—Vamos a hablar a mi estudio. Quiero mostrarte algo.
Me cuesta mucho procesar todo esto. He sido tan inocente que pensaba que pasaría una noche de pasión desenfrenada en la cama de este hombre, y aquí estamos, negociando un extraño acuerdo.
Lo sigo hasta su estudio, una amplia habitación con otro ventanal desde el techo hasta el suelo que da al balcón. Se sienta a la mesa, me indica con un gesto que tome asiento en una silla de cuero frente a él y me tiende una hoja de papel.
—Estas son las normas. Podemos cambiarlas. Forman parte del contrato, que también te daré. Léelas y las comentamos.
NORMAS
Obediencia:
La Sumisa obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin reservas y de forma expeditiva. La Sumisa aceptará toda actividad sexual que el Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar.
Sueño:
La Sumisa garantizará que duerme como mínimo siete horas diarias cuando no esté con el Amo.
Comida:
Para cuidar su salud y su bienestar, la Sumisa comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4). La Sumisa no comerá entre horas, a excepción de fruta.
Ropa:
Durante la vigencia del contrato, la Sumisa solo llevará ropa que el Amo haya aprobado. El Amo ofrecerá a la Sumisa un presupuesto para ropa, que la Sumisa debe utilizar. El Amo acompañará a la Sumisa a comprar ropa cuando sea necesario. Si el Amo así lo exige, mientras el contrato esté vigente, la Sumisa se pondrá los adornos que le exija el Amo, en su presencia o en cualquier otro momento que el Amo considere oportuno.
Ejercicio:
El Amo proporcionará a la Sumisa un entrenador personal cuatro veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y la Sumisa. El entrenador personal informará al Amo de los avances de la Sumisa.
Higiene personal y belleza:
La Sumisa estará limpia y depilada en todo momento. La Sumisa irá a un salón de belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno.
Seguridad personal:
La Sumisa no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios.
Cualidades personales:
La Sumisa solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. La Sumisa se comportará en todo momento con respeto y humildad. Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el Amo no esté presente.
El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
Madre mía.
—¿Límites infranqueables? —le pregunto.
—Sí. Lo que no harás tú y lo que no haré yo. Tenemos que especificarlo en nuestro acuerdo.
—No estoy segura de que vaya a aceptar dinero para ropa. No me parece bien.
Me muevo incómoda. La palabra «puta» me resuena en la cabeza.
—Quiero gastar dinero en ti. Déjame comprarte ropa. Quizá necesite que me acompañes a algún acto, y quiero que vayas bien vestida. Estoy seguro de que con tu sueldo, cuando encuentres trabajo, no podrás costearte la ropa que me gustaría que llevaras.
—¿No tendré que llevarla cuando no esté contigo?
—No.
—De acuerdo.
Hazte a la idea de que será como un uniforme.
—No quiero hacer ejercicio cuatro veces por semana.
—Anastasia, necesito que estés ágil, fuerte y resistente. Confía en mí. Tienes que hacer ejercicio.
—Pero seguro que no cuatro veces por semana. ¿Qué te parece tres?
—Quiero que sean cuatro.
—Creía que esto era una negociación.
Frunce los labios.
—De acuerdo, señorita Steele, vuelve a tener razón. ¿Qué te parece una hora tres días por semana, y media hora otro día?
—Tres días, tres horas. Me da la impresión de que te ocuparás de que haga ejercicio cuando esté aquí.
Sonríe perversamente y le brillan los ojos, como si se sintiera aliviado.
—Sí, lo haré. De acuerdo. ¿Estás segura de que no quieres hacer las prácticas en mi empresa? Eres buena negociando.
—No, no creo que sea buena idea.
Observo la hoja con sus normas. ¡Depilarme! ¿Depilarme el qué? ¿Todo? ¡Uf!
—Pasemos a los límites. Estos son los míos —me dice tendiéndome otra hoja de papel.
LÍMITES INFRANQUEABLES.
Actos con fuego.
Actos con orina, defecación y excrementos.
Actos con agujas, cuchillos, perforaciones y sangre.
Actos con instrumental médico ginecológico.
Actos con niños y animales.
Actos que dejen marcas permanentes en la piel.
Actos relativos al control de la respiración.
Actividad que implique contacto directo con corriente eléctrica (tanto alterna como continua), fuego o llamas en el cuerpo.
Uf. ¡Tiene que escribirlos! Por supuesto… todos estos límites parecen sensatos y necesarios, la verdad… Seguramente cualquier persona en su sano juicio no querría meterse en este tipo de cosas. Pero se me ha revuelto el estómago.
—¿Quieres añadir algo? —me pregunta amablemente.
Mierda. No tengo ni idea. Estoy totalmente perpleja. Me mira y arruga la frente.
—¿Hay algo que no quieras hacer?
—No lo sé.
—¿Qué es eso de que no lo sabes?
Me remuevo incómoda y me muerdo el labio.
