—Charlie Tango, adelante. Aquí aeropuerto de Portland, avance por uno-cuatro-mil, dirección cero-uno-cero, cambio.
—Recibido, torre, aquí Charlie Tango. Cambio y corto. En marcha —añade dirigiéndose a mí.
El helicóptero se eleva por los aires lenta y suavemente.
Portland desaparece ante nosotros mientras nos introducimos en el espacio aéreo, aunque mi estómago se queda anclado en Oregón. ¡Uau! Las luces van reduciéndose hasta convertirse en un ligero parpadeo a nuestros pies. Es como mirar al exterior desde una pecera. Una vez en lo alto, la verdad es que no se ve nada. Está todo muy oscuro. Ni siquiera la luna ilumina un poco nuestro trayecto. ¿Cómo puede ver por dónde vamos?
—Inquietante, ¿verdad? —me dice Christian por los auriculares.
—¿Cómo sabes que vas en la dirección correcta?
—Aquí —me contesta señalando con su largo dedo un indicador con una brújula electrónica—. Es un Eurocopter EC135. Uno de los más seguros. Está equipado para volar de noche. —Me mira y sonríe—. En mi edificio hay un helipuerto. Allí nos dirigimos.
Pues claro que en su edificio hay un helipuerto. Me siento totalmente fuera de lugar. Las luces del panel de control le iluminan ligeramente la cara. Está muy concentrado y no deja de controlar las diversas esferas situadas frente a él. Observo sus rasgos con todo detalle. Tiene un perfil muy bonito, la nariz recta y la mandíbula cuadrada. Me gustaría deslizar la lengua por su mandíbula. No se ha afeitado, y su barba de dos días hace la perspectiva doblemente tentadora. Mmm… Me gustaría sentir su aspereza bajo mi lengua y mis dedos, contra mi cara.
—Cuando vuelas de noche, no ves nada. Tienes que confiar en los aparatos —dice interrumpiendo mi fantasía erótica.
—¿Cuánto durará el vuelo? —consigo decir, casi sin aliento.
No estaba pensando en sexo, para nada.
—Menos de una hora… Tenemos el viento a favor.
En Seattle en menos de una hora… No está nada mal. Claro, estamos volando.
Queda menos de una hora para que lo descubra todo. Siento todos los músculos de la barriga contraídos. Tengo un grave problema con las mariposas. Se me reproducen en el estómago. ¿Qué me tendrá preparado?
—¿Estás bien, Anastasia?
—Sí.
Le contesto con la máxima brevedad porque los nervios me oprimen.
Creo que sonríe, pero es difícil asegurarlo en la oscuridad. Christian acciona otro botón.
—Aeropuerto de Portland, aquí Charlie Tango, en uno-cuatro-mil, cambio.
Intercambia información con el control de tráfico aéreo. Me suena todo muy profesional. Creo que estamos pasando del espacio aéreo de Portland al del aeropuerto de Seattle.
—Entendido, Seattle, preparado, cambio y corto.
Señala un puntito de luz en la distancia y dice:
—Mira. Aquello es Seattle.
—¿Siempre impresionas así a las mujeres? ¿«Ven a dar una vuelta en mi helicóptero»? —le pregunto realmente interesada.
—Nunca he subido a una mujer al helicóptero, Anastasia. También esto es una novedad —me contesta en tono tranquilo, aunque serio.
Vaya, no me esperaba esta respuesta. ¿También una novedad? Ah, ¿se referirá a lo de dormir con una mujer?
—¿Estás impresionada?
—Me siento sobrecogida, Christian.
Sonríe.
—¿Sobrecogida?
Por un instante vuelve a tener su edad.
Asiento.
—Lo haces todo… tan bien.
—Gracias, señorita Steele —me dice educadamente.
Creo que le ha gustado mi comentario, pero no estoy segura.
Durante un rato atravesamos la oscura noche en silencio. El punto de luz de Seattle es cada vez mayor.
—Torre de Seattle a Charlie Tango. Plan de vuelo al Escala en orden. Adelante, por favor. Preparado. Cambio.
—Aquí Charlie Tango, entendido, Seattle. Preparado, cambio y corto.
—Está claro que te divierte —murmuro.
—¿El qué?
Me mira. A la tenue luz de los instrumentos parece burlón.
—Volar —le contesto.
—Exige control y concentración… ¿cómo no iba a encantarme? Aunque lo que más me gusta es planear.
—¿Planear?
—Sí. Vuelo sin motor, para que me entiendas. Planeadores y helicópteros. Piloto las dos cosas.
—Vaya.
Aficiones caras. Recuerdo que me lo dijo en la entrevista. A mí me gusta leer, y de vez en cuando voy al cine. Nada que ver.
—Charlie Tango, adelante, por favor, cambio.
La voz incorpórea del control de tráfico aéreo interrumpe mis fantasías. Christian contesta en tono seguro de sí mismo.
Seattle está cada vez más cerca. Ahora estamos a las afueras. ¡Uau! Es absolutamente impresionante. Seattle de noche, desde el cielo…
—Es bonito, ¿verdad? —me pregunta Christian en un murmullo.
