—¿Ah, sí? —Doy otro sorbo. Uau, se acuerda de los detalles. Mmm… este champán es buenísimo—. ¿Probaste el vino de la recepción?
Christian hace una mueca.
—Sí. Estaba asqueroso.
—Pensé en ti cuando lo probé. ¿Cómo es que sabes tanto de vinos?
—No sé tanto, Anastasia, solo sé lo que me gusta. —Sus ojos grises brillan, casi plateados, y vuelvo a ruborizarme—. ¿Más? —pregunta refiriéndose al champán.
—Por favor.
Christian se levanta con elegancia y coge la botella. Me llena la taza. ¿Me querrá achispar? Lo miro recelosa.
—Esto está muy vacío. ¿Te mudas ya?
—Más o menos.
—¿Trabajas mañana?
—Sí, es mi último día en Clayton’s.
—Te ayudaría con la mudanza, pero le he prometido a mi hermana que iría a buscarla al aeropuerto.
Vaya, eso es nuevo.
—Mia llega de París el sábado a primera hora. Mañana me vuelvo a Seattle, pero tengo entendido que Elliot os va a echar una mano.
—Sí, Kate está muy entusiasmada al respecto.
Christian frunce el ceño.
—Sí, Kate y Elliot, ¿quién lo iba a decir? —masculla, y no sé por qué no parece que le haga mucha gracia.
—¿Y qué vas a hacer con lo del trabajo de Seattle?
¿Cuándo vamos a hablar de los límites? ¿A qué juega?
—Tengo un par de entrevistas para puestos de becaria.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo? —pregunta arqueando una ceja.
—Eh… te lo estoy diciendo ahora.
Entorna los ojos.
—¿Dónde?
No sé bien por qué, quizá para evitar que haga uso de su influencia, no quiero decírselo.
—En un par de editoriales.
—¿Es eso lo que quieres hacer, trabajar en el mundo editorial?
Asiento con cautela.
—¿Y bien?
Me mira pacientemente a la espera de más información.
—Y bien ¿qué?
—No seas retorcida, Anastasia, ¿en qué editoriales? —me reprende.
—Unas pequeñas —murmuro.
—¿Por qué no quieres que lo sepa?
—Tráfico de influencias.
Frunce el ceño.
—Pues sí que eres retorcida.
Y se echa a reír.
—¿Retorcida? ¿Yo? Dios mío, qué morro tienes. Bebe, y hablemos de esos límites.
Saca otra copia de mi e-mail y de la lista. ¿Anda por ahí con esas listas en los bolsillos? Creo que lleva una en la americana que tengo yo. Mierda, más vale que no se me olvide. Apuro la taza.
Me echa un vistazo rápido.
—¿Más?
—Por favor.
Me dedica una de esas sonrisas de suficiencia suyas, sostiene en alto la botella de champán, y se detiene.
—¿Has comido algo?
Ay, no… ya estamos otra vez.
—Sí. Me he dado un banquete con Ray.
Lo miro poniendo los ojos en blanco. El champán me está desinhibiendo.
Se inclina hacia delante, me coge la barbilla y me mira fijamente a los ojos.
—La próxima vez que me pongas los ojos en blanco te voy a dar unos azotes.
¿Qué?
—Ah —susurro, y detecto la excitación en sus ojos.
—Ah —replica, imitándome—. Así se empieza, Anastasia.
El corazón me martillea en el pecho y el nudo del estómago se me sube a la garganta. ¿Por qué me excita tanto eso?
Me llena la taza, y me lo bebo casi todo. Escarmentada, lo miro.
—Me sigues ahora, ¿no?
Asiento con la cabeza.
—Respóndeme.
—Sí… te sigo.
—Bien. —Me dedica una sonrisa cómplice—. De los actos sexuales… lo hemos hecho casi todo.
Me acerco a él en el sofá y echo un vistazo a la lista.
APÉNDICE 3
Límites tolerables.
A discutir y acordar por ambas partes:
¿Acepta la Sumisa lo siguiente?
• Masturbación.
• Penetración vaginal.
• Cunnilingus.
• Fisting vaginal.
• Felación.
• Penetración anal.
• Ingestión de semen.
• Fisting anal.
—De puño nada, dices. ¿Hay algo más a lo que te opongas? —pregunta con ternura.
Trago saliva.
—La penetración anal tampoco es que me entusiasme.
—Por lo del puño paso, pero no querría renunciar a tu culo, Anastasia. Bueno, ya veremos. Además, tampoco es algo a lo que podamos lanzarnos sin más. —Me sonríe maliciosamente—. Tu culo necesitará algo de entrenamiento.
—¿Entrenamiento? —susurro.
—Oh, sí. Habrá que prepararlo con mimo. La penetración anal puede resultar muy placentera, créeme. Pero si lo probamos y no te gusta, no tenemos por qué volver a hacerlo.
Me sonríe.
Lo miro espantada. ¿Cree que me va a gustar? ¿Cómo sabe él que resulta placentero?
—¿Tú lo has hecho? —le susurro.
—Sí.
Madre mía. Ahogo un jadeo.
