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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (60 page)

BOOK: Ciudad abismo
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Pero no estaba siendo así.

Los sueños (episodios ya, puesto que habían comenzado a invadir mi día) me estaban revelando una historia más profunda: crímenes adicionales cometidos por Sky que nadie ni siquiera sospechaba. Estaba el asunto de la existencia del infiltrado, de la sexta nave (el
Caleuche
de la fábula) y de que Titus Haussmann creyera que Sky era uno de los inmortales. Pero Sky Haussmann estaba muerto, ¿no? ¿Acaso no había visto su cuerpo crucificado en Nueva Valparaíso? Aunque el cadáver fuera una farsa, era de dominio público que, en los oscuros días tras el aterrizaje, lo habían capturado, encarcelado, juzgado, sentenciado y ejecutado, todo a la vista de la gente.

Así que, ¿por qué dudaba de que estuviera realmente muerto?

Es solo el virus adoctrinador que me jode la cabeza
, me dije a mí mismo.

Pero Sky no era lo único que me preocupaba al dormirme.

Miraba desde arriba una habitación rectangular, como si la cámara fuera una mazmorra o un pozo de tormento y yo estuviera en una especie de galería de observación sobre ella. La habitación era de un blanco cegador, con paredes y suelo de relucientes azulejos de cerámica, pero salpicados de enormes helechos de un verde brillante y de ramas de árbol colocadas de forma artística para crear un escenario de vegetación de la jungla. Y había un hombre en el suelo.

Me pareció reconocer la cámara.

El hombre estaba acurrucado en posición fetal, desnudo, como si acabaran de colocarlo allí y de permitirle despertarse. Tenía la piel pálida y estaba cubierto de una capa de sudor, como azúcar glaseado. Poco a poco levantó la cabeza y abrió los ojos, miró a su alrededor e intentó ponerse en pie… lo intentó y después volvió a derrumbarse en una nueva permutación de la postura anterior. No podía permanecer en pie porque una de sus piernas acababa en un limpio muñón sin sangre, justo debajo del tobillo, como el extremo cosido de una salchicha. Lo volvió a intentar y aquella vez consiguió llegar a saltos hasta una pared, antes de que el equilibrio lo abandonara. Tenía una expresión de terror indescriptible. El hombre comenzó a gritar y después los gritos se hicieron más desesperados.

Lo observé temblar. Y entonces algo se movió al otro lado de la sala, en un hueco oscuro situado en una de las paredes blancas. Sea lo que fuera, se movía despacio y en silencio, pero el hombre era consciente de su presencia y sus gritos se convirtieron en chillidos, como los de un cerdo en la matanza. La cosa salió del hueco al otro lado de la habitación y cayó al suelo convertida en un montón de espirales oscuras, gruesas como un muslo humano. Seguía moviéndose con languidez, con la cabeza encapuchada alzada para oler el aire, y parte de ella seguía saliendo del hueco. Los chillidos del hombre se empezaron a intercalar con silencios cortantes para respirar, un contraste que solo servía para aumentar el terror que demostraban aquellos sonidos. Y yo no sentía nada, salvo una especie de expectación; el corazón me latía en el pecho mientras la cobra real se movía hacia el hombre, que no tenía adónde huir.

Me desperté, sudoroso.

Poco después salí a la calle. Había dormido durante la mayor parte de la tarde y, aunque no me sentía del todo fresco (tenía la cabeza en un estado de confusión todavía peor que antes), al menos no estaba tan paralizado por el cansancio. Avancé por el perezoso tráfico del Mantillo: peatones, rickshaws y artilugios a vapor y a metano; algún que otro palanquín, volantor o teleférico pasaba por allí, aunque nunca se quedaba mucho. Me di cuenta de que llamaba menos la atención que la primera vez que había entrado en la ciudad. Sin afeitar, con los ojos hundidos en las órbitas, daba la impresión de que pertenecía al Mantillo.

Los vendedores de última hora de la tarde montaban sus puestos, algunos ya habían colgado faroles en previsión del anochecer. Un dirigible deforme, con forma de gusano y lleno de metano, navegaba con pesadez sobre nosotros, mientras alguien atado a la barquilla bajo él gritaba lemas por un megáfono. Imágenes de neón roto parpadeaban en una pantalla de protección colgada de la barquilla. Oí algo que parecía la llamada de un muecín por el Mantillo y que instaba a los fieles a orar, o a lo que fuera que practicaran allí. Y entonces vi a un hombre con un péndulo y pequeños pendientes en las orejas cuyo puesto móvil estaba lleno de pequeñas cestas de mimbre que contenían serpientes de todos los tamaños y colores imaginables. Cuando lo miré abrir una de las jaulas y empujar con un palo a una de las serpientes más oscuras, con el cuerpo moviéndose inquieto, pensé en la habitación de cerámica blanca que en aquel instante reconocí como el pozo en el que Cahuella guardaba a la cría, me estremecí y me pregunté qué quería decir todo aquello.