Asiento entusiasmada. Parece de otro mundo, irreal, y siento como si estuviera en un estudio de cine gigante, quizá de la película favorita de José,
Blade Runner
. El recuerdo de José intentando besarme me incomoda. Empiezo a sentirme un poco cruel por no haber contestado a sus llamadas. Seguro que puede esperar hasta mañana.
—Llegaremos en unos minutos —murmura Christian.
Y de repente siento que me zumban los oídos, que se me dispara el corazón y que la adrenalina me recorre el cuerpo. Empieza a hablar de nuevo con el control de tráfico aéreo, pero ya no lo escucho. Creo que voy a desmayarme. Mi destino está en sus manos.
Volamos entre edificios, y frente a nosotros veo un rascacielos con un helipuerto en la azotea. En ella está pintada en color azul la palabra
ESCALA
. Está cada vez más cerca, se va haciendo cada vez más grande… como mi ansiedad. Espero que no se dé cuenta. No quiero decepcionarlo. Ojalá hubiera hecho caso a Kate y me hubiera puesto uno de sus vestidos, pero me gustan mis vaqueros negros, y llevo una camisa verde y una chaqueta negra de Kate. Voy bastante elegante. Me agarro al extremo de mi asiento cada vez con más fuerza. Tú puedes, tú puedes, me repito como un mantra mientras nos acercamos al rascacielos.
El helicóptero reduce la velocidad y se queda suspendido en el aire. Christian aterriza en la pista de la azotea del edificio. Tengo un nudo en el estómago. No sabría decir si son nervios por lo que va a suceder, o alivio por haber llegado vivos, o miedo a que la cosa no vaya bien. Apaga el motor, y el movimiento y el ruido del rotor van disminuyendo hasta que lo único que oigo es el sonido de mi respiración entrecortada. Christian se quita los auriculares y se inclina para quitarme los míos.
—Hemos llegado —me dice en voz baja.
Su mirada es intensa, la mitad en la oscuridad y la otra mitad iluminada por las luces blancas de aterrizaje. Una metáfora muy adecuada para Christian: el caballero oscuro y el caballero blanco. Parece tenso. Aprieta la mandíbula y entrecierra los ojos. Se desabrocha el cinturón de seguridad y se inclina para desabrocharme el mío. Su cara está a centímetros de la mía.
—No tienes que hacer nada que no quieras hacer. Lo sabes, ¿verdad?
Su tono es muy serio, incluso angustiado, y sus ojos, ardientes. Me pilla por sorpresa.
—Nunca haría nada que no quisiera hacer, Christian.
Y mientras lo digo, siento que no estoy del todo convencida, porque en estos momentos seguramente haría cualquier cosa por el hombre que está sentado a mi lado. Pero mis palabras funcionan y Christian se calma.
Me mira un instante con cautela y luego, pese a ser tan alto, se mueve con elegancia hasta la puerta del helicóptero y la abre. Salta, me espera y me coge de la mano para ayudarme a bajar a la pista. En la azotea del edificio hace mucho viento y me pone nerviosa el hecho de estar en un espacio abierto a unos treinta pisos de altura. Christian me pasa el brazo por la cintura y tira de mí.
—Vamos —me grita por encima del ruido del viento.
Me arrastra hasta un ascensor, teclea un número en un panel, y la puerta se abre. En el ascensor, completamente revestido de espejos, hace calor. Puedo ver a Christian hasta el infinito mire hacia donde mire, y lo bonito es que también me tiene cogida hasta el infinito. Teclea otro código, las puertas se cierran y el ascensor empieza a bajar.
Al momento estamos en un vestíbulo totalmente blanco. En medio hay una mesa redonda de madera oscura con un enorme ramo de flores blancas. Las paredes están llenas de cuadros. Abre una puerta doble, y el blanco se prolonga por un amplio pasillo que nos lleva hasta la entrada de una habitación inmensa. Es el salón principal, de techos altísimos. Calificarlo de «enorme» sería quedarse muy corto. La pared del fondo es de cristal y da a un balcón con magníficas vistas a la ciudad.
A la derecha hay un imponente sofá en forma de
U
en el que podrían sentarse cómodamente diez personas. Frente a él, una chimenea ultramoderna de acero inoxidable… o a saber, quizá sea de platino. El fuego encendido llamea suavemente. A la izquierda, junto a la entrada, está la zona de la cocina. Toda blanca, con la encimera de madera oscura y una barra en la que pueden sentarse seis personas.
Junto a la zona de la cocina, frente a la pared de cristal, hay una mesa de comedor rodeada de dieciséis sillas. Y en el rincón hay un enorme piano negro y resplandeciente. Claro… seguramente también toca el piano. En todas las paredes hay cuadros de todo tipo y tamaño. En realidad, el apartamento parece más una galería que una vivienda.
—¿Me das la chaqueta? —me pregunta Christian.
Niego con la cabeza. He cogido frío en la pista del helicóptero.
—¿Quieres tomar una copa? —me pregunta.
Parpadeo. ¿Después de lo que pasó ayer? ¿Está de broma o qué? Por un segundo pienso en pedirle un margarita, pero no me atrevo.
