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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (56 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Pero sabes que somos cerdos.

—Es difícil no verlo, ¿no crees?

—Como nuestra cocina. Tampoco la viste, ¿no?

—Pagaré los daños —dije—. También tengo dinero. —Metí la mano en los voluminosos bolsillos del abrigo de Vadim y saqué un fajo de las profundidades—. No es mucho —añadí—, pero puede que cubra parte de los gastos.

—Salvo que no es nuestra —dijo Lorant mientras estudiaba mi mano extendida. Tendría que dar un paso adelante para aceptarlo y en aquellos momentos ninguno de los dos estábamos preparados para entrar en aquella fase de confianza—. El hombre al que pertenece la cocina está fuera visitando el altar de su hermano en el Monumento a los Ochenta. No volverá hasta el anochecer. No es un hombre bien dispuesto ni a la benevolencia ni al perdón. Y entonces tendré que molestarlo con las noticias del daño que has causado y él, cómo no, volcará su enfado en mí.

Le ofrecí la mitad de otro fajo, lo que dejó bastante mermadas las reservas que le había cogido a Zebra.

—Quizá esto ayude a suavizar tus problemas, Lorant. Son otros noventa o cien marcos Ferris. Si me pides más, empezaré a pensar que intentas desplumarme.

Puede que el cerdo sonriera en aquel momento; no podía estar seguro.

—No puedo ofrecerte refugio, Tanner Mirabel. Demasiado peligroso.

—Lo que quiere decir —dijo la otra cerda—, es que tendrás un implante en la cabeza. La gente de la Canopia sabrá donde estás, incluso ahora mismo. Y tú los has hecho enfadar, eso nos pone a todos nosotros en peligro.

—Sé lo del implante —dije—. Y por eso necesito vuestra ayuda.

—¿Ayuda para quitártelo?

—No —respondí—, conozco a alguien que puede hacerlo. Se llama Madame Dominika. Pero no tengo ni idea de cómo llegar hasta ella. ¿Podríais llevarme?

—¿Tienes alguna idea de adónde?

—Estación Central —contesté.

El cerdo observó las ruinas de la cocina.

—Bueno, supongo que no vamos a cocinar mucho hoy, Tanner Mirabel.

Eran refugiados del Cinturón de Óxido.

Antes habían sido refugiados de otro lugar, de la fría periferia cometaria de otro sistema solar. Pero el cocinero y su esposa (ya no podía pensar en ellos solo como en cerdos) no sabían realmente cómo había llegado hasta allí el primero de su especie, solo tenían teorías y mitos. La que sonaba más probable era la de que eran descendientes lejanos y abandonados de un programa de ingeniería genética de hacía siglos. Hubo un tiempo en el que se utilizaban los órganos de los cerdos para hacer transplantes a humanos (había más similitudes que diferencias entre las especies) y parecía probable que los cerdos hubieran sido un experimento para hacer que los donantes animales fueran más humanos mezclando genes humanos con su ADN. Quizá la cosa hubiera ido más lejos de lo que nadie pretendía y un espectro de genes hubiera transferido accidentalmente inteligencia a los cerdos. O quizá aquella había sido la idea en todo momento y los cerdos fueran un intento fallido de crear una raza servil sin las desagradables desventajas de las máquinas.

En algún momento debieron abandonar a los cerdos; los dejarían en el espacio exterior para que se valieran por sí mismos. Quizá era demasiada molestia cazarlos y matarlos de forma sistemática, o quizá los mismos cerdos se habían liberado de los laboratorios y habían establecido colonias secretas. Para entonces, me contó Lorant, eran más de una especie y cada una tenía su propia mezcla de genes humanos y porcinos, así que había grupos de cerdos que no contaban con la habilidad de formar palabras, aunque tenían todos los mecanismos neurales necesarios en su sitio. Recordé los cerdos con los que me había encontrado antes de ser rescatado por Zebra; cómo los gruñidos del primero de ellos me habían parecido un intento de hablar. Quizá estaba mucho más cerca de lograr su intento de lo que yo me imaginaba.

