Ciudad abismo (64 page)

Read Ciudad abismo Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
9.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y nadie más ha intentado fabricarlo?

—Sí, claro. Siempre hay alguien que intenta vender Combustible falso. Pero no es cuestión de calidad. O es Combustible o no lo es.

Asentí, pero en realidad no lo entendía.

—Está claro que es un mercado de un solo vendedor. Gideon debe ser la única persona que tiene acceso al proceso de fabricación correcto o lo que sea. Los postmortales lo necesitáis con desesperación; sin él sois historia. Eso quiere decir que Gideon puede mantener el precio lo alto que quiera, dentro de un límite. Lo que no entiendo es por qué restringiría el suministro.

—Ha subido el precio, no te preocupes.

—Lo que simplemente podría ser porque no puede vender tanto como antes, porque hay un obstáculo en la cadena de fabricación; quizá un problema para conseguir la materia prima o algo así. —Chanterelle se encogió de hombros, así que continué—. De acuerdo. Entonces, explícame lo que significa el abrigo, ¿vale?

—El hombre que te donó el abrigo era un proveedor, Tanner. Eso es lo que significan los parches del abrigo. Su propietario original debe tener alguna conexión con Gideon.

Pensé en el momento en el que Quirrenbach y yo habíamos registrado el camarote de Vadim y me recordé a mí mismo que Quirrenbach y Vadim eran cómplices secretos.

—Él tenía Combustible de Sueños —dije—. Pero estaba en el Cinturón de Óxido. No podía estar muy cerca de la fuente de suministro.

No, me dije a mí mismo, pero ¿y su amigo? Quizá Vadim y Quirrenbach trabajaran juntos de más formas: Quirrenbach era el verdadero proveedor y Vadim solo era su distribuidor en el Cinturón de Óxido.

Antes de aquello ya quería volver a hablar con Quirrenbach, pero de repente tenía más de una cosa que preguntarle.

—Quizá tu amigo no esté muy cerca de la fuente —dijo Chanterelle—. Pero, sea cual sea el caso, hay algo que tienes que entender. ¿Sabes esas historias que se cuentan sobre Gideon? ¿Las de la gente que ha desaparecido solo por hacer las preguntas equivocadas?

—¿Sí?

—Todas son ciertas.

Después, dejé que Chanterelle me llevara a las carreras de palanquines. Pensaba que habría alguna posibilidad de que Reivich se asomara por un acontecimiento como aquel pero, aunque buscamos entre la multitud de espectadores, no vi a nadie que pudiera haber sido él.

El circuito era una complicada pista cerrada que serpenteaba a través de muchos niveles y se doblaba bajo y sobre sí misma. De vez en cuando llegaba a extenderse más allá del edificio y quedaba suspendida sobre el Mantillo. Tenía chicanes, obstáculos y trampas, y las partes que se internaban en la noche no tenían barreras, de modo que no había nada que pudiera evitar que un palanquín cayera por el borde si el ocupante tomaba una curva demasiado cerrada. Había diez u once palanquines por carrera, cada caja móvil estaba cuidadosamente adornada y había reglas estrictas sobre lo que estaba permitido y lo que no. Chanterelle decía que aquellas reglas solo se tomaban medio en serio, y que no era raro que algunos equiparan sus palanquines con armas para usarlas contra los demás corredores… por ejemplo, arietes extensibles que empujaban al contrincante por el borde de una de las curvas aéreas.

Las carreras habían comenzado por una apuesta entre dos inmortales aburridos que iban en palanquín, me contó Chanterelle. Pero ya casi todos podían tomar parte. La mitad de los palanquines los conducía gente que no tenía nada que temer de la plaga. Se perdían y ganaban importantes fortunas (aunque sobre todo se perdían) en el curso de una noche de carreras.

Supongo que era mejor que cazar.

—Escucha —me dijo Chanterelle cuando dejamos las carreras—. ¿Qué sabes de los Maestros Mezcladores?

