Read Ciudad de Dios Online

Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (29 page)

BOOK: Ciudad de Dios
9.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un viernes por la mañana, Miúdo y sus compañeros recorrieron en bicicleta la barriada en busca de Cenourinha. Después de husmear por la
quadra
Trece, fueron a Allá Arriba. Miúdo quería encontrar al amigo que se había apartado de él desde que había comenzado con su manía de dar órdenes y mamporros a todo el mundo. No sabía cuál era el verdadero motivo del alejamiento; imaginaba que era la envidia, porque a él siempre se le habían dado mejor los atracos y los robos. A decir verdad, Miúdo siempre consideró a Cenourinha un poco raro y huraño. Cuando estaba con los amigos, Miúdo lo veía hablar animadamente, pero en cuanto percibía su presencia, enmudecía.

Cenourinha, mucho antes de que Miúdo se convirtiese en el dueño de los puestos de venta de droga de Los Apês, montó uno en la
quadra
Trece con Ferroada y, desde que encarcelaron a su socio, se quedó solo al frente del curro. Precisamente en la Trece había un grupo de muchachos que cometían toda clase de delitos tanto dentro como fuera de Ciudad de Dios. Algunos de esos muchachos trabajaban como camellos para Cenourinha, cuyo puesto no vendía mucho, porque a los clientes de fuera les daba miedo andar por la barriada.

—¿Has visto a Cenourinha por ahí? —gritaba por los callejones de Allá Arriba, y en voz tal alta que parecía dirigirse a todos los que se hallaban en las tabernas, en las esquinas y en los portones de las casas.

—Está sobando en la casa de Isquindim —le respondió un adolescente.

—Ve a despertarlo, rapidito.

—No puedo, tengo que quedarme aquí…

—¡Y una mierda no puedes, chaval! —gritó Miúdo, y se acercó al chico, dispuesto a darle un bofetón—. ¿Vas o no vas? —le preguntó.

—¡Ya voy, ya voy, ya voy!

El chico salió a todo correr por los callejones mientras Miúdo bebía cerveza con su cuadrilla en la taberna de Noé, empuñando el arma y con la mirada atenta a cuanto le rodeaba. Sandro apareció en la esquina caminando tranquilamente, con el torso al aire y unas bermudas. Miúdo le hizo un gesto cordial sin dejar de beberse la cerveza a sorbos pausados. Pardalzinho comentó que Cenourinha estaba cada día más gordo. Cenourinha estrechó la mano de cada uno de los del grupo y no dudó en abrazar a Pardalzinho.

—¿Sabes que estamos enfrente, en Los Apês?

Sandro sacudió la cabeza, asintiendo.

—Entonces no dejes que los pendejos esos de la Trece se metan allí, ¿vale? Ordénales que se vayan a otro lugar, ¿entendido? Si siguen metiéndose en la zona, alertarán a la pasma y perjudicarán tu puesto y el mío, ¿está claro? Yo creo que…

—Hermano, yo me ocupo de mis asuntos y no quiero saber nada de los asuntos de los demás. No me gusta andar dando órdenes ni tampoco alertar a la policía, ¿te enteras? Ve tú mismo a hablar con ellos, ¿vale?

—He venido a hablar contigo porque sé que esos tíos son tus compinches en el puesto —le soltó Miúdo con aspereza—. Cuando aparecen en grupo por allí, nadie viene a hacer pedidos.

Antes de que Cenourinha replicase, intervino Pardalzinho:

—Sí, ya sabía yo que tú no ibas a querer meterte. Siempre has ido a tu bola, pero escucha: explícales a esos pendejos que te gustan Los Apês, así les das un poco de tiempo y les evitarás un conflicto con nosotros, ¿vale? Hemos venido en plan pacífico, ¿me entiendes? Para llegar a un acuerdo por las buenas, sin jaleo, sin que haga falta matar a nadie. Habla con los chavales, ¿vale, amigo? —Segundos después, Pardalzinho montó en la bicicleta con gran agilidad y dijo a sus compañeros—: Nos vamos, venga, nos vamos, nos vamos.

Por el camino, Miúdo sopesaba la posibilidad de dar pasaporte a Cenourinha. Además, opinaba que había sido muy grosero con ellos, cuando lo único que pretendían era mantener una charla tranqui para evitar un conflicto con él por ser un viejo amigo.

—¡El tío no se ha andado con tapujos, chaval! A él no le interesa meterse en líos y punto. Ya le has advertido, ¿no? ¡Pues venga ya! Deja que yo me ocupe de los pendejos de la Trece, que a mí me escucharán —le tranquilizó Pardalzinho, y más adelante, cuando pasaban por delante del
Batman
, comentó—: Me voy a dar una vuelta por casa, ¿vale? Pillo algo de ropa y dentro de un rato aparezco por Los Apês. ¡Toma, guárdame el revólver!

