Cinco semanas en globo (10 page)

Read Cinco semanas en globo Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Cinco semanas en globo
11.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

Joe sacó del cuerpo del antílope una docena de chuletas y trozos de lomo, que se convirtieron muy pronto en un asado delicioso.

—El amigo Samuel —dijo el cazador— se va a chupar los dedos de gusto.

—¿Sabe lo que estoy pensando, señor Dick?

—¿En qué has de pensar más que en lo que estás haciendo?

—Pues, no, señor. Pienso en la cara que pondríamos si no encontráramos el globo.

—¡Vaya una ocurrencia! ¿Había el doctor de abandonarnos?

—Pero ¿y si se desenganchara el ancla?

—Imposible. Y aunque se desenganchara, ya sabría Samuel bajar con su globo.

—Pero ¿y si el viento se lo llevase?

—Mala cosa sería; pero, no hagas semejantes suposiciones que nada tienen de agradable.

—No hay nada imposible en este mundo, señor, y es por tanto preciso preverlo todo…

En aquel mismo momento se oyó un tiro.

—¡Oh! —gritó Joe.

—¡Mi carabina! Conozco su detonación.

—¡Una señal!

—¡Un peligro nos amenaza!

—¡A él tal vez! —replicó Joe.

—¡En marcha!

Los cazadores recogieron en un momento la carne que habían asado y empezaron a desandar el camino, guiándose por las ramas que Kennedy había esparcido con esa intención. La espesura de la arboleda les impedía ver el Victoria, del cual no podían estar lejos.

Se oyó un segundo disparo.

—La cosa apremia —dijo Joe.

—¡Otro tiro!

—Eso tiene trazas de una defensa personal.

—¡Corramos!

Y echaron a correr con todo el vigor de sus piernas. Al salir del bosque vieron el Victoria, con el doctor en la barquilla.

—¿Qué pasa, pues? —preguntó Kennedy.

—¡Dios del cielo! —exclamó Joe.

—¿Qué ves?

—¡Mire! ¡Una caterva de negros asaltan el globo!

En efecto, a dos millas de donde ellos estaban, unos treinta individuos se agolpaban, gesticulando, gritando y brincando, al pie del sicomoro. Algunos, encaramándose por el árbol, subían hasta las ramas más altas. El peligro parecía inminente.

—¡Mi señor está perdido! —exclamó Joe.

—¡Calma, Joe, y apunta bien! En nuestras manos tenemos la vida de cuatro de esos monigotes. ¡Adelante!

Habían avanzado una milla con suma rapidez, cuando partió de la barquilla otro tiro que derribó a uno de aquellos demonios que se encaramaba por la cuerda del ancla. Un cuerpo sin vida cayó de rama en rama y quedó colgado a veinte pies del suelo, con las piernas y los brazos extendidos.

—¿Por dónde diablos se sostiene ese bárbaro? —exclamó Joe.

—¿Qué nos importa? —respondió Kennedy—. ¡Corramos! ¡Corramos!

—¡Ah, señor Kennedy! —exclamó Joe, sin poder contener la risa—. ¡Por el rabo! ¡Es un mono! ¡Un asalto de monos!

—Mejor, más vale que sean monos que hombres —replicó Kennedy, precipitándose hacia el grupo vociferante.

Era una manada de cinocéfalos bastante temibles, feroces y brutales, con un hocico de perro que les daba un aspecto repugnante. Sin embargo, unos cuantos tiros bastaron para obligarles a abandonar el campo de batalla, donde dejaron no pocos cadáveres.

Kennedy se encaramó por la escala. Joe subió al sicomoro, desenganchó el ancla y subió a la barquilla sin dificultad. Algunos minutos después, el Victoria volvió a remontarse y se dirigía hacia el este a impulsos de un viento moderado.

—¡Vaya un asalto! —exclamó Joe.

—Creíamos que estabas rodeado de indígenas.

—Afortunadamente, no eran más que monos —respondió el doctor.