Más tarde, me compré una pistola.

Al contrario que el arma que le había robado a Zebra y después empeñado, no era ni voluminosa ni llamativa. Era una pequeña pistola que podía deslizar cómodamente en uno de los bolsillos del gabán. Estaba fabricada en otro planeta. La pistola disparaba balas de hielo, hechas de pura agua-hielo, aceleradas a velocidad supersónica mediante una funda fija introducida en el cargador a través de la ondulación secuencial de campos magnéticos. Las balas de hielo causaban tanto daño como las de metal o cerámica, pero cuando se rompían dentro del cuerpo sus fragmentos se derretían, invisibles. La principal ventaja de aquella arma era que podría cargarse con cualquier suministro de agua razonablemente pura, aunque funcionaba mejor con el arsenal de balas cuidadosamente precongeladas del criocargador suministrado por el fabricante de la pistola. También era casi imposible rastrear a su propietario si se cometía un crimen, lo que la convertía en el arma ideal para el asesinato. No importaba que las balas no tuvieran capacidad autónoma de seguimiento del blanco, ni que no penetraran en ciertos tipos de blindaje. Algo de una potencia tan absurda como el rifle de Zebra solo tendría sentido como instrumento de asesinato si tenía la oportunidad de matar a Reivich desde el otro extremo de la ciudad, lo que era poco probable. No iba a ser el tipo de asesinato que puede cometerse sentado en una ventana y apuntando por la mirilla telescópica de un rifle de alta potencia, mientras se espera a que el blanco se introduzca en uno de los cuadrantes para observar su imagen vacilante a través de kilómetros de calima. Iba a ser del tipo en el que se entraba en la misma habitación y se hacía con una sola bala a corta distancia, lo bastante cerca como para verle el blanco de los ojos, dilatados por el miedo.

La noche cayó sobre el Mantillo. Aparte de las calles del área que rodeaba los bazares, el tráfico de peatones se redujo y las sombras proyectadas por las altas raíces de la Canopia comenzaron a asumir un aire de huraña amenaza.

Me dispuse a trabajar.

Puede que el chico que conducía el rickshaw fuera el mismo que me había llevado en un primer momento al Mantillo, o puede que fuera su hermano prácticamente intercambiable. Tenía la misma aversión al destino que le indiqué, y no quiso llevarme donde quería ir hasta que endulcé mi propuesta con la promesa de una generosa propina. Incluso entonces se mostró reacio, pero salimos de todos modos y navegamos a través del espacio cada vez más oscuro de la ciudad a un ritmo que parecía decir que estaba más que deseoso de terminar el viaje y volver a casa. Parte de su nerviosismo se me pegó, ya que descubrí que mi mano se había deslizado dentro del bolsillo de mi abrigo para sentir el consolador frío de la pistola, tan reconfortante como cualquier talismán.

—¿Qué quieres, señor? Todos saben que no es parte buena del Mantillo, mejor quedarse fuera, si listo.

—Es lo que la gente no para de decirme —dije—. Así que supongo que será mejor que asumas que no soy tan inteligente como parece.

—Eso no digo, señor. Pagas mucho bien; eres tipo mucho listo. Solo doy buen consejo, es todo.

—Gracias, pero mi consejo para ti es que conduzcas y mantengas la vista en la carretera. Deja que yo me preocupe de lo demás.

Era una forma de cortar la conversación, pero no estaba de humor para bromas vanas. En vez de eso, observé cómo se oscurecían los troncos de los edificios al pasar junto a nosotros, mientras sus deformidades comenzaban a asumir una extraña normalidad, un extraño sentido de que, en el fondo, así era como debían ser todas las ciudades.

Había partes del Mantillo que estaban relativamente libres de la Canopia y partes en que la densidad de las estructuras superiores no podía ser más alta, de modo que la Red Mosquito en sí quedaba completamente bloqueada y, cuando el sol estaba en su cénit, su luz no podía penetrar hasta el suelo. Se suponía que eran las peores áreas del Mantillo, áreas de noche permanente en las que el crimen era la única ley imperante y donde sus habitantes practicaban juegos no menos sangrientos y crueles que los preferidos por la gente que vivía por encima. No pude persuadir al chico del rickshaw para que me llevara hasta el corazón de los barrios bajos, así que acepté que me dejara en el perímetro, con la mano dentro del bolsillo y agarrada a la pistola de balas de hielo.

Caminé con dificultad durante varios minutos por el agua de lluvia, que me llegaba a los tobillos, hasta que alcancé el lateral de un edificio que reconocí por la descripción de Zebra; me agaché en un hueco que ofrecía cierta protección frente a la lluvia. Después, esperé y esperé hasta que los últimos y exiguos restos de la luz del día se desvanecieron de la escena y todas las sombras se fundieron como conspiradores en un enorme paño mortuorio gris lúgubre que cubrió la ciudad.

Y después, esperé y esperé.

