Cincuenta sombras de Grey (59 page)

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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Cincuenta sombras de Grey
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—¿Qué pasa? —le digo.

—Me alegro mucho de que hayas vuelto. Dúchate conmigo. Ahora.

No tengo claro si me lo pide o me lo ordena.

—Sí —susurro y, cogiéndome de la mano, me saca del salón y me lleva a su dormitorio, al baño.

Una vez allí, me suelta y abre el grifo de la ducha superespaciosa. Se vuelve despacio y me mira, excitado.

—Me gusta tu falda. Es muy corta —dice con voz grave—. Tienes unas piernas preciosas.

Se quita los zapatos y se agacha para quitarse también los calcetines, sin apartar la vista de mí. Su mirada voraz me deja muda. Uau, que te desee tanto este dios griego… Lo imito y me quito las bailarinas negras. De pronto, me coge y me empuja contra la pared. Me besa, la cara, el cuello, los labios… me agarra del pelo. Siento los azulejos fríos y suaves en la espalda cuando se arrima tanto a mí que me deja emparedada entre su calor y la fría porcelana. Tímidamente, me aferro a sus brazos y él gruñe cuando aprieto con fuerza.

—Quiero hacértelo ya. Aquí, rápido, duro —dice, y me planta las manos en los muslos y me sube la falda—. ¿Aún estás con la regla?

—No —contesto ruborizándome.

—Bien.

Desliza los dedos por las bragas blancas de algodón y, de pronto, se pone en cuclillas para arrancármelas de un tirón. Tengo la falda totalmente subida y arrugada, de forma que estoy desnuda de cintura para abajo, jadeando, excitada. Me agarra por las caderas, empujándome de nuevo contra la pared, y me besa en el punto donde se encuentran mis piernas. Cogiéndome por la parte superior de ambos muslos, me separa las piernas. Gruño con fuerza al notar que su lengua me acaricia el clítoris. Dios… Echo la cabeza hacia atrás sin querer y gimo, agarrándome a su pelo.

Su lengua es despiadada, fuerte y persistente, empapándome, dando vueltas y vueltas sin parar. Es delicioso y la sensación es tan intensa que casi resulta dolorosa. Me empiezo a acelerar; entonces, para. ¿Qué? ¡No! Jadeo con la respiración entrecortada, y lo miro impaciente. Me coge la cara con ambas manos, me sujeta con firmeza y me besa con violencia, metiéndome la lengua en la boca para que saboree mi propia excitación. Luego se baja la cremallera y libera su erección, me agarra los muslos por detrás y me levanta.

—Enrosca las piernas en mi cintura, nena —me ordena, apremiante, tenso.

Hago lo que me dice y me cuelgo de su cuello, y él, con un movimiento rápido y resuelto, me penetra hasta el fondo. ¡Ah! Gime, yo gruño. Me agarra por el trasero, clavándome los dedos en la suave carne, y empieza a moverse, despacio al principio, con un ritmo fijo, pero, en cuanto pierde el control, se acelera, cada vez más. ¡Ahhh! Echo la cabeza hacia atrás y me concentro en esa sensación invasora, castigadora, celestial, que me empuja y me empuja hacia delante, cada vez más alto y, cuando ya no puedo más, estallo alrededor de su miembro, entrando en la espiral de un orgasmo intenso y devorador. Él se deja llevar con un hondo gemido y hunde la cabeza en mi cuello igual que hunde su miembro en mí, gruñendo escandalosamente mientras se deja ir.

Apenas puede respirar, pero me besa con ternura, sin moverse, sin salir de mí, y yo lo miro extrañada, sin llegar a verlo. Cuando al fin consigo enfocarlo, se retira despacio y me sujeta con fuerza para que pueda poner los pies en el suelo. El baño está lleno de vapor y hace mucho calor. Me sobra la ropa.

—Parece que te alegra verme —murmuro con una sonrisa tímida.

Tuerce la boca, risueño.

—Sí, señorita Steele, creo que mi alegría es más que evidente. Ven, deja que te lleve a la ducha.

Se desabrocha los tres botones siguientes de la camisa, se quita los gemelos, se saca la camisa por la cabeza y la tira al suelo. Luego se quita los pantalones del traje y los bóxers de algodón y los aparta con el pie. Empieza a desabrocharme los botones de la blusa blanca mientras lo observo; ansío poder tocarle el pecho, pero me contengo.

—¿Qué tal tu viaje? —me pregunta a media voz.

Parece mucho más tranquilo ahora que ha desaparecido su inquietud, que se ha disuelto en nuestra unión sexual.

—Bien, gracias —murmuro, aún sin aliento—. Gracias otra vez por los billetes de primera. Es una forma mucho más agradable de viajar. —Le sonrío tímidamente—. Tengo algo que contarte —añado nerviosa.

—¿En serio?

Me mira mientras me desabrocha el último botón, me desliza la blusa por los brazos y la tira con el resto de la ropa.

—Tengo trabajo.

Se queda inmóvil, luego me sonríe con ternura.

—Enhorabuena, señorita Steele. ¿Me vas a decir ahora dónde? —me provoca.