—No demasiado —respondí intentando dar a entender lo menos posible. El nombre me resultaba vagamente familiar, pero nada más—. ¿Por qué lo preguntas?

—Realmente no lo sabes, ¿verdad? Eso lo deja claro, Tanner; realmente no eres de por aquí, como si me quedara alguna duda.

Los Maestros Mezcladores eran anteriores a la Plaga de Fusión y fueron una de las relativamente escasas órdenes sociales del sistema que lograron capear el temporal más o menos intactas. Como los Mendicantes, eran un gremio autónomo y, como los Mendicantes, tenían algo que ver con Dios. Pero ahí acababan las diferencias. Los Mendicantes (al margen del resto de sus objetivos) tenían por misión servir y glorificar a su deidad. Por otro lado, los Maestros Mezcladores querían convertirse en ella.

Y, según algunas definiciones, lo habían conseguido hacía tiempo.

Cuando los amerikanos colonizaron Yellowstone, hacía casi cuatro siglos, llevaban con ellos la experiencia genética adquirida por su cultura: secuencias, enlaces y mapas de funciones genómicas de, literalmente, millones de especies terranas, incluidos todos los primates y mamíferos superiores. Conocían bien la genética. Así habían llegado a Yellowstone en un primer momento; enviaron sus óvulos fertilizados en frágiles robots mensajeros; máquinas que, al llegar, fabricaron matrices artificiales y llevaron los óvulos a buen término. Por supuesto, no duraron… pero dejaron su legado. Las secuencias de ADN permitieron a sus descendientes mezclar la sangre amerikana con la suya propia, lo que enriqueció la biodiversidad de los nuevos colonos, que llegaron en nave en vez de en robots de transporte de embriones.

Pero los amerikanos habían dejado mucho más. Dejaron enormes archivos de conocimientos que no se habían perdido, sino que solo se habían pasado un poco de fecha, de modo que las sutiles relaciones y dependencias eran difíciles de apreciar. Fueron los Maestros los que se apropiaron de aquella sabiduría. Se convirtieron en guardianes de todos los conocimientos biológicos y genéticos, y ampliaron aquella brillante esfera a través del comercio con los Ultras, que de vez en cuando ofrecían retazos de información genética extranjera, genomas alienígenas o técnicas de manipulación pioneras en otros sistemas. Pero, a pesar de todo, los Maestros Mezcladores casi nunca habían sido el centro de poder de Yellowstone. Después de todo, el sistema estaba encantado con el clan Sylveste, aquella poderosa familia de antiguo linaje que abogaba por la trascendencia a través de modos cibernéticos de expansión de la consciencia.

Los Maestros habían logrado ganarse la vida, por supuesto; no todos eran partidarios acérrimos de la doctrina de Sylveste y los tremendos fallos de los Ochenta habían agriado la idea de la transmigración para muchos. Pero su trabajo había sido discreto: corregían anomalías genéticas en los recién nacidos; suavizaban defectos heredados en líneas de clan supuestamente puras. Era un trabajo que se hacía todavía más invisible cuanto mejor se realizaba, como un asesinato sumamente eficaz en el que el crimen no parecía haber sucedido y en el que, para colmo, nadie recordaba quién era la víctima. Los Maestros Mezcladores trabajaban como restauradores de obras de arte dañadas, e intentaban que su propia visión se notara lo menos posible en el asunto. Aún así, el poder de transformación con el que contaban era abrumador. Pero se mantenía bajo control, porque la sociedad no podía tolerar a dos presiones de gran poder de transformación que operaran a la vez y, en cierto modo, los Maestros lo sabían. Si hubieran desatado su arte, la cultura de Yellowstone se habría hecho jirones.