—Me encontré con otros de vuestra especie —dije—. Ayer.

—Puedes llamarnos cerdos, ¿sabes? No nos molesta. Es lo que somos.

—Bueno, esos cerdos parecían tratar de matarme.

Le dije a Lorant lo que había ocurrido a grandes rasgos, sin entrar a explicar exactamente lo que hacía intentando entrar en la Canopia. Me escuchó con atención mientras hablaba, después comenzó a sacudir la cabeza, lenta y tristemente.

—No creo que realmente te quisieran a ti, Tanner Mirabel. Creo que probablemente quisieran a la gente que iba detrás de ti. Habrían notado que te perseguían. Probablemente intentaran convencerte para que fueras con ellos, para ofrecerte refugio.

Pensé de nuevo en lo que había pasado y, a pesar de que no estaba del todo convencido, comencé a preguntarme si realmente las cosas habrían sucedido tal y como decía Lorant.

—Disparé a uno de ellos —dije—. No fue una herida mortal, pero la pierna necesitará cirugía.

—Bueno, no te sientas demasiado mal por eso. Probablemente no fueran ángeles, ¿sabes? Tenemos muchos problemas por aquí con pandillas de cerdos jóvenes que arman follón y causan daños.

Estudié el daño que yo había causado.

—Supongo que soy lo último que necesitabais.

—Me atrevería a decir que todo puede arreglarse. Pero creo que te ayudaré a ponerte en camino antes de que causes más daños, Tanner Mirabel.

Sonreí.

—Probablemente sea lo mejor, Lorant.

Después de bajar del Cinturón de Óxido, Lorant y su esposa se encontraron pronto trabajando al servicio de uno de los hombres más ricos del Mantillo. Tenían su propio vehículo de efecto de suelo, un triciclo de metano con unas enormes ruedas de balón. La superestructura del vehículo era un revoltijo de plástico, metal y bambú, envuelto en sábanas y sombrillas impermeables; parecía a punto de caerse a pedazos si se respiraba hacia su zona más próxima.

—No tienes que poner esa cara de asco —dijo la esposa de Lorant—. Funciona. Y no creo que estés en posición de quejarte.

—Nunca he oído palabras más sabias.

Pero funcionaba de forma tolerable y las ruedas de balón hacían un trabajo pasable suavizando las imperfecciones de la calzada. Una vez hubo aceptado Lorant mis términos, conseguí persuadirlo de que se desviara hacia el lugar donde se había estrellado el otro teleférico. Para cuando llegamos allí ya había una multitud reunida; había logrado convencer a Lorant para que me esperara mientras yo me abría paso hasta el centro. Allí, entre lo que quedaba del teleférico, estaba Waverly, muerto con el pecho empalado en un trozo de bambú del Mantillo, como una de las trampas que había preparado para Reivich. La cara era una masa de sangre y puede que hubiera resultado irreconocible de no ser por el cráter lleno de sangre que ocupaba el lugar donde antes llevaba el monóculo. Debían de habérselo extirpado quirúrgicamente.

—¿Quién lo ha hecho?

—Cosechado —dijo una mujer junto a mí, escupiendo la palabra entre los huecos de los dientes—. Era buena óptica, sí. Ellos conseguirán buen precio por eso, sí.

Logré reprimir la curiosidad de saber quiénes eran «ellos».

Regresé al triciclo de Lorant y sentí que me habían arrancado parte de mi propia consciencia, de forma no menos brutal que el dispositivo ocular de Waverly.

—Bueno —dijo Lorant mientras yo subía de vuelta al triciclo—. ¿Qué le has quitado?

—¿Crees que fui en busca de un trofeo?