Regresó por el mismo camino por el que había venido y se metió en la calle del brazo derecho del río; acto seguido cruzó por una callejuela y dobló a la izquierda para salir en la Edgar Werneck, donde vivía; sin embargo, frenó la bicicleta cuando pasó frente a un pequeño local donde algunas personas hacían batucada.

Pidió una cerveza, se sentó cerca del hombre que tocaba el machete y se acomodó lo mejor que pudo para observar la forma en que el hombre doblaba los dedos al rasgar el instrumento. Se sentía a gusto. Al cabo de un rato, él mismo arrancaba con las sambas, cantaba en voz alta, bebía cerveza compulsivamente e insistía en pagar las bebidas que pedían los muchachos del batuque. Su expresión de alegría por estar en aquel ambiente se multiplicaba a cada instante. Todo iba bien hasta que llegaron dos tipejos que sabían que Pardalzinho se encontraba en el local y le hicieron una seña para que se acercara. Estuvieron conversando airadamente durante poco más de diez minutos, hasta que uno de ellos le dio un empujón. Pardalzinho se tambaleó, pero pronto recuperó el equilibrio y se abalanzó con violencia sobre su agresor. La batucada se detuvo cuando comenzó la pelea. Pardalzinho, aunque levemente embriagado, no había perdido reflejos y esquivaba los golpes y puntapiés que los tipejos le daban. Pese a ser bajito y re choncho, no tenía miedo a enfrentarse con un hombre más corpulento que él. Podía correr hasta su casa y llamar a uno de sus diez hermanos para que lo ayudasen, pero optó por apañárselas solito.

—¡Dos contra uno es de cobardes! —se oyó entre el gentío.

La gente comenzó a arremolinarse; querían ver cómo Pardalzinho tumbaba a dos hombres más corpulentos que él. La pelea ya había ter minado cuando uno de ellos saltó la barra, cogió un cuchillo de matar cerdos y se precipitó sobre Pardalzinho para asestarle dos cuchilla das en el abdomen.

Pardalzinho intentó correr hacia su casa, mientras los enemigos se alejaban entre silbidos e insultos, pero apenas pudo desplazarse cien metros antes de caer al suelo. Con cierta dificultad pidió que alguien llamase a un taxi. Acerola y Laranjinha pararon un coche en la Edgar Werneck y obligaron al conductor a llevarlo al hospital.

En Los Apês, hubo gran agitación cuando se enteraron de lo ocurrido por el propio hermano de Pardalzinho. Tras darles la noticia, pidió a Miúdo que le diera un revólver.

—Tú no necesitas revólver, que no eres del gremio. Lo que necesitas es dinero. —Luego se volvió y gritó—: ¡Camundongo Russo, pídele dinero a Carlos Roberto para pagar la clínica y las medicinas de Pardalzinho!

En cuanto el hermano de Pardalzinho se marchó, Miúdo, un poco desconcertado, se puso a hablar de otros asuntos; se embarullaba, saltaba de un tema a otro, no dejaba hablar a los demás ni mencionaba el nombre de Pardalzinho en su monólogo nervioso. A veces se quedaba un buen rato con la mirada perdida en un punto cualquiera y volvía expresando su sentimiento truncado por los hechos acaecidos. Disparó hacia arriba mordiéndose los labios, amartilló la pistola, se rió con su risa astuta, estridente y entrecortada sin el menor motivo, recorrió de cabo a rabo todos los bloques de pisos, ordenó a un tipo cualquiera que liara un porro, propinó sopapos a los que consideraba que tenían cara de imbéciles y recitó varias veces una oración de la que nadie entendió una palabra. Al atardecer, ordenó a Biscoitinho que comprase diez kilos de carne de primera y preparó un asado en las inmediaciones del Bloque Siete. Nadie se atrevía a preguntarle nada, él era el único que abría la boca en medio de aquel clima tenso; muchas veces hablaba solo y se reía después de un silencio prolongado. Ordenó a los maleantes que comiesen, afirmando que sólo los de su calaña podían apreciar el gusto de esa carne casi cruda, cuya sangre se escurría por las comisuras de los labios. La gente de la barriada quedó excluida de aquel asado que se prolongó hasta la noche.

A las doce en punto, sin dar explicaciones, Miúdo montó en la bicicleta y pedaleó velozmente hacia Allá Arriba. Iba al azar en medio de la oscuridad de aquella noche sin luna y se informó, en fuente segura, de todo lo ocurrido. Fue a casa de Tê y, sin explicar los motivos, le ordenó que dejara de vender droga; pasó por la Trece, donde groseramente y con el arma amartillada dio la misma orden a Sandro Cenourinha, y volvió a Los Apês con la misma prisa con la que se había marchado.

—¡Vamos a esnifar coca, vamos a esnifar coca!… Un bandido tiene que esnifar coca para ligar bien las ideas… ¡Para no hacer el tonto en su trabajo! Un bandido tiene que esnifar, un bandido tiene que esnifar… —decía y soltaba su risa astuta, estridente y entrecortada.

