Lo miro ceñuda, sin saber qué decir. ¡Es que no lo entiende! Él ha tenido dinero toda la vida. Vale, no toda la vida —de niño, no—, y entonces mi perspectiva cambia. La idea me serena y veo el coche con otros ojos, sintiéndome culpable por mi arrebato de resentimiento. Su intención es buena, desacertada, pero con buen fondo.
—Te agradezco que me lo prestes, como el portátil.
Suspira hondo.
—Vale. Te lo presto. Indefinidamente.
Me mira con recelo.
—No, indefinidamente, no. De momento. Gracias.
Frunce el ceño. Me pongo de puntillas y le doy un beso en la mejilla.
—Gracias por el coche, señor —digo con toda la ternura de la que soy capaz.
Me agarra de pronto y me estrecha contra su cuerpo, con una mano en la espalda reteniéndome y la otra agarrándome el pelo.
—Eres una mujer difícil, Ana Steele.
Me besa apasionadamente, obligándome a abrir la boca con la lengua, sin contemplaciones.
Me excito al instante y le devuelvo el beso con idéntica pasión. Lo deseo inmensamente, a pesar del coche, de los libros, de los límites tolerables… de los varazos… lo deseo.
—Me está costando una barbaridad no follarte encima del capó de este coche ahora mismo, para demostrarte que eres mía y que, si quiero comprarte un puto coche, te compro un puto coche —gruñe—. Venga, vamos dentro y desnúdate.
Me planta un beso rápido y brusco.
Vaya, sí que está enfadado. Me coge de la mano y me lleva de nuevo dentro y derecha al dormitorio… sin ningún tipo de preámbulo. Mi subconsciente está otra vez detrás del sofá, con la cabeza escondida entre las manos. Christian enciende la luz de la mesilla y se detiene, mirándome fijamente.
—Por favor, no te enfades conmigo —le susurro.
Me mira impasible; sus ojos grises son como fríos pedazos de cristal ahumado.
—Siento lo del coche y lo de los libros… —Me interrumpo. Guarda silencio, pensativo—. Me das miedo cuando te enfadas —digo en voz baja, mirándolo.
Cierra los ojos y mueve la cabeza. Cuando los abre, su expresión se ha suavizado. Respira hondo y traga saliva.
—Date la vuelta —susurra—. Quiero quitarte el vestido.
Otro cambio brusco de humor; me cuesta seguirlo. Obediente, me vuelvo y el corazón se me alborota; el deseo reemplaza de inmediato a la inquietud, me recorre la sangre y se instala, oscuro e intenso, en mi vientre. Me recoge el pelo de la espalda de forma que me cuelga por el hombro derecho, enroscándose en mi pecho. Me pone el dedo índice en la nuca y lo arrastra dolorosamente por mi columna vertebral. Su uña me araña la piel.
—Me gusta este vestido —murmura—. Me gusta ver tu piel inmaculada.
Acerca el dedo al borde de mi vestido, a mitad de la espalda, lo engancha y tira de él para arrimarme a su cuerpo. Inclinándose, me huele el pelo.
—Qué bien hueles, Anastasia. Muy agradable.
Me roza la oreja con la nariz, desciende por mi cuello y va regándome el hombro de besos tiernos, suavísimos.
Se altera mi respiración, se vuelve menos honda, precipitada, llena de expectación. Tengo sus dedos en la cremallera. La baja, terriblemente despacio, mientras sus labios se deslizan, lamiendo, besando, succionando hasta el otro hombro. Esto se le da seductoramente bien. Mi cuerpo vibra y empiezo a estremecerme lánguidamente bajo sus caricias.
—Vas… a… tener… que… a…prender… a estarte… quieta —me susurra, besándome la nuca entre cada palabra.
Tira del cierre del cuello y el vestido cae y se arremolina a mis pies.
—Sin sujetador, señorita Steele. Me gusta.
Alarga las manos y me coge los pechos, y los pezones se yerguen bajo su tacto.