—De lejos, la diferencia no es grande, amigo Samuel.

—Ni de cerca tampoco —replicó Joe.

—De cualquier modo —repuso Fergusson—, este ataque de monos podía haber tenido funestas consecuencias. Si, con sus repetidos tirones llegan a desenganchar el ancla, no sé adónde me hubiera llevado el viento.

—¿No se lo decía yo, señor Kennedy?

—Tenías razón, Joe; pero, aun teniéndola, en aquel momento estabas asando unas chuletas de antílope cuya visión me abría el apetito.

—Lo creo —respondió el doctor—. La carne de antílope es exquisita.

—Ahora la probaremos señor; la mesa está puesta.

—En verdad —dijo el cazador— que estas lonchas de venado echan un humillo montaraz nada desdeñable.

—¡Ya lo creo! —respondió Joe con la boca llena—. Yo me comprometería a no comer más que antílope todos los días de mi vida, con tal que no me faltase un buen vaso de grog para digerirlo más fácilmente.

Joe preparó la codiciada pócima y los tres la paladearon con recogimiento.

—La cosa marcha —dijo.

—A pedir de boca —respondió Kennedy.

—¿Qué tal, señor Dick? ¿Siente habernos acompañado?

—¿Quién hubiera sido capaz de impedírmelo? —respondió el cazador resueltamente.

Eran las cuatro de la tarde. El Victoria encontró una corriente más rápida. El terreno se elevaba insensiblemente, y muy pronto la columna barométrica indicó una altura de mil quinientos pies sobre el nivel del mar. El doctor se vio entonces obligado a sostener el aeróstato mediante una dilatación de gas bastante fuerte, y el soplete funcionaba incesantemente.

Hacia las siete, el Victoria planeaba sobre la cuenca de Kanyemé. El doctor reconoció al momento aquel vasto desmonte de seis millas de extensión, con sus aldeas ocultas entre baobabs y güiras. Allí se encuentra la residencia de uno de los sultanes del país de Ugogo, donde la civilización está menos atrasada y se comercia rara vez con carne humana; sin embargo, hombres y animales viven juntos en chozas redondas sin armazón de madera, que parecen haces de heno. Después de Kanyemé, el terreno se vuelve árido y pedregoso; pero a una hora de distancia, cerca de Mdaburu, hay un valle fértil donde la vegetación recobra todo su vigor. El viento cesó al anochecer, y la atmósfera pareció dormirse. El doctor buscó en vano una corriente a diferentes alturas; al constatar la calma de la naturaleza, resolvió pasar la noche en el aire y, para mayor seguridad, se elevó unos mil pies. El Victoria permanecía inmóvil, y la noche, magníficamente estrellada, cayó en silencio. Dick y Joe se tumbaron en su apacible cama y se sumieron en un profundo sueño durante la guardia del doctor, que fue reemplazado por el escocés a medianoche.

—Si se produce cualquier incidente —le dijo a Dick—, despiértame y, sobre todo, no pierdas de vista el barómetro. El barómetro es nuestra brújula.

La noche fue fría; llegó a haber 270 de diferencia con la temperatura del día. Con las tinieblas había empezado el concierto nocturno de los animales, a quienes la sed y el hambre obligaban a abandonar sus guaridas. Se oyó la voz de soprano de las ranas, acompañada de los aullidos de los chacales, mientras que los imponentes graves de los leones sostenían los acordes de aquella orquesta viviente.

Por la mañana, al volver a su puesto, el doctor Fergusson consultó la brújula, y observó que durante la noche había variado la dirección del viento. Hacía cosa de dos horas que el Victoria derivaba unas treinta millas hacia el noreste. Pasaba por encima de Mabunguru, país pedregoso, sembrado de bloques de sienita bellamente pulida y de gibosos montículos; masas cónicas, análogas a los peñascos de Karnak, erizaban el terreno cual dólmenes druídicos; numerosas osamentas de búfalos y elefantes salpicaban el suelo de blanco, y, exceptuando la parte del este, en que se levantaban profundos bosques bajo los cuales se ocultaban algunas aldeas, había pocos árboles.