El se encogió de hombros, como si el asunto no tuviera importancia. Pero al alejarnos de allí me tuve que preguntar a mí mismo por qué había vuelto si no era por lo que él había pensado.

El viaje hasta la Estación Central duró una hora, aunque a mí me pareció que la mayor parte del tiempo la pasamos dando vueltas para evitar las zonas del Mantillo que eran temidas o impracticables. Era posible que solo hubiéramos recorrido unos tres o cuatro kilómetros desde el lugar donde me había atacado la gente de Waverly. A pesar de todo, allí no se podía ver ninguna de las marcas que había distinguido desde el apartamento de Zebra… o, si lo eran, las veía desde ángulos irreconocibles. Mi anterior sensación de haberme encontrado los pies (de haber comenzado a trazar un mapa mental de la ciudad) se evaporó como un sueño ridículo. Por supuesto, sucedería tarde o temprano si pasaba el tiempo suficiente trabajando en ello. Pero no aquel día, ni el día siguiente, ni quizá en las próximas semanas. Y no pretendía quedarme tanto tiempo.

Cuando por fin llegamos a la Estación Central, era como si hubiera pasado menos de un segundo desde que estuviera allí por última vez, desesperado por librarme de Quirrenbach. Era mucho más temprano en aquel momento (todavía no era mediodía a juzgar por el ángulo del sol sobre la Red), pero no podía saberse dentro del oscuro interior de la estación. Le di las gracias a Lorant por llevarme hasta allí y le pregunté si me permitiría invitarlo a comer además de lo que ya le había pagado, pero él rehusó, no quería bajar del asiento del conductor de su triciclo. Con las gafas, el sombrero y la ropa tapándole la cara parecía totalmente humano, pero supongo que sería más difícil mantener la ilusión bajo techo. Según parecía, los cerdos no eran amados por todos en zonas bastante grandes del Mantillo, que les estaban vetadas.

Nos dimos la mano (y la pezuña) de todos modos, y después se alejó por el Mantillo.

24

La primera escala fue en la tienda del tratante, donde vendí el arma de Zebra por un precio que seguro fue un abuso con respecto a su verdadero valor. Pero no podía quejarme; estaba menos interesado en el dinero que en perder de vista el arma antes de que pudiera llevarlos hasta mí. El tratante me preguntó si era peligrosa, pero pude leer en sus ojos que en realidad no le importaba. El rifle era demasiado voluminoso y llamativo para una operación como el trabajo de Reivich. El único lugar donde podría entrar con un trozo de metal como aquel sin que nadie levantara una ceja sería una convención de fetichistas de la artillería pesada.

Me agradó comprobar que Madame Dominika todavía tenía el negocio abierto. Aquella vez no necesité que me arrastraran dentro, sino que entré por propia voluntad mientras los bolsillos de mi abrigo se mecían por el peso de las células de energía que se me había olvidado vender.

—Ella no abierta ahora —dijo Tom, el chico que nos había acosado al principio a Quirrenbach y a mí. Saqué unos cuantos billetes y los puse sobre la mesa delante de la cara con gafas de Tom—. Ahora sí está —dijo y me empujó hacia la cámara interior de la tienda.

Estaba oscuro, pero solo tardé un par de segundos en poder enfocarlo todo, como si de repente alguien hubiera encendido una débil linterna gris. Dominika dormía en su camilla de operaciones y su generosa anatomía estaba envuelta en un traje que bien podía haber sido un paracaídas en algún momento de su vida.

—Levántate —dije, no demasiado alto—. Tienes un cliente.

Abrió los ojos lentamente, como grietas en la masa de un pastel.

—¿Qué pasa? ¿No tienes respeto? —Las palabras salieron con rapidez, pero ella parecía demasiado aletargada para demostrar verdadera inquietud—. No puedes entrar así de golpe.

—Parece que mi dinero consiguió romper el hielo con tu ayudante. —Saqué otro billete y se lo puse en la cara—. ¿Qué te parece?