Pero entonces llegó la plaga. De hecho, la sociedad había quedado hecha jirones pero, como un asteroide con una carga de demolición demasiado pequeña, las piezas no habían ganado la suficiente velocidad de escape como para disgregarse del todo. La sociedad de Yellowstone había revivido de golpe, fragmentada, revuelta y dispuesta a derrumbarse en cualquier momento, pero seguía siendo una sociedad. Y una sociedad en la que las ideologías de la cibernética eran, por el momento, una especie de herejía.

Los Maestros Mezcladores se habían introducido sin esfuerzo en el vacío de poder.

—Tienen salones por toda la Canopia —dijo Chanterelle—. Lugares en los que te pueden leer la herencia, comprobar las afiliaciones de tu clan, o enseñarte folletos con cambios de imagen. —Ella se señaló los ojos—. Cualquier cosa con la que no naciste o que no se suponía que heredarías. Pueden ser trasplantes, aunque son algo raros, a no ser que quieras algo estrambótico como un par de alas de Pegaso. Normalmente es genético. Los Maestros recombinan tu ADN para que los cambios ocurran de forma natural, o tan cercanos a lo natural que no haya diferencia.

—¿Cómo pueden hacerlo?

—Es simple. Cuando te cortas, ¿se cubre la herida de pelo o de escamas? Claro que no; tu ADN encierra conocimientos sobre la arquitectura de tu cuerpo. Lo único que hacen los Maestros es editar esos conocimientos de forma muy selectiva, de modo que tu cuerpo siga realizando su labor de mantenimiento frente a las heridas, el desgaste y las roturas, pero con otro contenido genético local. Te acaba creciendo algo que nunca hubiera expresado tu fenotipo. —Chanterelle hizo una pausa—. Como te dije, hay salones por toda la Canopia en los que ejercen su profesión. Si sientes curiosidad por tus ojos, quizá deberías pasarte por uno.

—¿Qué tienen mis ojos que ver con todo esto?

—¿No crees que tienen algo raro?

—No lo sé —dije intentando no parecer hosco—. Pero quizá lleves razón. Quizá los Maestros Mezcladores puedan decirme algo. ¿Mantienen la confidencialidad?

—Tanto como cualquiera por aquí.

—Genial. Eso me deja más tranquilo.

El salón más cercano era una de las casetas con señales holográficas que habíamos pasado cuando llegamos, con vistas a un estanque de aguas tranquilas lleno de carpas de boca abierta. El interior hacía que la tienda de Dominika pareciera espaciosa. El dependiente llevaba una sobria túnica gris ceniza, en la que solo resaltaba el símbolo de los Maestros Mezcladores debajo del hombro: un par de manos extendidas jugando a la cuna con una cadena de ADN. Estaba sentado detrás de una consola flotante con forma de boomerang, encima de la cual rotaban y parpadeaban varias proyecciones moleculares; sus brillantes colores primarios me recordaban a juguetes de guardería. Tenía guantes en las manos y estas bailaban sobre las moléculas para orquestar complejas cascadas de fisión y recombinación. Yo estaba seguro de que nos había visto en cuanto entramos en la caseta, pero no lo demostró y siguió con sus manipulaciones durante otro minuto más antes de dignarse a reconocer nuestra presencia.

—Supongo que puedo ayudaros en algo.

Chanterelle tomó la iniciativa.

—Mi amigo quiere que le examinen los ojos.

—¿Ah, sí? —El Maestro Mezclador dejó a un lado la consola y sacó un dispositivo ocular de la túnica. Se inclinó sobre mí y arrugó la nariz, probablemente a causa de mi olor, y con razón. Entrecerró los ojos tras el dispositivo para examinar los míos, de modo que las grandes lentes parecieron llenar media habitación—. ¿Qué pasa con sus ojos? —preguntó, aburrido.

De camino a la caseta nos habíamos inventado una historia.

—Fui un imbécil —dije—. Quería unos ojos como los de mi compañera. Pero no podía permitirme los servicios de un Maestro Mezclador. Estaba en órbita y…

—¿Qué hacías en órbita si no podías permitirte nuestros precios?