—¿Con un hombre?
—No. Nunca he hecho nada con un hombre. No me va.
—¿Con la señora Robinson?
—Sí.
Madre mía… ¿cómo? Frunzo el ceño. Sigue repasando la lista.
—Y la ingestión de semen… Bueno, eso se te da de miedo.
Me sonrojo, y la diosa que llevo dentro se infla de orgullo.
—Entonces… —Me mira sonriente—. Tragar semen, ¿vale?
Asiento con la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos, y vuelvo a apurar mi taza.
—¿Más? —me pregunta.
—Más. —Y de pronto, mientras me rellena la taza, recuerdo la conversación que hemos mantenido antes. ¿Se refiere a eso o solo al champán? ¿Forma parte del juego todo esto del champán?
—¿Juguetes sexuales? —pregunta.
Me encojo de hombros, mirando la lista.
¿Acepta la Sumisa lo siguiente?
• Vibradores.
• Consoladores.
• Tapones anales.
• Otros juguetes vaginales/anales.
—¿Tapones anales? ¿Eso sirve para lo que pone en el envase?
Arrugo la nariz, asqueada.
—Sí. —Sonríe—. Y hace referencia a la penetración anal de antes. Al entrenamiento.
—Ah… ¿y el «otros»?
—Cuentas, huevos… ese tipo de cosas.
—¿Huevos? —inquiero alarmada.
—No son huevos de verdad —ríe a carcajadas, meneando la cabeza.
Lo miro con los labios fruncidos.
—Me alegra ver que te hago tanta gracia.
No logro ocultar que me siento dolida.
Deja de reírse.
—Mis disculpas. Lo siento, señorita Steele —dice tratando de parecer arrepentido, pero sus ojos aún chispean—. ¿Algún problema con los juguetes?
—No —espeto.
—Anastasia —dice, zalamero—, lo siento. Créeme. No pretendía burlarme. Nunca he tenido esta conversación de forma tan explícita. Eres tan inexperta… Lo siento.
Me mira con ojos grandes, grises, sinceros.
Me relajo un poco y bebo otro sorbo de champán.
—Vale… bondage —dice volviendo a la lista.
La examino, y la diosa que llevo dentro da saltitos como una niña a la espera de un helado.
¿Acepta la Sumisa lo siguiente?
• Bondage con cuerda.
• Bondage con cinta adhesiva.
• Bondage con muñequeras de cuero.
• Otros tipos de bondage.
• Bondage con esposas y grilletes.
Christian me mira arqueando las cejas.
—¿Y bien?
—De acuerdo —susurro y vuelvo a mirar rápidamente la lista.
¿Acepta la Sumisa los siguientes tipos de bondage?
• Manos al frente.
• Muñecas con tobillos.
• Tobillos.
• A objetos, muebles, etc.
• Codos.
• Barras rígidas.
• Manos a la espalda.
• Suspensión.
• Rodillas.
¿Acepta la Sumisa que se le venden los ojos?
¿Acepta la Sumisa que se la amordace?
—Ya hemos hablado de la suspensión y, si quieres ponerla como límite infranqueable, me parece bien. Lleva mucho tiempo y, de todas formas, solo te tengo a ratos pequeños. ¿Algo más?
—No te rías de mí, pero ¿qué es una barra rígida?
—Prometo no reírme. Ya me he disculpado dos veces. —Me mira furioso—. No me obligues a hacerlo de nuevo —me advierte. Y tengo la sensación de encogerme visiblemente… madre mía, qué tirano—. Una barra rígida es una barra con esposas para los tobillos y/o las muñecas. Es divertido.
—Vale… De acuerdo con lo de amordazarme… Me preocupa no poder respirar.
—A mí también me preocuparía que no respiraras. No quiero asfixiarte.
—Además, ¿cómo voy a usar las palabras de seguridad estando amordazada?
Hace una pausa.
—Para empezar, confío en que nunca tengas que usarlas. Pero si estás amordazada, lo haremos por señas —dice sin más.
Lo miro espantada. Pero, si estoy atada, ¿cómo lo voy a hacer? Se me empieza a nublar la mente… Mmm, el alcohol.
—Lo de la mordaza me pone nerviosa.
—Vale. Tomo nota.
Lo miro fijamente y entonces empiezo a comprender.
—¿Te gusta atar a tus sumisas para que no puedan tocarte?
Me mira abriendo mucho los ojos.
—Esa es una de las razones —dice en voz baja.
—¿Por eso me has atado las manos?
—Sí.
—No te gusta hablar de eso —murmuro.
—No, no me gusta. ¿Te apetece más champán? Te está envalentonando, y necesito saber lo que piensas del dolor.
Maldita sea… esta es la parte chunga. Me rellena la taza, y doy un sorbo.
—A ver, ¿cuál es tu actitud general respecto a sentir dolor? —Christian me mira expectante—. Te estás mordiendo el labio —me dice en tono amenazante.
Paro de inmediato, pero no sé qué decir. Me ruborizo y me miro las manos.
—¿Recibías castigos físicos de niña?
—No.