—No lo sé, no puedo ver nada. ¿Qué pasa a tus ojos? ¿Por qué así?

—A mis ojos no les pasa nada —dije, aunque después me pregunté si le habría parecido convincente. Después de todo, Lorant había dicho algo parecido. Y hacía mucho tiempo que no me resultaba difícil ver en la oscuridad. Detuve aquel hilo de pensamiento (aunque era inquietante) y seguí presionando a Dominika—. Necesito que me hagas un trabajo y que respondas algunas preguntas. No es mucho pedir, ¿no?

Ella impulsó su volumen para salir de la camilla y encajó sus extremidades inferiores en el arnés a vapor que esperaba a su lado. Oí el silbido de la fuga de presión al recibir el peso de Dominika. Después, la mujer se alejó de la cama con toda la gracia de una barcaza.

—Qué tipo de trabajo, qué tipo de preguntas.

—Tengo que quitarme un implante. Después necesito hacerte algunas preguntas sobre un amigo mío.

—Quizá yo pregunte cosas sobre amigo, también. —No tenía ni idea de qué quería decir con aquello pero, antes de poder preguntar, encendió la luz de la tienda e iluminó sus instrumentos a la espera, agrupados alrededor de la camilla que noté estaba salpicada de débiles costras oxidadas de sangre seca de diferentes cosechas y matices—. Pero eso costará, también. Enseña implante. —Lo hice y, tras examinarlo durante unos momentos en los que me arañó la sien con sus dedales afilados, pareció satisfecha—. Como implante Juego, pero sigues vivo.

Estaba claro que quería decir que no podía ser un implante del Juego y, durante un instante, su lógica no tuvo ningún fallo. Después de todo, ¿cuántos de los cazados contaban con la oportunidad de regresar hasta Madame Dominika para que les quitaran el rastreador de la cabeza?

—¿Puedes quitarlo?

—Si conexiones neurales poco profundas, no hay problema —mientras lo decía, me guió hasta la camilla y se colocó un dispositivo ocular; se mordisqueó los labios y observó mi cráneo—. No. Conexiones neurales poco profundas; casi no llegan a corteza. Buenas noticias para ti. Pero parece implante de Juego. ¿Cómo llegó ahí? ¿Mendicantes? —Después sacudió la cabeza y los rollos de carne de su cuello oscilaron como contrapesos—. No, Mendicantes no, a no ser que mintieras ayer cuando dices que no tienes implantes. Y esta herida de inserción nueva. Ni siquiera de un día.

—Limítate a sacar esa puta cosa —dije—. O me iré de aquí con el dinero que ya le he dado al chico.

—Puedes hacer eso, pero no encuentras mejor que Dominika. No amenazo, prometo.

—Entonces, hazlo —le pedí.

—Primero tú preguntas —dijo ella mientras levitaba alrededor de la camilla para preparar los demás instrumentos y se cambiaba dedales con una destreza impresionante. Llevaba un bolso lleno de ellos en alguna parte de las plegadas complejidades de su cintura y encontraba los que quería con solo tocarlos, sin cortarse ni pincharse los dedos en el proceso.

—Tengo un amigo que se llama Reivich —dije—. Llegó un día o dos antes que yo y hemos perdido el contacto. Amnesia de reanimación, según dijeron los Mendicantes. Me dijeron que estaba en la Canopia, pero nada más.

—¿Y?

—Creo que es muy posible que buscara tus servicios. —
O que no pudiera evitarlos
, pensé—. Tendría implantes que necesitaría quitarse, como el señor Quirrenbach, el otro caballero con el que viajaba. —Después le describí a Reivich, intentando fingir el nivel de recuerdos vagos que implicaría una amistad en vez del perfil fisiométrico del objetivo de un asesino—. Es importante que nos pongamos en contacto y hasta ahora no lo he logrado.

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