Vuelve miss Coletitas Europeas, toda miradas coquetas y vaivén de caderas, trayendo el plato principal: ternera Wellington, me parece. Por suerte, se limita a servir los platos y se marcha, aunque se entretiene más de la cuenta con el de Christian. Me observa intrigado al verme seguirla con la mirada mientras cierra la puerta del comedor.
—¿Qué tienen de malo los parisinos? —le pregunta Elliot a su hermana—. ¿No sucumbieron a tus encantos?
—Huy, qué va. Además, Monsieur Floubert, el ogro para el que trabajaba, era un tirano dominante.
Me da un golpe de tos y casi espurreo el vino.
—Anastasia, ¿te encuentras bien? —me pregunta Christian solícito, quitándome la mano del muslo.
Su voz vuelve a sonar risueña. Oh, menos mal. Asiento con la cabeza y él me da una palmadita suave en la espalda, y no retira la mano hasta que está seguro de que me he recuperado.
La ternera está deliciosa, servida con boniatos asados, zanahoria, calabacín y judías verdes. Me sabe aún mejor porque Christian consigue mantener el buen humor el resto de la comida. Sospecho que por lo bien que estoy comiendo. La conversación fluye entre los Grey, cálida y afectuosa, bromeando unos con otros. Durante el postre, una mousse de limón, Mia nos obsequia con anécdotas de París y, en un momento dado, empieza a hablar en perfecto francés. Todos nos quedamos mirándola y ella se queda un tanto perpleja, hasta que Christian le explica, en un francés igualmente perfecto, lo que ha hecho, y entonces ella rompe a reír como una boba. Tiene una risa muy contagiosa y enseguida estallamos todos en carcajadas.
Elliot habla largo y tendido de su último proyecto arquitectónico, una nueva comunidad ecológica al norte de Seattle. Miro a Kate y veo que sigue con atención todas y cada una de sus palabras, con los ojos encendidos de deseo o de amor, aún no lo tengo claro. Él le sonríe y es como si se recordaran tácitamente alguna promesa. Luego, nena, le está diciendo él sin hablar, y de pronto estoy excitada, muy excitada. Me acaloro solo de mirarlos.
Suspiro y miro de reojo a mi Cincuenta Sombras. Podría estar mirándolo eternamente. Tiene una barba incipiente y me muero de ganas de rascarla, de sentirla en mi cara, en mis pechos… en mi entrepierna. Me sonroja el rumbo de mis pensamientos. Me mira y levanta la mano para cogerme del mentón.
—No te muerdas el labio —me susurra con voz ronca—. Me dan ganas de hacértelo.
Grace y Mia recogen las copas del postre y se dirigen a la cocina mientras el señor Grey, Kate y Elliot hablan de las ventajas del uso de paneles solares en el estado de Washington. Christian, fingiéndose interesado en el tema, vuelve a ponerme la mano en la rodilla y empieza a subir por el muslo. Se me entrecorta la respiración y junto las piernas para evitar que llegue más lejos. Detecto su sonrisa pícara.
—¿Quieres que te enseñe la finca? —me pregunta en voz alta.
Sé que debo decir que sí, pero no me fío de él. Sin embargo, antes de que pueda responder, él se pone de pie y me tiende la mano. Poso la mía en ella y noto cómo se me contraen todos los músculos del vientre en respuesta a su mirada oscura y voraz.
—Si me disculpa… —le digo al señor Grey y salgo del comedor detrás de Christian.
Me lleva por el pasillo hasta la cocina, donde Mia y Grace cargan el lavavajillas. A Coletitas Europeas no se la ve por ninguna parte.
—Voy a enseñarle el patio a Anastasia —le dice Christian inocentemente a su madre.
Ella nos indica la salida con una sonrisa mientras Mia vuelve al comedor.