Hacia las siete, una roca esférica, que tendría dos millas de extensión, apareció como inmensa concha de galápago.

—Vamos bien encaminados —dijo el doctor Fergusson—. Allí está Jihoue-la-Mkoa, donde nos detendremos un rato. Quiero renovar la provisión de agua necesaria para alimentar el soplete. Busquemos un sitio donde agarrarnos.

—Pocos árboles hay —respondió el cazador.

—Probemos. Joe, echa las anclas.

El globo, perdiendo poco a poco su fuerza ascensional, se acercó a tierra; las anclas corrieron hasta que una de ellas hincó una uña en la hendidura de una roca, y el Victoria quedó sujeto.

No se crea que el doctor, durante las paradas, pudo apagar completamente el soplete. El equilibrio del globo había sido calculado al nivel del mar, y como el terreno se elevaba sin cesar, al hallarse a una altura de seiscientos o setecientos pies, el globo habría tenido una tendencia a descender más abajo que el propio suelo; por eso era preciso sostenerlo mediante una dilatación del gas. Sólo en el caso de que, en ausencia total de viento, el doctor hubiera dejado la barquilla descansar en el suelo, el aeróstato, libre de un peso considerable, se habría mantenido en el aire sin ayuda del soplete.

Los mapas indicaban vastas ciénagas en la vertiente occidental de Jihoue-la-Mkoa. Joe se dirigió allí solo con un barril que podría contener unos diez galones; encontró sin trabajo el punto indicado, no lejos de un poblado desierto, hizo su provisión de agua y en menos de tres cuartos de hora estuvo ya de vuelta. No había visto nada de particular, aparte de enormes trampas para cazar elefantes; incluso estuvo a punto de caer en una de ellas, en la que yacía un esqueleto medio roído.

Trajo de su excursión una especie de nísperos que los monos comían ávidamente. El doctor reconoció el fruto del mbenbú, árbol que abunda en la parte occidental de Jihoue-la-Mkoa. Fergusson aguardaba a Joe con cierta impaciencia, porque en aquella tierra inhospitalaria una detención, por breve que fuese, le inspiraba siempre zozobra.

El agua fue embarcada sin dificultad, pues la barquilla descendió casi al nivel del suelo; Joe, tras desenganchar el ancla, subió con presteza junto a su señor. En cuanto éste reavivó la llama, el Victoria reemprendió su ruta por los aires.

Se hallaba entonces a unas cien millas de Kazeh, importante establecimiento del interior de África, donde, gracias a una corriente del sureste, podían prometerse los viajeros llegar durante aquel día. Avanzaban a una velocidad de catorce millas por hora. La conducción del aeróstato se hizo entonces bastante difícil; no era posible elevarse a gran altura sin dilatar excesivamente el gas, porque el terreno se hallaba ya a una altura media de tres mil pies. El doctor prefería, en la medida de lo posible, no forzar su dilatación, por lo que siguió muy hábilmente las sinuosidades de una pendiente bastante empinada, y pasó casi rozando las aldeas de Thembo y de Tura-Wels. Esta última forma parte del Unyamwezy, magnífica comarca donde los árboles alcanzan las más colosales dimensiones, especialmente los cactos, que son gigantescos.

Hacia las dos, con un tiempo magnífico, bajo un sol ardiente que devoraba la menor corriente de aire, el Victoria planeaba sobre la ciudad de Kazeh, situada a trescientas cincuenta millas de la costa.

—Partimos de Zanzíbar a las nueve de la mañana —dijo el doctor Fergusson, consultando sus notas—, y en dos días de travesía hemos recorrido más de quinientas millas geográficas. ¡Los capitanes Burton y Speke invirtieron cuatro meses y medio en hacer el mismo camino!

