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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (55 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Así que lo que dice es que hay razones tan buenas para confiar en el mensaje como para no confiar en él, ¿no?

—Sí. Y lo mismo pasa con el segundo mensaje; el que nos advierte que no realicemos las modificaciones.

El experto en propulsión tosió.

—Lleva razón. Lo único que podemos hacer es evaluar nosotros mismos el contenido técnico del mensaje.

—Eso no será fácil.

—Si no, correríamos un enorme riesgo.

Y así siguió el debate; los argumentos a favor y en contra de confiar en los mensajes rebotaban por la sala sin dar ningún fruto. Se había sugerido que una u otra nave retenía información valiosa
(muy cierto
, pensó Sky), pero no se había señalado directamente a nadie y el cónclave había terminado con una sensación de malestar, aunque no de hostilidad abierta. Todas las naves habían acordado seguir compartiendo su interpretación de los mensajes y establecer un grupo experto especial «panflotilla» para examinar la viabilidad técnica de las modificaciones sugeridas. Se acordó que ninguna nave actuaría de manera unilateral y que no se intentarían llevar a cabo las modificaciones sin el consentimiento expreso de todas las partes. Hasta se sugirió que cualquier nave que quisiera actuar en solitario podría hacerlo, siempre que se apartara del cuerpo principal de la Flotilla y aumentara la separación existente cuatro veces más.

—Es una propuesta demencial —dijo Zamudio. Era un hombre alto y guapo, mucho mayor de lo que parecía, que había quedado ciego tras la explosión del
Islamabad
. Llevaba una cámara atada al hombro, como si fuera el loro de un lobo de mar, que miraba a uno y otro lado al parecer por propia voluntad—. Cuando partió esta expedición lo hicimos en espíritu de camaradería, no como una carrera para ver quién era el primero en reclamar el premio.

Armesto tensó la mandíbula.

—¿Por eso estáis tan poco dispuestos a compartir con el resto de nosotros esos suministros que habéis acumulado?

—No estamos acumulando suministros —dijo Omdurman con poca convicción—. Al menos, no tanto como vosotros habéis estado negándonos piezas de repuesto para nuestras cabinas criogénicas, de hecho.

La cámara de Zamudio se fijó en él.

—Pero bueno, eso es ridículo… —la frase se quedó incompleta antes de que volviera a hablar—. Nadie niega que existan diferencias en la calidad de vida de las naves. Siempre ha sido parte del plan que fuera así. Desde el principio se intentó que las naves organizaran sus asuntos de forma independiente, aunque solo fuera para asegurar que nadie cometiera los mismos errores impredecibles. ¿Quiere eso decir que todos tenemos el mismo nivel de vida en todas las naves? No; claro que no. Si así fuera querría decir que algo va muy mal. Es inevitable que existan tasas de mortalidad sutilmente diferentes en las tripulaciones; un simple reflejo del énfasis puesto por los distintos regímenes de las naves en la ciencia médica. —Había logrado captar su atención, así que bajó el tono de voz y dejó la mirada perdida mientras que la cámara pasaba de una cara a otra—. Sí, los fallecimientos en las cabinas criogénicas varían de una nave a otra. ¿Sabotaje? No lo creo, aunque pudiera resultar consolador.

—¿Consolador? —preguntó alguien, como si no lo hubiera oído bien.

—Sí, eso he dicho. No hay nada que resulte más consolador que inventarse conspiraciones paranoicas, especialmente si esconden un problema más profundo. Olvidad a los saboteadores; pensad mejor en los procedimientos operativos; en conocimientos técnicos inadecuados… podría seguir.

—Ya basta de balbuceos estúpidos —dijo Balcazar en un instante de lucidez—. No hemos venido a discutir eso. Si alguien quiere hacer algo sobre el puto mensaje, que lo haga. Será muy interesante observar los resultados.

Pero nadie parecía muy dispuesto a ser el primero en mover ficha. Como había sugerido el capitán, el impulso natural era dejar que otro cometiera el primer error. Se celebraría otro cónclave al cabo de tres meses, después de revisar en más detalle los mensajes. La población general de las naves sería informada de la existencia de los mensajes poco después. Las acusaciones que se habían cruzado en la reunión se olvidarían en silencio. Se habló con precaución de que todo el asunto, en vez de aumentar las tensiones entre naves, podría lograr un modesto acercamiento entre ellas.

Sky estaba ya sentado junto a Balcazar en la lanzadera camino a casa.

—No falta mucho para llegar al
Santiago
, señor. ¿Por qué no intenta descansar un poco?

—Maldito seas, Titus… si quisiera descansar ya… —Pero Balcazar se quedó dormido antes de poder terminar la frase.