Salimos a un patio de losa gris iluminado por focos incrustados en el suelo. Hay arbustos en maceteros de piedra gris y una mesa metálica muy elegante, con sus sillas, en un rincón. Christian pasa por delante de ella, sube unos escalones y sale a una amplia extensión de césped que llega hasta la bahía. Madre mía, es precioso. Seattle centellea en el horizonte y la luna fría y brillante de mayo dibuja un resplandeciente sendero plateado en el agua hasta un muelle en el que hay amarrados dos barcos. Junto al embarcadero, hay una casita. Es un lugar tan pintoresco, tan tranquilo… Me detengo, boquiabierta, un instante.
Christian tira de mí y los tacones se me hunden en la hierba tierna.
—Para, por favor.
Lo sigo tambaleándome.
Se detiene y me mira; su expresión es indescifrable.
—Los tacones. Tengo que quitarme los zapatos.
—No te molestes —dice.
Se agacha, me coge y me carga al hombro. Chillo fuerte del susto, y él me da una palmada fuerte en el trasero.
—Baja la voz —gruñe.
Oh, no… esto no pinta bien, a mi subconsciente le tiemblan las piernas. Está enfadado por algo: podría ser por lo de José, lo de Georgia, lo de las bragas, que me haya mordido el labio. Dios, mira que es fácil de enfadar.
—¿Adónde me llevas? —digo.
—Al embarcadero —espeta.
Me agarro a sus caderas, porque estoy cabeza abajo, y él avanza decidido a grandes zancadas por el césped a la luz de la luna.
—¿Por qué?
Me falta el aliento, ahí colgada de su hombro.
—Necesito estar a solas contigo.
—¿Para qué?
—Porque te voy a dar unos azotes y luego te voy a follar.
—¿Por qué? —gimoteo.
—Ya sabes por qué —me susurra furioso.
—Pensé que eras un hombre impulsivo —suplico sin aliento.
—Anastasia, estoy siendo impulsivo, te lo aseguro.
Madre mía.
Christian cruza como un ciclón la puerta de madera de la casita del embarcadero y se detiene a pulsar unos interruptores. Los fluorescentes hacen un clic y zumban secuencialmente, y una luz blanca y cruda inunda el inmenso edificio de madera. Desde mi posición cabeza abajo, veo una impresionante lancha motora en el muelle, flotando suavemente sobre el agua oscura, pero apenas me da tiempo a fijarme antes de que me lleve por unas escaleras de madera hasta un cuarto en el piso de arriba.
Se detiene en el umbral, pulsa otro interruptor —halógenos esta vez, más suaves, con regulador de intensidad—, y estamos en una buhardilla de techos inclinados. Está decorada en el estilo náutico de Nueva Inglaterra: azul marino y tonos crema, con pinceladas de rojo. El mobiliario es escaso; solo veo un par de sofás.
Christian me pone de pie sobre el suelo de madera. No me da tiempo a examinar mi entorno: no puedo dejar de mirarlo a él. Me tiene hipnotizada. Lo observo como uno observaría a un depredador raro y peligroso, a la espera de que ataque. Respira con dificultad, aunque, claro, me ha llevado a cuestas por todo el césped y ha subido un tramo de escaleras. En sus ojos grises arde la rabia, el deseo y una lujuria pura, sin adulterar.
Madre mía. Podría arder por combustión espontánea solo con su mirada.
—No me pegues, por favor —le susurro suplicante.
Frunce el ceño y abre mucho los ojos. Parpadea un par de veces.
—No quiero que me azotes, aquí no, ahora no. Por favor, no lo hagas.
Lo dejo boquiabierto y, echándole valor, alargo la mano tímidamente y le acaricio la mejilla, siguiendo el borde de la patilla hasta la barba de tres días del mentón. Es una mezcla curiosa entre suave e hirsuta. Cerrando despacio los ojos, apoya la cara en mi mano y se le entrecorta la respiración. Levanto la otra mano y le acaricio el pelo. Me encanta su pelo. Su leve gemido apenas es audible y, cuando abre los ojos, me mira receloso, como si no entendiera lo que estoy haciendo.