—¿No lo sabes?

Niega con la cabeza, ceñudo.

—¿Por qué iba a saberlo?

—Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual…

Me callo al ver que le cambia la cara.

—Anastasia, jamás se me ocurriría interferir en tu carrera profesional, salvo que me lo pidieras, claro.

Parece ofendido.

—Entonces, ¿no tienes ni idea de qué editorial es?

—No. Sé que hay cuatro editoriales en Seattle, así que imagino que es una de ellas.

—SIP.

—Ah, la más pequeña, bien. Bien hecho. —Se inclina y me besa la frente—. Chica lista. ¿Cuándo empiezas?

—El lunes.

—Qué pronto, ¿no? Más vale que disfrute de ti mientras pueda. Date la vuelta.

Me desconcierta la naturalidad con que me manda, pero hago lo que me dice, y él me desabrocha el sujetador y me baja la cremallera de la falda. Me la baja y aprovecha para agarrarme el trasero y besarme el hombro. Se inclina sobre mí y me huele el pelo, inspirando hondo. Me aprieta las nalgas.

—Me embriagas, señorita Steele, y me calmas. Una mezcla interesante.

Me besa el pelo. Luego me coge de la mano y me mete en la ducha.

—Au —chillo.

El agua está prácticamente hirviendo. Christian me sonríe mientras el agua le cae por encima.

—No es más que un poco de agua caliente.

Y, en el fondo, tiene razón. Sienta de maravilla quitarse de encima el sudor de la calurosa Georgia y el del intercambio sexual que acabamos de tener.

—Date la vuelta —me ordena, y yo obedezco y me pongo de cara a la pared—. Quiero lavarte —murmura.

Coge el gel y se echa un chorrito en la mano.

—Tengo algo más que contarte —susurro mientras me enjabona los hombros.

—¿Ah, sí? —dice.

Respiro hondo y me armo de valor.

—La exposición fotográfica de mi amigo José se inaugura el jueves en Portland.

Se detiene, sus manos se quedan suspendidas sobre mis pechos. He dado especial énfasis a la palabra «amigo».

—Sí, ¿y qué pasa? —pregunta muy serio.

—Le dije que iría. ¿Quieres venir conmigo?

Después de lo que me parece una eternidad, poco a poco empieza a lavarme otra vez.

—¿A qué hora?

—La inauguración es a las siete y media.

Me besa la oreja.

—Vale.

En mi interior, mi subconsciente se relaja, se desploma y cae pesadamente en el viejo y maltrecho sillón.

—¿Estabas nerviosa porque tenías que preguntármelo?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Anastasia, se te acaba de relajar el cuerpo entero —me dice con sequedad.

—Bueno, parece que eres… un pelín celoso.

—Lo soy, sí —dice amenazante—. Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por preguntar. Iremos en el Charlie Tango.

Ah, en el helicóptero, claro… Seré tonta… Otro vuelo… ¡guay! Sonrío.

—¿Te puedo lavar yo a ti? —le pregunto.

—Me parece que no —murmura, y me besa suavemente el cuello para mitigar el dolor de la negativa.

Hago pucheros a la pared mientras él me acaricia la espalda con jabón.

—¿Me dejarás tocarte algún día? —inquiero audazmente.

Vuelve a detenerse, la mano clavada en mi trasero.

—Apoya las manos en la pared, Anastasia. Voy a penetrarte otra vez —me susurra al oído agarrándome de las caderas, y sé que la discusión ha terminado.

Más tarde, estamos sentados en la cocina, en albornoz, después de habernos comido la deliciosa pasta
alle vongole
de la señora Jones.

—¿Más vino? —pregunta Christian con un destello de sus ojos grises.

—Un poquito, por favor.

El Sancerre es vigorizante y delicioso. Christian me sirve y luego se sirve él.

—¿Cómo va el «problema» que te trajo a Seattle? —pregunto tímidamente.

Frunce el ceño.

—Descontrolado —señala con amargura—. Pero tú no te preocupes por eso, Anastasia. Tengo planes para ti esta noche.

—¿Ah, sí?

—Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos.

Se levanta y me mira.

—Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de ropa para ti. No admito discusión al respecto.

Frunce los ojos, retándome a que diga algo. Al ver que no lo hago, se va con paso airado a su despacho.

¡Yo! ¿Discutir? ¿Contigo, Cincuenta Sombras? Por el bien de mi trasero, no. Me quedo sentada en el taburete, momentáneamente estupefacta, tratando de digerir esta última información. Me ha comprado ropa. Pongo los ojos en blanco de forma exagerada, sabiendo bien que no puede verme. Coche, móvil, ordenador, ropa… lo próximo: un maldito piso, y entonces ya seré una querida en toda regla.

¡Jo! Mi subconsciente está en modo criticón. La ignoro y subo a mi cuarto. Porque sigo teniendo mi cuarto. ¿Por qué? Pensé que había accedido a dejarme dormir con él. Supongo que no está acostumbrado a compartir su espacio personal, claro que yo tampoco. Me consuela la idea de tener al menos un sitio donde esconderme de él.