La nave era la silueta de una mota en la pantalla de control del taxi. A veces a Sky le parecía que las naves de la Flotilla eran diminutas islas de un pequeño archipiélago, separadas por franjas de agua que casi aseguraban que las islas estuvieran más allá del horizonte de su vecina más cercana. Además, siempre era de noche en el archipiélago y los fuegos de las islas eran demasiado débiles para verlos, salvo cuando uno se acercaba. Hacía falta mucha fe para alejarse de una de las islas, sumergirse en la oscuridad y confiar en que los sistemas de navegación del taxi no lo llevaran a uno hasta las aguas oceánicas. Sky reflexionaba sobre métodos de asesinato, como era su costumbre, y pensó en el sabotaje del piloto automático de un taxi. Tendría que hacerse justo antes de que alguien a quien quisiera matar se embarcara en un viaje a otra nave. Sería muy sencillo confundir al taxi hasta que se encaminara en dirección opuesta y se introdujera en la oscuridad. Si se combinaba con una pérdida de combustible o un fallo en el sistema de soporte vital, las posibilidades eran realmente atractivas.

Pero no para él. Él siempre acompañaba a Balcazar, así que aquel sistema en concreto tenía un valor limitado.

Volvió a pensar en el cónclave. Los demás capitanes de la Flotilla habían hecho lo posible por no demostrar que habían notado los lapsus de concentración y, en ocasiones, de cordura total, pero Sky los había visto intercambiar miradas preocupadas de un lado a otro del golfo de caoba de la mesa de conferencias cuando pensaban que Sky miraba a otro lado. Estaba claro que les preocupaba en gran medida que uno de los suyos estuviera a todas luces perdiendo la cabeza. ¿Y si la vena de locura de Balcazar los estuviera esperando a todos al llegar a su edad? Por supuesto, Sky no dejó ver ni una sola vez que le preocupara el estado de salud de su capitán. Aquella sería la peor de las deslealtades. No; lo que Sky había hecho era mantener una solemnidad obediente con cara de póquer en presencia del capitán y asentir sumisamente cada afirmación demente de su jefe, sin que se le escapara ni una vez que pensaba que Balcazar estaba tan loco como se temían los demás capitanes.

Un leal servidor, en otras palabras.

Un tintineo metálico de la consola del taxi. Le recordaba que se acercaban al
Santiago
, aunque todavía resultaba difícil ver con las luces del interior de la cabina encendidas. Balcazar roncaba y babeaba al mismo tiempo, y un reguero de saliva plateada le adornaba una de las charreteras, como una sutil nueva indicación de rango.

—Mátalo —dijo Payaso—. Vamos, mátalo. Todavía queda tiempo.

En realidad, Payaso no estaba en el taxi, Sky lo sabía, pero estaba allí en cierto sentido y su voz aguda y trémula no parecía provenir del interior del cráneo de Sky, sino de algún punto a su espalda.

—No quiero matarlo —dijo Sky mientras añadía un «todavía» silencioso para sí.

—Sabes que sí quieres. Está en tu camino. Siempre ha estado en tu camino. Es un hombre viejo y enfermo. En realidad, le harías un favor si lo mataras ahora mismo. —La voz de Payaso se suavizó—. Míralo. Duerme como un bebé. Espero que esté disfrutando de un feliz sueño de infancia.

—No puedes saberlo.

—Soy Payaso. Payaso lo sabe todo.

Una suave voz metálica en la consola avisó a Sky de que estaban a punto de entrar en la esfera prohibida que rodeaba la nave. El taxi sería captado en pocos minutos por el sistema automatizado vectorial de tráfico, que lo guiaría hasta su amarradero.

—Nunca he matado a nadie —dijo Sky.

—Pero lo has pensado muchas veces, ¿no?

Aquello no podía discutírselo. Sky fantaseaba con matar gente todo el tiempo. Pensaba en las formas de matar a sus enemigos… a gente que lo había desairado o de quien sospechaba que hablaba de él a sus espaldas. Le parecía que algunas personas deberían morir solo por ser débiles o confiadas. A bordo del
Santiago
había muchas oportunidades para cometer un asesinato, pero pocas formas de hacerlo y evitar su detección. A pesar de todo, la fértil imaginación de Sky le había dado las bastantes vueltas a aquel problema como para idear una docena de estrategias plausibles para reducir el número de sus enemigos.

Pero hasta que Payaso no se lo dijo, le había bastado con imaginarse aquellas fantasías. Le recompensaba el mero hecho de representar una y otra vez aquellas espantosas muertes en su cabeza, de adornarlas lentamente. Pero Payaso llevaba razón: ¿para qué le servía trazar planos elaborados con todo lujo de detalles si no comenzaba a construir el edificio?

Miró de nuevo a Balcazar. Tan tranquilo como había dicho Payaso.

Tan tranquilo.

Y tan vulnerable.

23

Podría haber sido peor.

Podría haberme estrellado contra el suelo sin golpearme primero contra el Mantillo, sin haber atravesado antes dos capas de viviendas y puestos supurantes y esqueléticos. Cuando el coche se paró, estaba colgado cabeza abajo en la penumbra; débiles luces y hogueras ardían a mi alrededor. Podía oír voces, pero sonaban más nerviosas y enfadadas que heridas y me atreví a esperar que nadie hubiera resultado aplastado por mi llegada. Después de unos segundos me solté del asiento para evaluar rápidamente mi estado. No encontré nada roto en apariencia, aunque todo lo que pudiera estar roto estaba, como mínimo, amoratado. Después, trepé por el coche mientras oía cómo se acercaban las voces y unos ruidos de arañazos que podrían ser niños curiosos revolviendo los escombros o ratas trastornadas. Cogí el arma y comprobé que todavía tenía el dinero que le había quitado a Zebra; después dejé el vehículo y pisé una precaria plataforma de bambú que había sido limpiamente perforada por la nariz del coche.