—Yo tomaré una copa de vino blanco. ¿Quieres tú otra?
—Sí, gracias —murmuro.
Me siento incómoda en este enorme salón. Me acerco a la pared de cristal y me doy cuenta de que la parte inferior del panel se abre al balcón en forma de acordeón. Abajo se ve Seattle, iluminada y animada. Retrocedo hacia la zona de la cocina —tardo unos segundos, porque está muy lejos de la pared de cristal—, donde Christian está abriendo una botella de vino. Se ha quitado la chaqueta.
—¿Te parece bien un Pouilly Fumé?
—No tengo ni idea de vinos, Christian. Estoy segura de que será perfecto.
Hablo en voz baja y entrecortada. El corazón me late muy deprisa. Quiero salir corriendo. Esto es lujo de verdad, de una riqueza exagerada, tipo Bill Gates. ¿Qué estoy haciendo aquí? Sabes muy bien lo que estás haciendo aquí, se burla mi subconsciente. Sí, quiero irme a la cama con Christian Grey.
—Toma —me dice tendiéndome una copa de vino.
Hasta las copas son lujosas, de cristal grueso y muy modernas. Doy un sorbo. El vino es ligero, fresco y delicioso.
—Estás muy callada y ni siquiera te has puesto roja. La verdad es que creo que nunca te había visto tan pálida, Anastasia —murmura—. ¿Tienes hambre?
Niego con la cabeza. No de comida.
—Qué casa tan grande.
—¿Grande?
—Grande.
—Es grande —admite con una mirada divertida.
Doy otro sorbo de vino.
—¿Sabes tocar? —le pregunto señalando el piano.
—Sí.
—¿Bien?
—Sí.
—Claro, cómo no. ¿Hay algo que no hagas bien?
—Sí… un par o tres de cosas.
Da un sorbo de vino sin quitarme los ojos de encima. Siento que su mirada me sigue cuando me giro y observo el inmenso salón. Pero no debería llamarlo «sala». No es un salón, sino una declaración de principios.
—¿Quieres sentarte?
Asiento con la cabeza. Me coge de la mano y me lleva al gran sofá de color crema. Mientras me siento, me asalta la idea de que parezco Tess Durbeyfield observando la nueva casa del notario Alec d’Urberville. La idea me hace sonreír.
—¿Qué te parece tan divertido?
Está sentado a mi lado, mirándome. Ha apoyado el codo derecho en el respaldo del sofá, con la mano bajo la barbilla.
—¿Por qué me regalaste precisamente
Tess, la de los d’Urberville
? —le pregunto.
Christian me mira fijamente un momento. Creo que le ha sorprendido mi pregunta.
—Bueno, me dijiste que te gustaba Thomas Hardy.
—¿Solo por eso?
Hasta yo soy consciente de que mi voz suena decepcionada. Aprieta los labios.
—Me pareció apropiado. Yo podría empujarte a algún ideal imposible, como Angel Clare, o corromperte del todo, como Alec d’Urberville —murmura.
Sus ojos brillan, impenetrables y peligrosos.
—Si solo hay dos posibilidades, elijo la corrupción —susurro mirándole.
Mi subconsciente me observa asombrada. Christian se queda boquiabierto.
—Anastasia, deja de morderte el labio, por favor. Me desconcentras. No sabes lo que dices.
—Por eso estoy aquí.
Frunce el ceño.
—Sí. ¿Me disculpas un momento?
Desaparece por una gran puerta al otro extremo del salón. A los dos minutos vuelve con unos papeles en las manos.
—Esto es un acuerdo de confidencialidad. —Se encoge de hombros y parece ligeramente incómodo—. Mi abogado ha insistido.
Me lo tiende. Estoy totalmente perpleja.
—Si eliges la segunda opción, la corrupción, tendrás que firmarlo.
—¿Y si no quiero firmar nada?
—Entonces te quedas con los ideales de Angel Clare, bueno, al menos en la mayor parte del libro.
—¿Qué implica este acuerdo?
—Implica que no puedes contar nada de lo que suceda entre nosotros. Nada a nadie.
Lo observo sin dar crédito. Mierda. Tiene que ser malo, malo de verdad, y ahora tengo mucha curiosidad por saber de qué se trata.
—De acuerdo, lo firmaré.
Me tiende un bolígrafo.
—¿Ni siquiera vas a leerlo?
—No.
Frunce el ceño.
—Anastasia, siempre deberías leer todo lo que firmas —me riñe.
—Christian, lo que no entiendes es que en ningún caso hablaría de nosotros con nadie. Ni siquiera con Kate. Así que lo mismo da si firmo un acuerdo o no. Si es tan importante para ti o para tu abogado… con el que es obvio que hablas de mí, de acuerdo. Lo firmaré.
Me observa fijamente y asiente muy serio.
—Buena puntualización, señorita Steele.
Firmo con gesto grandilocuente las dos copias y le devuelvo una. Doblo la otra, me la meto en el bolso y doy un largo sorbo de vino. Parezco mucho más valiente de lo que en realidad me siento.