Me acerco más y, pegada a él, tiro con suavidad de su pelo, acerco su boca a la mía y lo beso, introduciendo la lengua entre sus labios hasta entrar en su boca. Gruñe, y me abraza, me aprieta contra su cuerpo. Me hunde las manos en el pelo y me devuelve el beso, fuerte y posesivo. Su lengua y la mía se enredan, se consumen la una a la otra. Sabe de maravilla.
De pronto se aparta. Los dos respiramos con dificultad y nuestros jadeos se suman. Bajo las manos a sus brazos y él me mira furioso.
—¿Qué me estás haciendo? —susurra confundido.
—Besarte.
—Me has dicho que no.
—¿Qué? ¿No a qué?
—En el comedor, cuando has juntado las piernas.
Ah… así que es eso.
—Estábamos cenando con tus padres.
Lo miro fijamente, atónita.
—Nadie me ha dicho nunca que no. Y eso… me excita.
Abre mucho los ojos de asombro y lujuria. Una mezcla embriagadora. Trago saliva instintivamente. Me baja la mano al trasero. Me atrae con fuerza hacia sí, contra su erección.
Madre mía.
—¿Estás furioso y excitado porque te he dicho que no? —digo alucinada.
—Estoy furioso porque no me habías contado lo de Georgia. Estoy furioso porque saliste de copas con ese tío que intentó seducirte cuando estabas borracha y te dejó con un completo desconocido cuando te pusiste enferma. ¿Qué clase de amigo es ese? Y estoy furioso y excitado porque has juntado las piernas cuando he querido tocarte.
Le brillan los ojos peligrosamente mientras me sube despacio el bajo del vestido.
—Te deseo, y te deseo ahora. Y si no me vas a dejar que te azote, aunque te lo mereces, te voy a follar en el sofá ahora mismo, rápido, para darme placer a mí, no a ti.
El vestido apenas me tapa ya el trasero desnudo. De pronto, me coge el sexo con la mano y me mete un dedo muy despacio. Con la otra mano, me sujeta firmemente por la cintura. Contengo un gemido.
—Esto es mío —me susurra con rotundidad—. Todo mío. ¿Entendido?
Introduce y saca el dedo mientras me mira, evaluando mi reacción, con los ojos encendidos.
—Sí, tuyo —digo, mientras el deseo, ardiente y pesado, recorre mi torrente sanguíneo, trastocándolo todo: mis terminaciones nerviosas, mi respiración, mi corazón, que palpita como si quisiera salírseme del pecho, y la sangre, que me zumba en los oídos.
De pronto se mueve haciendo varias cosas a la vez: saca los dedos dejándome a medias, se baja la cremallera del pantalón, me empuja al sofá y se tumba encima de mí.
—Las manos sobre la cabeza —me ordena apretando los dientes, mientras se arrodilla, me separa más las piernas e introduce la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
Saca un condón, me mira con deseo, se quita la americana a tirones y la deja caer al suelo. Se pone el condón en la imponente erección.
Me llevo las manos a la cabeza y sé que lo hace para que no lo toque. Estoy excitadísima. Noto que mis caderas lo buscan ya; quiero que esté dentro de mí, así, duro y fuerte. Oh, solo de pensarlo…
—No tenemos mucho tiempo. Esto va a ser rápido, y es para mí, no para ti. ¿Entendido? Como te corras, te doy unos azotes —dice apretando los dientes.
Madre mía… ¿y cómo paro?