—Levanta los brazos y cógete a mi cabeza —me susurra al cuello.
Obedezco de inmediato y mis pechos se elevan y se acomodan en sus manos; los pezones se me endurecen aún más. Hundo los dedos en su cabeza y, con mucha delicadeza, le tiro del suave y sexy pelo. Ladeo la cabeza para facilitarle el acceso a mi cuello.
—Mmm… —me ronronea detrás de la oreja mientras empieza a pellizcarme los pezones con sus dedos largos, imitando los movimientos de mis manos en su pelo.
Percibo la sensación con nitidez en la entrepierna, y gimo.
—¿Quieres que te haga correrte así? —me susurra.
Arqueo la espalda para acomodar mis pechos a sus manos expertas.
—Le gusta esto, ¿verdad, señorita Steele?
—Mmm…
—Dilo.
Continúa la tortura lenta y sensual, pellizcando suavemente.
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Sí… señor.
—Buena chica.
Me pellizca con fuerza, y mi cuerpo se retuerce convulso contra el suyo.
Jadeo por el exquisito y agudo dolor placentero. Lo noto pegado a mí. Gimo y le tiro del pelo con fuerza.
—No creo que estés lista para correrte aún —me susurra dejando de mover las manos, me muerde flojito el lóbulo de la oreja y tira—. Además, me has disgustado.
Oh, no… ¿qué querrá decir con eso?, me pregunto envuelta en la bruma del intenso deseo mientras gruño de placer.
—Así que igual no dejo que te corras.
Vuelve a centrar sus dedos en mis pezones, tirando, retorciéndolos, masajeándolos. Aprieto el trasero contra su cuerpo y lo muevo de un lado a otro.
Noto su sonrisa en el cuello mientras sus manos se desplazan a mis caderas. Me mete los dedos por las bragas, por detrás, tira de ellas, clava los pulgares en el tejido, las desgarra y las lanza frente a mí para que las vea… Dios mío. Baja las manos a mi sexo y, desde atrás, me mete despacio un dedo.
—Oh, sí. Mi dulce niña ya está lista —me dice dándome la vuelta para que lo mire. Su respiración se ha acelerado. Se mete el dedo en la boca—. Qué bien sabe, señorita Steele.
Suspira. Madre mía, el dedo le debe de saber salado… a mí.
—Desnúdame —me ordena en voz baja, mirándome fijamente, con los ojos entreabiertos.
Lo único que llevo puesto son los zapatos… bueno, los zapatos de taconazo de Kate. Estoy desconcertada. Nunca he desnudado a un hombre.
—Puedes hacerlo —me incita suavemente.
Pestañeo deprisa. ¿Por dónde empiezo? Alargo las manos a su camiseta y me las coge, sonriéndome seductor.
—Ah, no. —Menea la cabeza, sonriente—. La camiseta, no; para lo que tengo planeado, vas a tener que acariciarme.
Los ojos le brillan de excitación.
Vaya, esto es nuevo: puedo acariciarlo con la ropa puesta. Me coge una mano y la planta en su erección.
—Este es el efecto que me produce, señorita Steele.
Jadeo y le envuelvo el paquete con los dedos. Él sonríe.
—Quiero metértela. Quítame los vaqueros. Tú mandas.
Madre mía, yo mando. Me deja boquiabierta.
—¿Qué me vas a hacer? —me tienta.
Uf, la de cosas que se me ocurren… La diosa que llevo dentro ruge y, no sé bien cómo, fruto de la frustración, el deseo y la pura valentía Steele, lo tiro a la cama. Ríe al caer y yo lo miro desde arriba, sintiéndome victoriosa. La diosa que llevo dentro está a punto de estallar. Le quito los zapatos, deprisa, torpemente, y los calcetines. Me mira; los ojos le brillan de diversión y de deseo. Lo veo… glorioso… mío. Me subo a la cama y me monto a horcajadas encima de él para desabrocharle los vaqueros, deslizando los dedos por debajo de la cinturilla, notando, ¡sí!, su vello púbico. Cierra los ojos y mueve las caderas.
