Ah, gracias a Dios.
—¿Y ya está? —pregunto con evidente alivio.
Christian concluye su espléndido masaje y se tumba a mi lado, hincando el codo en la cama para levantar la cabeza. Me mira ceñudo.
—¿Qué pensabas que habías dicho?
Oh, mierda.
—Que me parecías feo y arrogante, y que eras un desastre en la cama.
Frunce aún más la frente.
—Vale, está claro que todo eso es cierto, pero ahora me tienes intrigado de verdad. ¿Qué es lo que me ocultas, señorita Steele?
Parpadeo con aire inocente.
—No te oculto nada.
—Anastasia, mientes fatal.
—Pensaba que me ibas a hacer reír después del sexo.
—Pues por ahí vamos mal. —Esboza una sonrisa—. No sé contar chistes.
—¡Señor Grey! ¿Una cosa que no sabes hacer? —digo sonriendo, y él me sonríe también.
—Los cuento fatal.
Adopta un aire tan digno que me echo a reír.
—Yo también los cuento fatal.
—Me encanta oírte reír —murmura, se inclina y me besa—. ¿Me ocultas algo, Anastasia? Voy a tener que torturarte para sonsacártelo.
Me despierto sobresaltada. Creo que acabo de rodar por las escaleras en sueños y me incorporo como un resorte, momentáneamente desorientada. Es de noche y estoy sola en la cama de Christian. Algo me ha despertado, algún pensamiento angustioso. Echo un vistazo al despertador que tiene en la mesita. Son las cinco de la mañana, pero me siento descansada. ¿Por qué? Ah, será por la diferencia horaria; en Georgia serían las ocho. Madre mía, tengo que tomarme la píldora. Salgo de la cama, agradecida de que algo me haya despertado. Oigo a lo lejos el piano. Christian está tocando. Eso no me lo pierdo. Me encanta verlo tocar. Desnuda, cojo el albornoz de la silla y salgo despacio al pasillo mientras me lo pongo, escuchando el sonido mágico del lamento melodioso que proviene del salón.
En la estancia a oscuras, Christian toca, sentado en medio de una burbuja de luz que despide destellos cobrizos de su pelo. Parece que va desnudo, pero yo sé que lleva los pantalones del pijama. Está concentrado, tocando maravillosamente, absorto en la melancolía de la música. Indecisa, lo observo entre las sombras; no quiero interrumpirlo. Me gustaría abrazarlo. Parece perdido, incluso abatido, y tremendamente solo… o quizá sea la música, que rezuma tristeza. Termina la pieza, hace una pausa de medio segundo y empieza a tocarla otra vez. Me acerco a él con cautela, como la polilla a la luz… la idea me hace sonreír. Alza la vista hacia mí y frunce el ceño, antes de centrarse de nuevo en sus manos.
Mierda, ¿se habrá enfadado porque lo molesto?
—Deberías estar durmiendo —me reprende suavemente.
Sé que algo lo preocupa.
—Y tú —replico con menos suavidad.
Vuelve a alzar la vista, esbozando una sonrisa.
—¿Me está regañando, señorita Steele?
—Sí, señor Grey.
—No puedo dormir —me contesta ceñudo, y detecto de nuevo en su cara un asomo de irritación o de enfado.
¿Conmigo? Seguramente no.
Ignoro la expresión de su rostro y, armándome de valor, me siento a su lado en la banqueta del piano y apoyo la cabeza en su hombro desnudo para observar cómo sus dedos ágiles y diestros acarician las teclas. Hace una pausa apenas perceptible y prosigue hasta el final de la pieza.
—¿Qué era lo que tocabas?
—Chopin. Op. 28. Preludio n.º 4 en mi menor, por si te interesa —murmura.
—Siempre me interesa lo que tú haces.
Se vuelve y me da un beso en el pelo.
—Siento haberte despertado.
—No has sido tú. Toca la otra.
—¿La otra?
—La pieza de Bach que tocaste la primera noche que me quedé aquí.
—Ah, la de Marcello.
Empieza a tocar lenta, pausadamente. Noto el movimiento de sus manos en el hombro en el que me apoyo, y cierro los ojos. Las notas tristes y conmovedoras nos envuelven poco a poco y resuenan en las paredes. Es una pieza de asombrosa belleza, más triste aún que la de Chopin; me dejo llevar por la hermosura del lamento. En cierta medida, refleja cómo me siento. El hondo y punzante anhelo que siento de conocer mejor a este hombre extraordinario, de intentar comprender su tristeza. La pieza termina demasiado pronto.
—¿Por qué solo tocas música triste?
Me incorporo en el asiento y lo veo encogerse de hombros, receloso, en respuesta a mi pregunta.
—¿Así que solo tenías seis años cuando empezaste a tocar? —inquiero.
Asiente con la cabeza, aún más receloso. Al poco, añade:
—Aprendí a tocar para complacer a mi nueva madre.
—¿Para encajar en la familia perfecta?
—Sí, algo así —contesta evasivo—. ¿Por qué estás despierta? ¿No necesitas recuperarte de los excesos de ayer?