—Entonces, ¿no tienes ningún ámbito de referencia?
—No.
—No es tan malo como crees. En este asunto, tu imaginación es tu peor enemigo —susurra.
—¿Tienes que hacerlo?
—Sí.
—¿Por qué?
—Es parte del juego, Anastasia. Es lo que hay. Te veo nerviosa. Repasemos los métodos.
Me enseña la lista. Mi subconsciente sale corriendo, gritando, y se esconde detrás del sofá.
• Azotes.
• Azotes con pala.
• Latigazos.
• Azotes con vara.
• Mordiscos.
• Pinzas para pezones.
• Pinzas genitales.
• Hielo.
• Cera caliente.
• Otros tipos/métodos de dolor.
—Vale, has dicho que no a las pinzas genitales. Muy bien. Lo que más duele son los varazos.
Palidezco.
—Ya iremos llegando a eso.
—O mejor no llegamos —susurro.
—Esto forma parte del trato, nena, pero ya iremos llegando a todo eso. Anastasia, no te voy a obligar a nada horrible.
—Todo esto del castigo es lo que más me preocupa —digo con un hilo de voz.
—Bueno, me alegro de que me lo hayas dicho. Quitamos los varazos de la lista de momento. Y, a medida que te vayas sintiendo más cómoda con todo lo demás, incrementaremos la intensidad. Lo haremos despacio.
Trago saliva, y él se inclina y me besa en la boca.
—Ya está, no ha sido para tanto, ¿no?
Me encojo de hombros, con el corazón en la boca otra vez.
—A ver, quiero comentarte una cosa más antes de llevarte a la cama.
—¿A la cama? —pregunto parpadeando muy deprisa, y la sangre me bombea por todo el cuerpo, calentándome sitios que no sabía que existían hasta hace muy poco.
—Vamos, Anastasia, después de repasar todo esto, quiero follarte hasta la semana que viene, desde ahora mismo. Debe de haber tenido algún efecto en ti también.
Me estremezco. La diosa que llevo dentro jadea.
—¿Ves? Además, quiero probar una cosa.
—¿Me va a doler?
—No… deja de ver dolor por todas partes. Más que nada es placer. ¿Te he hecho daño hasta ahora?
Me ruborizo.
—No.
—Pues entonces. A ver, antes me hablabas de que querías más.
Se interrumpe, de pronto indeciso.
Madre mía… ¿adónde va a llegar esto?
Me agarra la mano.
—Podríamos probarlo durante el tiempo en que no seas mi sumisa. No sé si funcionará. No sé si podremos separar las cosas. Igual no funciona. Pero estoy dispuesto a intentarlo. Quizá una noche a la semana. No sé.
Madre mía… me quedo boquiabierta, mi subconsciente está en estado de shock. ¡Christian Grey acepta más! ¡Está dispuesto a intentarlo! Mi subconsciente se asoma por detrás del sofá, con una expresión aún conmocionada en su rostro de arpía.
—Con una condición.
Estudia con recelo mi expresión de perplejidad.
—¿Qué? —digo en voz baja.
Lo que sea. Te doy lo que sea.
—Que aceptes encantada el regalo de graduación que te hago.
—Ah.
Y muy en el fondo sé lo que es. Brota el temor en mi vientre.
Me mira fijamente, evaluando mi reacción.
—Ven —murmura, y se levanta y tira de mí.
Se quita la cazadora, me la echa por los hombros y se dirige a la puerta.
Aparcado fuera hay un descapotable rojo de tres puertas, un Audi.
—Para ti. Feliz graduación —susurra, estrechándome en sus brazos y besándome el pelo.
Me ha comprado un puñetero coche, completamente nuevo, a juzgar por su aspecto. Vaya… si ya me costó aceptar los libros. Lo miro alucinada, intentando desesperadamente decidir cómo me siento. Por un lado, me horroriza; por otro, lo agradezco, me flipa que realmente lo haya hecho, pero la emoción predominante es el enfado. Sí, estoy enfadada, sobre todo después de todo lo que le dije de los libros… pero, claro, ya lo ha comprado. Cogiéndome de la mano, me lleva por el camino de entrada hasta esa nueva adquisición.
—Anastasia, ese Escarabajo tuyo es muy viejo y francamente peligroso. Jamás me lo perdonaría si te pasara algo cuando para mí es tan fácil solucionarlo…
Él me mira, pero, de momento, yo no soy capaz de mirarlo. Contemplo en silencio el coche, tan asombrosamente nuevo y de un rojo tan luminoso.
—Se lo comenté a tu padrastro. Le pareció una idea genial —me susurra.
Me vuelvo y lo miro furiosa, boquiabierta de espanto.
—¿Le mencionaste esto a Ray? ¿Cómo has podido?
Me cuesta que me salgan las palabras. ¿Cómo te atreves? Pobre Ray. Siento náuseas, muerta de vergüenza por mi padre.
—Es un regalo, Anastasia. ¿Por qué no me das las gracias y ya está?
—Sabes muy bien que es demasiado.
—Para mí, no; para mi tranquilidad, no.