—¿Podéis oírme? —grité a la oscuridad, seguro de que alguien podía—. No soy vuestro enemigo. No soy de la Canopia. Estas ropas son de los Mendicantes; soy de fuera de este mundo. Necesito ayuda urgente. La gente de la Canopia intenta matarme.

Lo dije en norte. Parecería mucho más convincente que si lo hubiera dicho en canasiano, el idioma de la aristocracia de Ciudad Abismo.

—Entonces suelta el arma y empieza a explicarnos cómo has llegado hasta aquí. —Era una voz de hombre, con un acento distinto al de los moradores de la Canopia que había conocido. Sus palabras eran poco claras, como si tuviera algún problema en el paladar. También hablaba norte, pero de modo vacilante, o quizá demasiado preciso, le faltaban las elisiones rituales que surgían de la verdadera familiaridad. Siguió hablando—. Además, has llegado en teleférico. Eso también requiere una explicación.

En aquel momento pude ver al hombre, que estaba de pie al borde de la plataforma de bambú. Pero no era un hombre en absoluto.

Estaba mirando a un cerdo.

Era pequeño, de piel pálida y estaba de pie sobre sus patas traseras con la misma facilidad incómoda que recordaba de los otros cerdos. Unas gafas le tapaban los ojos, sujetas por unas tiras de piel anudadas a la parte de atrás de la cabeza. Llevaba un poncho rojo. En su mano de pezuñas sostenía un cuchillo de carnicero con una destreza casual que sugería que lo usaba de forma profesional y que hacía tiempo que no lo intimidaba su borde afilado.

No solté el arma; no de inmediato.

—Me llamo Tanner Mirabel —dije—. Llegué de Borde del Firmamento ayer. Buscaba a alguien y me metí en la parte equivocada del Mantillo por error. Me capturó un hombre llamado Waverly y me obligó a participar en el Juego.

—¿Y conseguiste escapar con una pistola como esa y un teleférico? Un truco bastante bueno para un recién llegado, Tanner Mirabel. —Pronunciaba mi nombre como si fuera un insulto.

—Llevo ropa Mendicante —dije—. Y, como habrás notado, mi acento es de Borde del Firmamento. Hablo un poco de canasiano, si te resulta más fácil.

—Norte va bien. Los cerdos no somos tan estúpidos como todos vosotros pensáis —hizo una pausa—. ¿Tu acento te procuró esa pistola? En ese caso, vaya acento que tienes.

—Me ayudaron unas personas —dije. Estaba a punto de mencionar a Zebra, pero me lo pensé mejor—. No todos en la Canopia están de acuerdo con el Juego.

—Eso es cierto —respondió el hombre—. Pero siguen siendo de la Canopia y siguen meándose en nosotros.

—Puede que lo hayan ayudado —dijo otra voz, pero de mujer. Miré en el interior de la penumbra y vi a un cerdo más pequeño y de aspecto femenino que se acercaba al hombre, caminando con cuidado a través de los restos de mi llegada, con una expresión difícil de leer, como si hiciera aquello todos los días. Levantó una mano y le tocó el codo—. He oído hablar de esa gente. Se hacen llamar sabos. Saboteadores. ¿Qué aspecto tiene, Lorant?

El primer cerdo, Lorant, se quitó las gafas y se las ofreció a la mujer. Ella tenía una belleza curiosa, cabello humano le caía en grasientas cortinas para enmarcar una cara de muñeca con hocico. Se puso las gafas un momento y asintió.

—No parece de la Canopia. En primer lugar, es humano, tal y como Dios lo creó. Salvo por los ojos, aunque quizá sea cosa de la luz.

—No es por la luz —respondió Lorant—. Puede vernos sin gafas. Me di cuenta cuando llegaste. Su mirada se fijó en ti. —Le cogió las gafas a la cerda y habló dirigiéndose a mí—. Quizá sea cierto algo de lo que dices, Tanner Mirabel. Pero apostaría a que no todo.

No perderías la apuesta
, pensé, y casi lo dije en voz alta.

—No pretendo haceros daño —dije y puse el arma sobre el bambú con gran ceremonia, con cierta seguridad de que podría cogerla si el cerdo se movía hacia mí con el cuchillo—. Estoy metido en muchos problemas y la gente de la Canopia volverá para acabar conmigo muy pronto. Puede que también me haya creado enemigos entre los saboteadores, ya que les robé. —Me arriesgué a admitir que había robado en la Canopia, ya que supuse que aquello no me perjudicaría ante Lorant, sino todo lo contrario—. También hay otra cosa. No sé nada sobre la gente como vosotros, ni bueno ni malo.

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