—Para mí son las ocho de la mañana. Además, tengo que tomarme la píldora.
Arquea la ceja, sorprendido.
—Me alegro de que te acuerdes —murmura, y veo que lo he impresionado—. Solo a ti se te ocurre empezar a tomar una píldora de horario específico en una zona horaria distinta. Quizá deberías esperar media hora hoy y otra media hora mañana, hasta que al final terminaras tomándotela a una hora razonable.
—Buena idea —digo—. Vale, ¿y qué hacemos durante esa media hora?
Le guiño el ojo con expresión inocente.
—Se me ocurren unas cuantas cosas.
Sonríe lascivo. Yo lo miro impasible mientras mis entrañas se contraen y se derritan bajo su mirada de complicidad.
—Aunque también podríamos hablar —propongo a media voz.
Frunce el ceño.
—Prefiero lo que tengo en mente.
Me sube a su regazo.
—Tú siempre antepondrías el sexo a la conversación.
Río y me aferro a sus brazos.
—Cierto. Sobre todo contigo. —Inhala mi pelo y empieza a regarme de besos desde debajo de la oreja hasta el cuello—. Quizá encima del piano —susurra.
Madre mía. Se me tensa el cuerpo entero de pensarlo. Encima del piano. Uau.
—Quiero que me aclares una cosa —susurro mientras se me empieza a acelerar el pulso, y la diosa que llevo dentro cierra los ojos y saborea la caricia de sus labios en los míos.
Interrumpe momentáneamente su sensual asalto.
—Siempre tan ávida de información, señorita Steele. ¿Qué quieres que te aclare? —me dice soltando su aliento sobre la base del cuello, y sigue besándome con suavidad.
—Lo nuestro —le susurro, y cierro los ojos.
—Mmm… ¿Qué pasa con lo nuestro?
Deja de regarme de besos el hombro.
—El contrato.
Levanta la cabeza para mirarme, con un brillo divertido en los ojos, y suspira. Me acaricia la mejilla con la yema de los dedos.
—Bueno, me parece que el contrato ha quedado obsoleto, ¿no crees? —dice con voz grave y ronca y una expresión tierna en la mirada.
—¿Obsoleto?
—Obsoleto.
Sonríe. Lo miro atónita, sin entender.
—Pero eras tú el interesado en que lo firmara.
—Eso era antes. Pero las normas no. Las normas siguen en pie.
Su gesto se endurece un poco.
—¿Antes? ¿Antes de qué?
—Antes… —Se interrumpe, y la expresión de recelo vuelve a su rostro—. Antes de que hubiera más.
Se encoge de hombros.
—Ah.
—Además, ya hemos estado en el cuarto de juegos dos veces, y no has salido corriendo espantada.
—¿Esperas que lo haga?
—Nada de lo que haces es lo que espero, Anastasia —dice con sequedad.
—A ver si lo he entendido: ¿quieres que me atenga a lo que son las normas del contrato en todo momento, pero que ignore el resto de lo estipulado?
—Salvo en el cuarto de juegos. Ahí quiero que te atengas al espíritu general del contrato, y sí, quiero que te atengas a las normas en todo momento. Así me aseguro de que estarás a salvo y podré tenerte siempre que lo desee.
—¿Y si incumplo alguna de las normas?
—Entonces te castigaré.
—Pero ¿no necesitarás mi permiso?
—Sí, claro.
—¿Y si me niego?
Me mira un instante, confundido.
—Si te niegas, te niegas. Tendré que encontrar una forma de convencerte.
Me aparto de él y me pongo de pie. Necesito un poco de distancia. Lo veo fruncir el ceño. Parece perplejo y receloso otra vez.
—Vamos, que lo del castigo se mantiene.
—Sí, pero solo si incumples las normas.
—Tendría que releérmelas —digo, intentando recordar los detalles.
—Voy a por ellas —dice, de pronto muy formal.
Uf. Qué serio se ha puesto esto. Se levanta del piano y se dirige con paso ágil a su despacho. Se me eriza el vello. Dios… necesito un té. Estamos hablando del futuro de nuestra «relación» a las 5.45 de la mañana, cuando además a él le preocupa algo más… ¿es esto sensato? Me dirijo a la cocina, que aún está a oscuras. ¿Dónde está el interruptor? Lo encuentro, enciendo y lleno de agua la tetera. ¡La píldora! Hurgo en el bolso, que dejé sobre la barra del desayuno, y la encuentro enseguida. Me la trago y ya está. Cuando termino, Christian ha vuelto y está sentado en uno de los taburetes, mirándome fijamente.
—Aquí tienes.
Me pasa un folio mecanografiado y observo que ha tachado algunas cosas.
NORMAS
Obediencia:
La Sumisa obedecerá inmediatamente todas las instrucciones del Amo, sin dudar, sin reservas y de forma expeditiva. La Sumisa aceptará toda actividad sexual que el Amo considere oportuna y placentera, excepto las actividades contempladas en los límites infranqueables (Apéndice 2). Lo hará con entusiasmo y sin dudar.
