de que saliera a trompicones del edificio de Lash, vestida solo con un corpiño de cuero y unas botas de plataforma hasta el muslo. No era la primera vez que iba por la calle con el culo al aire. No era eso lo que la había sacado de quicio, sino haberse despertado sintiendo que le ardían las tetas y ver que su cuerpo rechazaba los gigantescos globos de silicona que tanto dinero le había costado implantarse. Mientras inten-taba sujetarlos con las manos, los implantes le habían atravesado la piel, desgarrándola como si fueran alienígenas saliendo de ella como de un cascarón. Gritó cuando acabaron de salir, cayeron rodando al suelo y se quedaron allí, temblequeando sobre la alfombra. Mientras miraba, su piel se curó, sus pechos se irguieron y se tensaron, y el dolor se convirtió en un cosquilleo. Justo después, sin embargo, empezó a notar un hormigueo en la cara (en los labios, concretamente) y al limpiarse la boca acabó con dos tiras de silicona en la mano, parecidas a babosas, que le habían inyectado hacía años. Fue solo entonces, al mirar los grotescos pegotes de relleno labial que tenía en la mano, cuando cayó en la cuenta de que ya no era de color azul. Sus palmas eran blancas como las de un bebé. Y sus brazos y sus piernas... Corrió al cuarto de baño y se miró al espejo. Una desconocida cuya cara le sonaba le devolvió la mirada: la Princesa del Cheddar de Fond du Lac. No veía a aquella persona desde el instituto; la piel lechosa, el pelo casi blanco de tan rubio, todavía con el corte de pelo de la prostituta azul, pero con cierto aire de pajecillo. Hasta los tatuajes que se había hecho en sus primeros tiempos en Las Vegas habían desaparecido.
Estoy viva, pensó. Y luego, y voy a estar viva para siempre. Y luego, y voy a necesitar dinero, joder.
Corrió al dormitorio de Lash, donde había dejado su maletín de maquillaje. Pero el maletín había desaparecido. ¡Su dinero había volado!
Salió corriendo del apartamento y bajó las escaleras como si viera un rastro verde de billetes volando al viento en la dirección en la que había escapado su dinero. Una vez en la calle, se dirigió al único lugar que conocía: el Safeway de Marina. Había recorrido media manzana cuando el Mercedes paró y Blue vio bajar una de sus ventanillas eléctricas.
—Hola, ¿quieres que te lleve? Hace un poco de frío para ir con ese traje.
Se llamaba David y se dedicaba a algo que tenía que ver con mover dinero de un lado a otro. Fuera lo que fuese, debía de estar bien pagado. Llevaba un traje de dos mil dólares y su ático en Russian Hill daba al Golden Gate y a la inmensa cúpula del palacio de Bellas Artes.
En el ascensor, le había dejado su abrigo para que se lo pusiera. Había sido allí donde a ella le había entrado el hambre. Pobre David. Ni siquiera habían hablado del precio antes de que lo tumbara sobre el tocador de cristal verde del dormitorio y le sorbiera la vida.
-Uy.
Se daba cuenta de que la diferencia entre lo que le había pasado a ella y lo que le había pasado a David era el beso sangriento que le había dado a Tommy. De no ser por un beso, ella también se habría convertido en un montoncillo de polvo. Tendría que haber una canción con esa letra, se dijo. Por lo menos lo había descubierto antes de empezar a matar a sus víctimas.
Empujó lo que quedaba de David hacia un rincón, lo recogió con un trozo de cartón que sacó del cajón de sus camisas y lo tiró a la papelera. Se deslizó luego en la bañera llena de burbujas y empezó a frotarse para arrancarse la piel carbonizada.
No podía quedarse mucho tiempo. David estaba casado o tenía novia. Blue había encontrado un armario lleno de ropa de mujer (ropa cara), y era probable que su dueña volviera por allí. Aquella sería una base de operaciones magnífica, desde luego; quizá esperara a que volviera la esposa y la echara a la papelera, junto con David.
Se echó hacia atrás, cerró los ojos y escuchó cómo estallaban las burbujas, el zumbido de los cables a través del edificio, el tráfico de la calle, los barcos pesqueros que salían del puerto... Después oyó una súbita inhalación procedente del cuarto de estar, y luego otra, más profunda, cuando el segundo cobró vida. Y a continuación un largo grito. Los Animales muertos que había recogido empezaban a resucitar.
—Estaos quietos, chicos —dijo—. Mamá va a lavarse y a ponerse un vestido nuevo, y luego iremos a buscar algo de comer para vosotros y a buscar mi dinero.
Se pasó la esponja por el brazo y sonrió. Ahora sí que sería Blancanieves de verdad. Enanito por enanito, pensó.
Elijah ben Sapir llevaba vagando por el planeta ochocientos diecisiete años. En ese tiempo, había visto el auge y la caída de varios imperios, milagros y masacres, épocas de ignorancia y de ilustración: había sido testigo de la crueldad y la bondad humanas en toda su gama. Había visto toda clase de monstruosidades, desde las perversiones de la naturaleza a las atrocidades de la mente, retorcidas, bellas, aterradoras. Creía haberlo visto todo. Pero, a pesar de sus muchos años y de la agudeza de percepción que le brindaban sus sentidos de vampiro, nunca había visto un gato enorme, con el pelo afeitado y un jersey rojo. Y mientras estaba allí sentado, con su chándal amarillo recién lavado, todavía caliente de la secadora y oliendo a jabón y a suavizante, Elijah se sonrió.
—Hola, gatito —dijo el viejo vampiro.
El gato enorme lo miraba con recelo desde el otro lado del loft. El gato sentía que era un depredador, lo mismo que Elijah sentía que el gato había sido presa de un vampiro. Una golosina felina.
—No voy a comerte, gatito. Ya he comido suficiente.
Era cierto. Elijah se notaba un poco hinchado por culpa de sus intentos de elevar la cifra de cadáveres. Quizá a los siguientes debería matarlos y no alimentarse de ellos. Pero no; si hacía eso, la policía no sabría que era un vampiro, y él no obtendría ningún placer aterrorizando a la polluela. Todavía no tenía apetito, eso era todo. Había alguien (una mujer) en la escalera en ese mismo momento; Elijah oía su respiración y notaba el olor a pachulí y a cigarrillos de clavo que se colaba por debajo de la puerta. Muy pronto, se dijo.
—Puede que encontremos algo para que comas, ¿eh, gatito?
Elijah se bajó de un salto del taburete de la cocina y empezó a abrir armarios. En el tercero encontró unas bolsitas de comida para gatos. Sacó de un armario un cuenco que parecía sin usar, echó dentro las bolitas de carne y las agitó.
—Ven, gatito.
Chet dio unos pasos hacia la cocina y luego se detuvo. Elijah dejó el cuenco en el suelo y se apartó.
—Lo entiendo, gatito. A mí tampoco me gusta comer delante de testigos. Pero a veces...
El vampiro oyó un coche detenerse fuera, un coche que no pasaba por el taller desde hacía tiempo. Ladeó la cabeza y prestó atención mientras las puertas del coche se abrían y se cerraban. Salieron cuatro. Oyó sus pasos en el cemento y una voz de mujer que siseaba dirigiéndose a los otros tres. Un instante después estaba en la ventana, mirando hacia abajo, y a pesar de sí mismo volvió a sonreírse. Los cuatro que había en la acera no tenían a su alrededor el aura de la vida. Ni el resplandor rosado de la salud, ni la sombra negra de la muerte. Aquellos visitantes no eran humanos.