—Vas a tener que aprender a estarte quieto —lo reprendo, y le tiro del vello.
Se le entrecorta la respiración, y me sonríe.
—Sí, señorita Steele —murmura con los ojos encendidos—. Condón, en el bolsillo —susurra.
Le hurgo en el bolsillo, despacio, observando su rostro mientras voy palpando. Tiene la boca abierta. Saco los dos paquetitos con envoltorio de aluminio que encuentro y los dejo en la cama, a la altura de sus caderas. ¡Dos! Mis dedos ansiosos buscan el botón de la cinturilla y lo desabrocho, después de manosearlo un poco. Estoy más que excitada.
—Qué ansiosa, señorita Steele —susurra con la voz teñida de complacencia.
Le bajo la cremallera y de pronto me encuentro con el problema de cómo bajarle los pantalones… Mmm. Me deslizo hasta abajo y tiro. Apenas se mueven. Frunzo el ceño. ¿Cómo puede ser tan difícil?
—No puedo estarme quieto si te vas a morder el labio —me advierte, y luego levanta la pelvis de la cama para que pueda bajarle los pantalones y los bóxers a la vez, uau… liberarlo. Tira la ropa al suelo de una patada.
Cielo santo, todo eso para jugar yo solita. De pronto, es como si fuera Navidad.
—¿Qué vas a hacer ahora? —me dice, todo rastro de diversión ya desaparecido.
Alargo la mano y lo acaricio, observando su expresión mientras lo hago. Su boca forma una
O
, e inspira hondo. Su piel es tan tersa y suave… y recia… mmm, qué deliciosa combinación. Me inclino hacia delante, el pelo me cae por la cara; y me lo meto en la boca. Chupo, con fuerza. Cierra los ojos, sus caderas se agitan debajo de mí.
—Dios, Ana, tranquila —gruñe.
Me siento poderosa; qué sensación tan estimulante, la de provocarlo y probarlo con la boca y la lengua. Se tensa mientras chupo arriba y abajo, empujándolo hasta el fondo de la garganta, con los labios apretados… una y otra vez.
—Para, Ana, para. No quiero correrme.
Me incorporo, mirándolo extrañada y jadeando como él, pero confundida. ¿No mandaba yo? La diosa que llevo dentro se siente como si le hubieran quitado el helado de las manos.
—Tu inocencia y tu entusiasmo me desarman —jadea—. Tú, encima… eso es lo que tenemos que hacer.
Ah…
—Toma, pónmelo.
Me pasa un condón.
Maldita sea. ¿Cómo? Rasgo el paquete y me encuentro con la goma pegajosa entre las manos.
—Pellizca la punta y ve estirándolo. No conviene que quede aire en el extremo de ese mamón —resopla.
Así que, muy despacio, concentradísima, hago lo que me dice.
—Dios mío, me estás matando, Anastasia —gruñe.
Admiro mi obra y a él. Ciertamente es un espécimen masculino fabuloso. Mirarlo me excita muchísimo.
—Venga. Quiero hundirme en ti —susurra.
Me lo quedo mirando, atemorizada, y él se incorpora de pronto, de modo que estamos nariz con nariz.
—Así —me dice y, pasando una mano por mis caderas, me levanta un poco; con la otra, se coloca debajo de mí y, muy despacio, me penetra con suavidad.
Gruño cuando me dilata, llenándome, y la boca se me desencaja ante esa sensación abrumadora, agonizante, sublime y dulce. Ah… por favor.
—Eso es, nena, siénteme, entero —gime y cierra los ojos un instante.
Y lo tengo dentro, ensartado hasta el fondo, y él me tiene inmóvil, segundos… minutos… no tengo ni idea, mirándome fijamente a los ojos.
—Así entra más adentro —masculla.