La noche cayó sobre Ciudad Abismo, la Canopia se encendió encima de mí, los brazos de las estructuras enlazadas se llenaron de puntos de luz, como los brillantes tentáculos de criaturas marinas fosforescentes. Observé el movimiento de los teleféricos a través del enredo; circulaban como guijarros saltando olas para pasar de cable en cable. Pasó una hora y cambié de postura docenas de veces sin llegar a encontrar ninguna que resultara cómoda durante más de unos minutos sin que me dieran calambres. Saqué la pistola y apunté con ella, y me permití el lujo de gastar una bala contra el lateral del edificio frente al mío, para prepararme para el retroceso y comprobar la precisión del arma o su falta de ella. Nadie me molestó, y dudo que hubiera nadie lo bastante cerca para oír los agudos disparos de la pistola.

Sin embargo, finalmente, llegaron.

26

Observé la bajada del teleférico a dos o tres manzanas de distancia: lustroso y negro como carbón pulido, con cinco brazos telescópicos plegados en el techo. La puerta lateral se abrió de golpe y salieron cuatro personas con armas que hacían que mi pistolita pareciera un mal chiste. Zebra me había dicho que había una caza aquella noche, aunque no era nada fuera de lo normal; las cazas eran la norma, más que la excepción. Pero también me había revelado (tras una considerable persuasión) el sitio más probable para la fiesta sangrienta. Había mucho en juego, el fracaso de mi caza había arruinado una perfecta noche de entretenimiento para los voyeurs que pagaban por seguir cada persecución.

—Te diré dónde está —me había dicho ella—. Solo si me prometes que usarás la información para mantenerte alejado. ¿Me entiendes? Te salvé una vez, Tanner Mirabel, pero después traicionaste mi confianza. Eso duele. No me predispone mucho a ayudarte una segunda vez.

—Sabes lo que haré con esa información, Zebra.

—Sí, supongo que sí. Al menos no me has mentido, eso te lo concedo. Realmente eres un hombre de palabra, ¿no?

—No soy todo lo que crees que soy, Zebra. —Sentía que, al menos, le debía eso, si es que no lo había adivinado ya ella sola.

Me había dicho el sector que habían preparado para la caza. El sujeto, según me dijo, ya había sido adquirido y equipado con un implante… a veces hacían varias incursiones en una misma noche y mantenían a las víctimas dormidas hasta que llegaba su turno.

—¿Escapa alguien alguna vez, Zebra?

—Tú lo hiciste, Tanner.

—No, quiero decir escapar de verdad, sin la ayuda de los saboteadores. ¿Pasa alguna vez?

—A veces —dijo ella—. A veces, quizá más de lo que te imaginas. No porque el cazado consiga ser más listo que los cazadores, sino porque a veces los organizadores lo permiten. De otro modo, sería aburrido, ¿no?

—¿Aburrido?

—No quedaría sitio para el azar. La Canopia siempre ganaría.

—Eso no les serviría —dije.

Los observé arrastrarse bajo la lluvia, con las armas barriendo el terreno y los rostros enmascarados mirando de un lado a otro para examinar hasta el último rincón. El objetivo debía haber caído en aquella zona unos minutos antes, en silencio, quizá ni siquiera despierto del todo, como el hombre desnudo de la habitación de paredes blancas, que fue recuperando sus sentidos lentamente hasta darse cuenta de que compartía su encierro con algo indescriptible.

Había dos mujeres y dos hombres y, al acercarse, vi que las máscaras eran una combinación de decoración teatral y sentido práctico. Las dos mujeres llevaban máscaras de gato: rendijas largas y terminadas en punta como ojos felinos, llenas de lentes especializadas. Los guantes tenían garras y, cuando se les abrieron los abrigos negros y de espalda alta, pude ver que la ropa estaba decorada con rayas de tigre y lunares de leopardo. Después me di cuenta de que no eran trajes, sino piel sintética con pelo, y que aquellos guantes con garras no eran guantes sino manos desnudas. Una de las mujeres sonrió y dejó al descubierto unos colmillos enjoyados para compartir una broma cruel con sus amigos. Los hombres no habían sufrido una transformación tan ostentosa, ya que sus personajes animales solo derivaban de sus disfraces. El más cercano tenía cabeza de oso, y la suya asomaba bajo la mandíbula superior del animal. La cara de su compañero mostraba dos feos ojos de insecto que atrapaban y reflejaban constantemente la luz de la Canopia colgante.

Esperé hasta que estuvieron a unos veinte metros de mi escondite, después me moví y corrí cruzando por delante de ellos agachado como un cangrejo, convencido de que ninguno me dispararía. Llevaba razón, aunque eran mejores de lo que yo pensaba, cortaron el agua detrás de mis talones, pero no llegaron a alcanzarme y conseguí refugiarme en el otro lado de la calle.

—No es él —le oí decir a uno, probablemente a una de las mujeres—. ¡No debería estar aquí!

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