De un solo empujón, me penetra hasta el fondo. Gruño alto, un sonido gutural, y saboreo la plenitud de su posesión. Pone las manos encima de las mías, sobre mi cabeza; con los codos me mantiene sujetos los brazos, y con las piernas me inmoviliza por completo. Estoy atrapada. Lo tengo por todas partes, envolviéndome, casi asfixiándome. Pero también es una delicia: este es mi poder, esto es lo que le puedo hacer, y me produce una sensación hedonista, triunfante. Se mueve rápido, con furia, dentro de mí; siento su respiración acelerada en el oído y mi cuerpo entero responde, fundiéndose alrededor de su miembro. No me tengo que correr. No. Pero recibo cada uno de sus embates, en perfecto contrapunto. Bruscamente y de repente, con una embestida final, para y se corre, soltando el aire entre los dientes. Se relaja un instante, de forma que siento el peso delicioso de todo su cuerpo sobre mí. No estoy dispuesta a dejarlo marchar; mi cuerpo busca alivio, pero él pesa demasiado y en ese momento no puedo empujar mis caderas contra él. De repente se retira, dejándome dolorida y queriendo más. Me mira furioso.
—No te masturbes. Quiero que te sientas frustrada. Así es como me siento yo cuando no me cuentas las cosas, cuando me niegas lo que es mío.
Se le encienden de nuevo los ojos, enfadado otra vez.
Asiento con la cabeza, jadeando. Se levanta, se quita el condón, le hace un nudo en el extremo y se lo guarda en el bolsillo de los pantalones. Lo miro, con la respiración aún alterada, e involuntariamente aprieto las piernas, tratando de encontrar algo de alivio. Christian se sube la bragueta, se peina un poco con la mano y se agacha para coger su americana. Luego se vuelve a mirarme, con una expresión más tierna.
—Más vale que volvamos a la casa.
Me incorporo, algo inestable, aturdida.
—Toma, ponte esto.
Del bolsillo interior de la americana saca mis bragas. Las cojo sin sonreír; en el fondo sé que me he llevado un polvo de castigo, pero he conseguido una pequeña victoria en el asunto de las bragas. La diosa que llevo dentro asiente, de acuerdo conmigo, y en su rostro se dibuja una sonrisa de satisfacción. No has tenido que pedírselas.
—¡Christian! —grita Mia desde el piso de abajo.
Christian se vuelve y me mira con una ceja arqueada.
—Justo a tiempo. Dios, qué pesadita es cuando quiere.
Lo miro ceñuda, devuelvo deprisa las braguitas a su legítimo lugar y me levanto con toda la dignidad de la que soy capaz en mi estado. A toda prisa, intento arreglarme el pelo revuelto.
—Estamos aquí arriba, Mia —le grita él—. Bueno, señorita Steele, ya me siento mejor, pero sigo queriendo darle unos azotes —me dice en voz baja.
—No creo que lo merezca, señor Grey, sobre todo después de tolerar su injustificado ataque.
—¿Injustificado? Me has besado.
Se esfuerza por parecer ofendido.
Frunzo los labios.
—Ha sido un ataque en defensa propia.
—Defensa ¿de qué?
—De ti y de ese cosquilleo en la palma de tu mano.
Ladea la cabeza y me sonríe mientras Mia sube ruidosamente las escaleras.
—Pero ¿ha sido tolerable? —me pregunta en voz baja.
Me ruborizo.
—Apenas —susurro, pero no puedo contener la sonrisa de satisfacción.
—Ah, aquí estáis —dice Mia sonriéndonos.
—Le estaba enseñando a Anastasia todo esto.
Christian me tiende la mano; su mirada es intensa.
Acepto su mano y él aprieta suavemente la mía.
—Kate y Elliot están a punto de marcharse. ¿Habéis visto a esos dos? No paran de sobarse. —Mia se finge asqueada, mira a Christian y luego a mí—. ¿Qué habéis estado haciendo aquí?
Vaya, qué directa. Me pongo como un tomate.
—Le estaba enseñando a Anastasia mis trofeos de remo —contesta Christian sin pensárselo un segundo, con cara de póquer total—. Vamos a despedirnos de Kate y Elliot.