CAPITULO XV

Hablando con propiedad, Kazeh, punto importante del África central, no es una ciudad; a decir verdad, en el interior no hay ciudades. Kazeh no es más que un conjunto de seis vastas excavaciones, repleto de barracas y chozas con patios y huertecillos cuidadosamente cultivados; allí crecen cebollas, patatas, berenjenas, calabazas y setas de un sabor delicioso.

El Unyamwezy es la tierra de la Luna por excelencia, el fértil y espléndido jardín de África. En el centro se encuentra el distrito de Unyanembé, deliciosa comarca donde viven perezosamente algunas familias de omaníes, que son árabes de origen muy puro. Durante mucho tiempo se dedicaron al comercio en el interior de África y en Arabia; traficaban en gomas, marfil, telas de algodón y esclavos; sus caravanas surcaban aquellas regiones ecuatoriales, y aún van a buscar a la costa objetos de lujo y de placer para mercaderes ricos, los cuales, rodeados de mujeres y criados, llevan en aquella encantadora comarca la existencia menos agitada y más horizontal posible, siempre tumbados, riendo, fumando o durmiendo. Alrededor de esas excavaciones, numerosas barracas de indígenas, grandes extensiones para los mercados, campos de cannabis y de datura, hermosos árboles y frescas sombras: eso es Kazeh.

Es el punto de cita general de las caravanas: las del sur, con sus esclavos y cargamentos de marfil, y las del oeste, que exportan algodón y abalorios a las tribus de los Grandes Lagos. Así es que en los mercados reina una agitación perpetua, una algarabía indescriptible donde se mezclan gritos de vendedores ambulantes mestizos, ruido de tambores y cornetas, relinchos de mulos, rebuznos de asnos, cantos de mujeres, chillidos de chiquillos y golpes de vara del imadar, que en aquella sinfonía pastoral es quien marca el compás.

Allí se exhiben desordenadamente, o, por mejor decir, con un desorden encantador, telas vistosas, sartas de abalorios, objetos de marfil, dientes de rinoceronte y de tiburón, algodón, miel, tabaco; allí se llevan a cabo las más extravagantes transacciones mercantiles, en las que cada objeto sólo tiene valor en función de los deseos que excita.

De repente, aquella agitación, aquel movimiento, aquel ruido cesaron como por encanto. El Victoria acababa de aparecer en el aire; planeaba majestuosamente y descendía poco a poco, sin desviarse de la vertical. Hombres, mujeres, niños, esclavos, mercaderes, árabes y negros, todos desaparecieron, agazapándose más que deprisa en los tembés y las chozas.

—Amigo Samuel —dijo Kennedy—, si seguimos causando el mismo efecto en todas partes, trabajo nos ha de costar establecer con estas gentes relaciones mercantiles.

—Sin embargo —dijo Joe—, podríamos realizar una operación comercial muy sencilla. Consistiría en bajar tranquilamente y cargar con las mercancías de más valor, sin cuidarnos de entrar en tratos con los vendedores. Nos haríamos ricos.

—¡Sí! —replicó el doctor—. Pero esos indígenas, pasado el primer sobresalto, no tardarán en volver, movidos por su superstición o su curiosidad.

—¿Usted cree, señor?

—Pronto lo veremos. Por si acaso, será una medida prudente no acercarse demasiado a ellos. El Victoria no es un globo blindado ni acorazado; por lo tanto, no está a salvo de balas y flechas.

—¿Piensas, amigo Samuel, entrar en tratos con esos africanos?

—¿Por qué no, si se puede? —respondió el doctor—. En Kazeh debe de haber mercaderes árabes más instruidos y menos salvajes. Recuerdo que Burton y Speke no tenían bastante boca para alabar la hospitalidad de los habitantes de este pueblo. Podemos, pues, intentarlo.

Other books

Cuckoo's Egg by C. J. Cherryh
Dragon's Lair by Denise Lynn
My Sunshine by Catherine Anderson
Hell Bent by Becky McGraw
House Broken by Sonja Yoerg