Dobla y mece las caderas con ritmo, y yo gimo… madre mía… la sensación se propaga por todo mi vientre… a todas partes. ¡Joder!
—Otra vez —susurro.
Sonríe despacio y me complace.
Gimiendo, alzo la cabeza, el pelo me cae por la espalda, y muy despacio él se deja caer sobre la cama.
—Muévete tú, Anastasia, sube y baja, lo que quieras. Cógeme las manos —me dice con voz ronca, grave, sensualísima.
Me agarro con fuerza, como si me fuera la vida en ello. Muy despacio, subo y vuelvo a bajar. Le arden los ojos de salvaje expectación. Su respiración es entrecortada, como la mía, y levanta la pelvis cuando yo bajo, haciéndome subir de nuevo. Cogemos el ritmo… arriba, abajo, arriba, abajo… una y otra vez… y me gusta… mucho. Entre mis jadeos, la penetración honda y desbordante, la ardiente sensación que me recorre entera y que crece rápidamente, lo miro, nuestras miradas se encuentran… y veo asombro en sus ojos, asombro ante mí.
Me lo estoy follando. Mando yo. Es mío, y yo suya. La idea me empuja, me exalta, me catapulta, y me corro… entre gritos incoherentes. Me agarra por las caderas y, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás, con la mandíbula apretada, se corre en silencio. Me derrumbo sobre su pecho, sobrecogida, en algún lugar entre la fantasía y la realidad, un lugar sin límites tolerables ni infranqueables.
Poco a poco el mundo exterior invade mis sentidos y, madre mía, menuda invasión. Floto, con las extremidades desmadejadas y lánguidas, completamente exhausta. Estoy tumbada encima de él, con la cabeza en su pecho, y huele de maravilla: a ropa limpia y fresca y a algún gel corporal caro, y al mejor y más seductor aroma del planeta… a Christian. No quiero moverme, quiero respirar ese elixir eternamente. Lo acaricio con la nariz y pienso que ojalá no tuviera el obstáculo de su camiseta. Mientras el resto de mi cuerpo recobra la cordura, extiendo la mano sobre su pecho. Es la primera vez que se lo toco. Tiene un pecho firme, fuerte. De pronto levanta la mano y me agarra la mía, pero suaviza el efecto llevándosela a la boca y besándome con ternura los nudillos. Luego se revuelve y se me pone encima, de forma que ahora me mira desde arriba.
—No —murmura, y me besa suavemente.
—¿Por qué no te gusta que te toquen? —susurro, contemplando desde abajo sus ojos grises.
—Porque estoy muy jodido, Anastasia. Tengo muchas más sombras que luces. Cincuenta sombras más.
Ah… Su sinceridad me desarma por completo. Lo miro extrañada.
—Tuve una introducción a la vida muy dura. No quiero aburrirte con los detalles. No lo hagas y ya está.
Frota su nariz con la mía, luego sale de mí y se incorpora.
—Creo que ya hemos cubierto lo más esencial. ¿Qué tal ha ido?
Parece plenamente satisfecho de sí mismo y suena muy pragmático a la vez, como si acabara de poner una marca en una lista de objetivos. Aún estoy aturdida con el comentario sobre la «introducción a la vida muy dura». Resulta tan frustrante… Me muero por saber más, pero no me lo va a contar. Ladeo la cabeza, como él, y hago un esfuerzo inmenso por sonreírle.
—Si piensas que he llegado a creerme que me cedías el control es que no has tenido en cuenta mi nota media. —Le sonrío tímidamente—. Pero gracias por dejar que me hiciera ilusiones.
—Señorita Steele, no es usted solo una cara bonita. Ha tenido seis orgasmos hasta la fecha y los seis me pertenecen —presume, de nuevo juguetón.
Me sonrojo y me asombro a la vez, mientras él me mira desde arriba. Frunce el ceño.
—¿Tienes algo que contarme? —me dice de pronto muy serio.
Lo miro ceñuda. Mierda.