—Pues escanearme, claro. No sale barato; no si quieres un buen proveedor que te haga copias de seguridad decentes.

—Ah. —Era una forma eficaz de acabar con el interrogatorio. La ideología de los Maestros se oponía al concepto del escaneado neural, ya que decían que el alma solo podía conservarse de forma biológica y no capturándola en una máquina.

El dependiente sacudió la cabeza, como si yo hubiera roto una promesa solemne.

—Entonces, de verdad fuiste un imbécil. Pero eso ya lo sabes. ¿Qué pasó?

—Había Genetistas Negros en el carrusel; cortasangres, que ofrecían más o menos los mismos servicios que los Maestros Mezcladores pero a un precio mucho menor. Como el trabajo que quería no requería una reconstrucción anatómica a gran escala, pensé que el riesgo merecía la pena.

—Y, por supuesto, ahora vienes arrastrándote hasta nosotros.

Le ofrecí mi mejor sonrisa de disculpa y me calmé pensando en las diversas e interesantes formas en las que podría haberlo matado, en aquel mismo instante, sin ni siquiera sudar.

—Hace ya varias semanas que llegué del carrusel —dije—. Y a mis ojos no les ha pasado nada. Siguen iguales. Quiero saber si los cortasangres hicieron algo más que desplumarme.

—Te costará. Me siento tentado a cobrarte más solo porque fuiste lo bastante estúpido como para ir a los cortasangres. —Después, su tono se suavizó de forma casi imperceptible—. De todos modos, quizá ya hayas aprendido la lección. Supongo que depende de si encuentro algún cambio.

No disfruté mucho lo que vino a continuación. Tuve que tumbarme en una camilla más intrincada y aséptica que la de Dominika, después tuve que esperar a que el Maestro me inmovilizara la cabeza con una estructura acolchada. Una máquina descendió sobre mis ojos y desplegó un filamento muy delgado que temblaba ligeramente, como un bigote de gato. La sonda se paseó por mis ojos y los exploró con pulsos intermitentes de luz de láser azul. Después (muy rápido, de modo que pareció un solo pinchazo de frío), el bigote cayó sobre un ojo, extrajo tejido, se replegó, se movió hasta otro sitio y volvió a entrar quizá una docena de veces, y en cada ocasión tomaba muestras a una profundidad distinta. Pero todo ocurrió con tanta rapidez que, antes de iniciar el reflejo del parpadeo, la máquina ya había terminado su trabajo y se dirigía al otro ojo.

—Con esto bastará —dijo el Maestro Mezclador—. Debería poder decirte lo que te hicieron los cortasangres, si es que hicieron algo, y por qué no funciona. Me has dicho que fue hace unas semanas, ¿no? —asentí—. Quizá sea demasiado pronto para considerarlo un fracaso. —Me pareció que hablaba más consigo mismo que con nosotros—. Algunas de sus terapias son bastante sofisticadas, pero solo las que nos han robado a nosotros en su totalidad. Claro que se ahorran todos los márgenes de seguridad y usan secuencias anticuadas.

Se volvió a inclinar sobre el asiento y dobló la consola, que inmediatamente mostró una pantalla demasiado críptica para que yo pudiera entenderla: llena de cambiantes histogramas y cajas complejas llenas de caracteres alfanuméricos que se sucedían con rapidez. Apareció un enorme globo ocular de medio metro de diámetro dividido en cortes, como trozos de tarta, que mostraban estratos más profundos.

Other books

Banging Rebecca by Alison Tyler
The Sound of Seas by Gillian Anderson, Jeff Rovin
Last Gasp by Robert F Barker
Michel/Striker by Alexandra Ivy, Laura Wright
Knight's Blood by Julianne Lee
The Italian Girl by Iris Murdoch
A Stone's Throw by Fiona Shaw