—Nunca he hecho cosas así.
—Bueno, ¿ha habido algo que no te ha gustado hacer en el sexo?
Por primera vez en lo que parecen siglos, me ruborizo.
—Puedes decírmelo, Anastasia. Si no somos sinceros, no va a funcionar.
Vuelvo a removerme incómoda y me contemplo los dedos nudosos.
—Dímelo —me pide.
—Bueno… Nunca me he acostado con nadie, así que no lo sé —le digo en voz baja.
Levanto los ojos hacia él, que me mira boquiabierto, paralizado y pálido, muy pálido.
—¿Nunca? —susurra.
Asiento.
—¿Eres virgen?
Asiento con la cabeza y vuelvo a ruborizarme. Cierra los ojos y parece estar contando hasta diez. Cuando los abre, me mira enfadado.
—¿Por qué cojones no me lo habías dicho? —gruñe.
Christian recorre su estudio de un lado a otro pasándose las manos por el pelo. Las dos manos… lo que quiere decir que está doblemente enfadado. Su férreo control habitual parece haberse resquebrajado.
—No entiendo por qué no me lo has dicho —me riñe.
—No ha salido el tema. No tengo por costumbre ir contando por ahí mi vida sexual. Además… apenas nos conocemos.
Me contemplo las manos. ¿Por qué me siento culpable? ¿Por qué está tan rabioso? Lo miro.
—Bueno, ahora sabes mucho más de mí —me dice bruscamente. Y aprieta los labios—. Sabía que no tenías mucha experiencia, pero… ¡virgen! —Lo dice como si fuera un insulto—. Mierda, Ana, acabo de mostrarte… —se queja—. Que Dios me perdone. ¿Te han besado alguna vez, sin contarme a mí?
—Pues claro —le contesto intentando parecer ofendida.
Vale… quizá un par de veces.
—¿Y no has perdido la cabeza por ningún chico guapo? De verdad que no lo entiendo. Tienes veintiún años, casi veintidós. Eres guapa.
Vuelve a pasarse la mano por el pelo.
Guapa. Me ruborizo de alegría. Christian Grey me considera guapa. Entrelazo los dedos y los miro fijamente intentando disimular mi estúpida sonrisa. Quizá es miope. Mi adormecida subconsciente asoma la cabeza. ¿Dónde estaba cuando la necesitaba?
—¿Y de verdad estás hablando de lo que quiero hacer cuando no tienes experiencia? —Junta las cejas—. ¿Por qué has eludido el sexo? Cuéntamelo, por favor.
Me encojo de hombros.
—Nadie me ha… en fin…
Nadie me ha hecho sentir así, solo tú. Y resulta que tú eres una especie de monstruo.
—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? —le susurro.
—No estoy enfadado contigo. Estoy enfadado conmigo mismo. Había dado por sentado… —Suspira, me mira detenidamente y mueve la cabeza—. ¿Quieres marcharte? —me pregunta en tono dulce.
—No, a menos que tú quieras que me marche —murmuro.
No, por favor… No quiero marcharme.
—Claro que no. Me gusta tenerte aquí —me dice frunciendo el ceño, y echa un vistazo al reloj—. Es tarde. —Y vuelve a levantar los ojos hacia mí—. Estás mordiéndote el labio —me dice con voz ronca y mirándome pensativo.
—Perdona.
—No te disculpes. Es solo que yo también quiero morderlo… fuerte.
Me quedo boquiabierta… ¿Cómo puede decirme esas cosas y pretender que no me afecten?
—Ven —murmura.
—¿Qué?
—Vamos a arreglar la situación ahora mismo.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué situación?
—Tu situación, Ana. Voy a hacerte el amor, ahora.
—Oh.
Siento que el suelo se mueve. Soy una situación. Contengo la respiración.
—Si quieres, claro. No quiero tentar a la suerte.
—Creía que no hacías el amor. Creía que tú solo follabas duro.
Trago saliva. De pronto se me ha secado la boca.
Me lanza una sonrisa perversa que me recorre el cuerpo hasta llegar a…
—Puedo hacer una excepción, o quizá combinar las dos cosas. Ya veremos. De verdad quiero hacerte el amor. Ven a la cama conmigo, por favor. Quiero que nuestro acuerdo funcione, pero tienes que hacerte una idea de dónde estás metiéndote. Podemos empezar tu entrenamiento esta noche… con lo básico. No quiere decir que venga con flores y corazones. Es un medio para llegar a un fin, pero quiero ese fin y espero que tú lo quieras también —me dice con mirada intensa.
Me ruborizo… Madre mía… Mis deseos se hacen realidad.
—Pero no he hecho todo lo que pides en tu lista de normas —le digo con voz entrecortada e insegura.