Al examinar la puerta de mi habitación, descubro que tiene cerradura pero no llave. Me digo que quizá la señora Jones tenga una copia. Le preguntaré. Abro la puerta del vestidor y vuelvo a cerrarla rápidamente. Maldita sea… se ha gastado un dineral. Me recuerda al de Kate, con toda esa ropa perfectamente alineada y colgada de las barras. En el fondo, sé que todo me va a quedar bien, pero no tengo tiempo para eso ahora: esta noche tengo que ir a arrodillarme al cuarto rojo del… dolor… o del placer, espero.

Estoy en bragas, arrodillada junto a la puerta. Tengo el corazón en la boca. Madre mía, pensaba que con lo del baño habría tenido bastante. Este hombre es insaciable, o quizá todos los hombres lo sean. No lo sé, no tengo con quién compararlo. Cierro los ojos y procuro calmarme, conectar con la sumisa que hay en mi interior. Anda por ahí, en alguna parte, escondida detrás de la diosa que llevo dentro.

La expectación me burbujea por las venas como un refresco efervescente. ¿Qué me irá a hacer? Respiro hondo, despacio, pero no puedo negarlo: estoy nerviosa, excitada, húmeda ya. Esto es tan… Quiero pensar que está mal, pero de algún modo sé que no es así. Para Christian está bien. Es lo que él quiere y, después de estos últimos días… después de todo lo que ha hecho, tengo que echarle valor y aceptar lo que decida que necesita, sea lo que sea.

Recuerdo su mirada cuando he llegado hoy, su expresión anhelante, la forma resuelta en que se ha dirigido hacia mí, como si yo fuera un oasis en el desierto. Haría casi cualquier cosa por volver a ver esa expresión. Aprieto los muslos de placer al pensarlo, y eso me recuerda que debo separar las piernas. Lo hago. ¿Cuánto me hará esperar? La espera me está matando, me mata de deseo turbio y provocador. Echo un vistazo al cuarto apenas iluminado: la cruz, la mesa, el sofá, el banco… la cama. Se ve inmensa, y está cubierta con sábanas rojas de satén. ¿Qué artilugio usará hoy?

Se abre la puerta y Christian entra como una exhalación, ignorándome por completo. Agacho la cabeza enseguida, me miro las manos y separo con cuidado las piernas. Christian deja algo sobre la enorme cómoda que hay junto a la puerta y se acerca despacio a la cama. Me permito mirarlo un instante y casi se me para el corazón. Va descalzo, con el torso descubierto y esos vaqueros gastados con el botón superior desabrochado. Dios, está tan bueno… Mi subconsciente se abanica con desesperación y la diosa que llevo dentro se balancea y convulsiona con un primitivo ritmo carnal. La veo muy dispuesta. Me humedezco los labios instintivamente. La sangre me corre deprisa por todo el cuerpo, densa y cargada de lascivia. ¿Qué me va a hacer?

Da media vuelta y se dirige tranquilamente hasta la cómoda. Abre uno de los cajones y empieza a sacar cosas y a colocarlas encima. Me pica la curiosidad, me mata, pero resisto la imperiosa necesidad de echar un vistazo. Cuando termina lo que está haciendo, se coloca delante de mí. Le veo los pies descalzos y quiero besarle hasta el último centímetro, pasarle la lengua por el empeine, chuparle cada uno de los dedos.

—Estás preciosa —dice.

Mantengo la cabeza agachada, consciente de que me mira fijamente y de que estoy prácticamente desnuda. Noto que el rubor se me extiende despacio por la cara. Se inclina y me coge la barbilla, obligándome a mirarlo.

—Eres una mujer hermosa, Anastasia. Y eres toda mía —murmura—. Levántate —me ordena en voz baja, rebosante de prometedora sensualidad.

Temblando, me pongo de pie.

—Mírame —dice, y alzo la vista a sus ojos ardientes.

Es su mirada de amo: fría, dura y sexy, con sombras del pecado inimaginable en una sola mirada provocadora. Se me seca la boca y sé enseguida que voy a hacer lo que me pida. Una sonrisa casi cruel se dibuja en sus labios.

—No hemos firmado el contrato, Anastasia, pero ya hemos hablado de los límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿vale?

Madre mía… ¿qué habrá planeado para que vaya a necesitar las palabras de seguridad?

—¿Cuáles son? —me pregunta de manera autoritaria.

Frunzo un poco el ceño al oír la pregunta y su gesto se endurece visiblemente.

—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia? —dice muy despacio.

—Amarillo —musito.

—¿Y? —insiste, apretando los labios.

—Rojo —digo.

—No lo olvides.

Y no puedo evitarlo… arqueo una ceja y estoy a punto de recordarle mi nota media, pero el repentino destello de sus gélidos ojos grises me detiene en seco.

—Cuidado con esa boquita, señorita Steele, si no quieres que te folle de rodillas. ¿Entendido?

Trago saliva instintivamente. Vale. Parpadeo muy rápido, arrepentida. En realidad, me intimida más su tono de voz que la amenaza en sí.

—¿Y bien?

—Sí, señor —mascullo atropelladamente.

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