Sueño:
La Sumisa garantizará que duerme como mínimo de ocho a siete horas diarias cuando no esté con el Amo.
Comida:
Para cuidar su salud y su bienestar, la Sumisa comerá frecuentemente los alimentos incluidos en una lista (Apéndice 4). La Sumisa no comerá entre horas, a excepción de fruta.
Ropa:
Mientras esté con el Amo, la Sumisa solo llevará ropa que este haya aprobado. El Amo ofrecerá a la Sumisa un presupuesto para ropa, que la Sumisa debe utilizar. El Amo acompañará a la Sumisa a comprar ropa cuando sea necesario.
Ejercicio:
El Amo proporcionará a la Sumisa un entrenador personal
cuatro
tres veces por semana, en sesiones de una hora, a horas convenidas por el entrenador personal y la Sumisa. El entrenador personal informará al Amo de los avances de la Sumisa.
Higiene personal y belleza:
La Sumisa estará limpia y depilada en todo momento. La Sumisa irá a un salón de belleza elegido por el Amo cuando este lo decida y se someterá a cualquier tratamiento que el Amo considere oportuno.
Seguridad personal:
La Sumisa no beberá en exceso, ni fumará, ni tomará sustancias psicotrópicas, ni correrá riesgos innecesarios.
Cualidades personales:
La Sumisa solo mantendrá relaciones sexuales con el Amo. La Sumisa se comportará en todo momento con respeto y humildad. Debe comprender que su conducta influye directamente en la del Amo. Será responsable de cualquier fechoría, maldad y mala conducta que lleve a cabo cuando el Amo no esté presente.
El incumplimiento de cualquiera de las normas anteriores será inmediatamente castigado, y el Amo determinará la naturaleza del castigo.
—¿Así que lo de la obediencia sigue en pie?
—Oh, sí.
Sonríe.
Muevo la cabeza divertida y, sin darme cuenta, pongo los ojos en blanco.
—¿Me acabas de poner los ojos en blanco, Anastasia? —dice.
Oh, mierda.
—Puede, depende de cómo te lo tomes.
—Como siempre —dice meneando la cabeza, con los ojos encendidos de emoción.
Trago saliva instintivamente y un escalofrío me recorre el cuerpo entero.
—Entonces…
Madre mía, ¿qué voy a hacer?
—¿Sí?
Se humedece el labio inferior.
—Quieres darme unos azotes.
—Sí. Y lo voy a hacer.
—¿Ah, sí, señor Grey? —lo desafío, devolviéndole la sonrisa.
Yo también sé jugar a esto.
—¿Me lo vas a impedir?
—Vas a tener que pillarme primero.
Me mira un poco asombrado, sonríe y se levanta despacio.
—¿Ah, sí, señorita Steele?
La barra del desayuno se interpone entre los dos. Nunca antes había agradecido tanto su existencia como en este momento.
—Además, te estás mordiendo el labio —añade, desplazándose despacio hacia su izquierda mientras yo me desplazo hacia la mía.
—No te atreverás —lo provoco—. A fin de cuentas, tú también pones los ojos en blanco —intento razonar con él.
Continúa desplazándose hacia su izquierda, igual que yo.
—Sí, pero con este jueguecito acabas de subir el nivel de excitación.
Le arden los ojos y emana de él una impaciencia descontrolada.
—Soy bastante rápida, que lo sepas.
Trato de fingir indiferencia.
—Y yo.
Me está persiguiendo en su propia cocina.
—¿Vas a venir sin rechistar? —pregunta.
—¿Lo hago alguna vez?
—¿Qué quieres decir, señorita Steele? —Sonríe—. Si tengo que ir a por ti, va a ser peor.
—Eso será si me coges, Christian. Y ahora mismo no tengo intención de dejarme coger.
—Anastasia, te puedes caer y hacerte daño. Y eso sería una infracción directa de la norma siete, ahora la seis.
—Desde que te conocí, señor Grey, estoy en peligro permanente, con normas o sin ellas.
—Así es.
Hace una pausa y frunce el ceño.
De pronto, se abalanza sobre mí y yo chillo y salgo corriendo hacia la mesa del comedor. Logro escapar e interponer la mesa entre los dos. El corazón me va a mil y la adrenalina me recorre el cuerpo entero. Uau, qué excitante. Vuelvo a ser una niña, aunque eso no esté bien. Lo observo con atención mientras se acerca decidido a mí. Me aparto un poco.
—Desde luego, sabes cómo distraer a un hombre, Anastasia.
—Lo que sea por complacer, señor Grey. ¿De qué te distraigo?
—De la vida. Del universo —señala con un gesto vago.
—Parecías muy preocupado mientras tocabas.
Se detiene y se cruza de brazos, con expresión divertida.
—Podemos pasarnos así el día entero, nena, pero terminaré pillándote y, cuando lo haga, será peor para ti.
—No, ni hablar.
No debo confiarme demasiado, me repito a modo de mantra. Mi subconsciente se ha puesto las Nike y se ha colocado ya en los tacos de salida.