—Olvídate de las normas. Olvídate de todos esos detalles por esta noche. Te deseo. Te he deseado desde que te caíste en mi despacho, y sé que tú también me deseas. No estarías aquí charlando tranquilamente sobre castigos y límites infranqueables si no me desearas. Ana, por favor, quédate conmigo esta noche.
Me tiende la mano con ojos brillantes, ardientes… excitados, y la cojo. Tira de mí hasta rodearme entre sus brazos. El movimiento me pilla por sorpresa y de pronto siento todo su cuerpo pegado al mío. Me recorre la nuca con los dedos, enrolla mi coleta entorno a la muñeca y tira suavemente para obligarme a levantar la cara. Está mirándome.
—Eres una chica muy valiente —me susurra—. Me tienes fascinado.
Sus palabras son como un artilugio incendiario. Me arde la sangre. Se inclina, me besa suavemente y me chupa el labio inferior.
—Quiero morder este labio —murmura sin despegarse de mi boca.
Y tira de él con los dientes cuidadosamente. Gimo y sonríe.
—Por favor, Ana, déjame hacerte el amor.
—Sí —susurro.
Para eso estoy aquí. Veo su sonrisa triunfante cuando me suelta, me coge de la mano y me conduce a través de la casa.
Su dormitorio es grande. Desde los ventanales se ven los iluminados rascacielos de Seattle. Las paredes son blancas, y los accesorios, azul claro. La enorme cama es ultramoderna, de madera maciza de color gris, con cuatro postes pero sin dosel. En la pared de la cabecera hay un impresionante paisaje marino.
Estoy temblando como una hoja. Ya está. Por fin, después de tanto tiempo, voy a hacerlo, y nada menos que con Christian Grey. Respiro entrecortadamente y no puedo apartar los ojos de él. Se quita el reloj y lo deja encima de una cómoda a juego con la cama. Luego se quita la americana y la deja en una silla. Lleva la camisa blanca de lino y unos vaqueros. Es guapo hasta perder el sentido. Su pelo cobrizo está alborotado y le cuelga la camisa… Sus ojos grises son audaces y brillantes. Se quita las Converse y se inclina para quitarse también los calcetines. Los pies de Christian Grey… Uau… ¿Qué tendrán los pies descalzos? Se gira y me mira con expresión dulce.
—Supongo que no tomas la píldora.
¿Qué? Mierda.
—Me temo que no.
Abre el primer cajón y saca una caja de condones. Me mira fijamente.
—Tienes que estar preparada —murmura—. ¿Quieres que cierre las persianas?
—No me importa —susurro—. Creía que no permitías a nadie dormir en tu cama.
—¿Quién ha dicho que vamos a dormir? —murmura.
—Oh.
Madre mía.
Se acerca a mí despacio. Está muy seguro de sí mismo, muy sexy, y le brillan los ojos. El corazón se me dispara y la sangre me bombea por todo el cuerpo. El deseo, un deseo caliente e intenso, me invade el vientre. Se detiene frente a mí y me mira a los ojos. Oh, es tan sexy…
—Vamos a quitarte la chaqueta, si te parece —me dice en voz baja.
Agarra las solapas y muy suavemente me desliza la chaqueta por los hombros y la deja en la silla.
—¿Tienes idea de lo mucho que te deseo, Ana Steele? —me susurra.
Se me corta la respiración. No puedo apartar mis ojos de los suyos. Alza una mano y me pasa suavemente los dedos por la mejilla hasta el mentón.
—¿Tienes idea de lo que voy a hacerte? —añade acariciándome la barbilla.
Los músculos de mi parte más profunda y oscura se tensan con infinito placer. El dolor es tan dulce y tan agudo que quiero cerrar los ojos, pero los suyos, que me miran ardientes, me hipnotizan. Se inclina y me besa. Sus labios exigentes, firmes y lentos se acoplan a los míos. Empieza a desabrocharme la blusa besándome ligeramente la mandíbula, la barbilla y las comisuras de la boca. Me la quita muy despacio y la deja caer al suelo. Se aparta un poco y me observa. Por suerte, llevo el sujetador azul cielo de encaje, que me queda estupendo.
—Ana… —me dice—. Tienes una piel preciosa, blanca y perfecta. Quiero besártela centímetro a centímetro.
Me ruborizo. Madre mía… ¿Por qué me dijo que no podía hacer el amor? Haré lo que me pida. Me agarra de la coleta, la deshace y jadea cuando la melena me cae en cascada sobre los hombros.
—Me gustan las morenas —murmura.
Mete las dos manos entre mis cabellos y me sujeta la cabeza. Su beso es exigente, su lengua y sus labios, persuasivos. Gimo y mi lengua indecisa se encuentra con la suya. Me rodea con sus brazos, me acerca su cuerpo y me aprieta muy fuerte. Una mano sigue en mi pelo, y la otra me recorre la columna hasta la cintura y sigue avanzando, sigue la curva de mi trasero y me empuja suavemente contra sus caderas. Siento su erección, que empuja lánguidamente contra mi cuerpo.