La mañana siguiente amaneció gris; todo parecía abotargado bajo el aire sombrío que envolvía a la gente que caminaba seria en medio de la inercia de los callejones y las callejuelas que, desiertas, acentuaban la tristeza del día.

En Los Apês, Zé Miúdo aún esnifaba cocaína con sus compañeros, más agitado que cuando supo lo del incidente con Pardalzinho.

A las doce en punto, ordenó que todos lo siguiesen. Unos iban en bicicleta, otros a pie, y todos avanzaban con los ojos desorbitados, los dientes cariados, mirando los lugares imaginados y posibles, dejando aterrada la mirada de quien Miúdo quisiese. Pues era él quien mandaba, era él quien iba al frente, armado con tres pistolas, y señalaba el camino. Iba a mostrar a sus enemigos los cuatro ángulos de la muerte.

Entraron en el callejón donde César Veneno tenía un puesto de venta de droga. Miúdo preguntó por su paradero a un grupillo que se hallaba apostado en la esquina. Una mujer señaló la taberna. Miúdo siguió la dirección de su dedo con la mirada y vio a Veneno comiendo chorizo frito, bebiendo cerveza y contando chistes.

—¿Qué hay, César Veneno? ¡Ven aquí, que tenemos que hablar!

César, cuando vio quince hombres armados, trató de escabullirse, pero un tiro de Miúdo lo alcanzó desde lejos. Aun baleado, Veneno desapareció por una callejuela, saltó dos muros y se ocultó debajo de un coche. La cuadrilla de Miúdo registró las inmediaciones sin ningún resultado. Cuando ya se iban, pasaron cerca del coche donde Veneno se escondía. El traficante, pensando que había sido descubierto, pidió a gritos que no lo matasen y entregó enseguida su revólver a uno de los malhechores. Miúdo se rió con su risa astuta, estridente y entrecortada y descerrajó tres tiros en la cabeza del infeliz.

La familia de Valtinho, asaltante de Allá Arriba, celebró la muerte de Veneno, pues éste, dos días atrás, había asesinado a Valtinho y después, en un acto de absoluta maldad, había encendido velas alrededor del cuerpo.

Salieron de aquel lugar, nuevamente a la carrera, hacia las Últimas Triagens y, una vez allí, se dedicaron a descerrajar a tiros las cerraduras y a registrar todas las viviendas. En su razia, detuvieron a dos traficantes al más puro estilo policial y los obligaron a ir hasta la
quadra
Quince a punta de revólver. Miúdo, acompañado de Biscoitinho, irrumpió en la casa del hombre que había acuchillado a Pardalzinho. Lo sacaron de la cama a culatazos y lo llevaron con los otros dos hacia la orilla del río.

—Túmbate ahí, túmbate ahí…

—¿Qué pasa, Miúdo?… No lo hagas… ¿Qué hemos hecho? ¡Por el amor de Dios! —dijo uno de los traficantes cagándose encima, sintiendo que todo el cuerpo se retorcía con la desesperación de quien camina hacia la muerte.

Los otros dos, que caminaban rodeados por los integrantes de la cuadrilla, se deshacían en sofocados sollozos y tampoco entendían bien la situación. Sabían que alguien había acuchillado a Pardalzinho, pero pensaron que sólo se vengarían en el autor de las cuchilladas. Algunos querían irse de allí, pero ninguno tenía valor para hacer algo que no le gustara a Miúdo. Biscoitinho y Camundongo Russo, la mar de felices, daban culatazos a los prisioneros cuando alguno alzaba la voz pidiendo clemencia. Lloviznaba, el río corría un poco más veloz. Miúdo se reía con una risa aún más taimada, más estridente y más entrecortada; sin pestañear, sus ojos barrían hasta el menor rincón de la zona.

El primero de los tres murió a golpes y lo remataron con varios tiros que le reventaron la cabeza. Miúdo empujó con los pies el cuerpo, que aún se sacudió cuando cayó en el río. El primer asesinato dejó mudos a los otros dos prisioneros de la cuadrilla de Miúdo. El hombre que acuchilló a Pardalzinho se desvaneció antes de ser acribillado. Lo arrojaron al río también entre convulsiones. De repente, el último se lanzó al río y permaneció bajo el agua intentando agarrarse a alguna cosa. Cuando emergió en busca de aire, Miúdo le metió un balazo en la parte izquierda del cráneo. Aún no había guardado el arma cuando aparecieron por un callejón dos amigos de los traficantes ejecutados, que venían a pedir clemencia para los prisioneros. Al ver los cuerpos flotando, preguntaron a Miúdo qué estaba ocurriendo.

—¿Habéis venido a pedir? ¿Habéis venido a pedir? ¡Y una mierda! Y una mierda, ¿vale? ¿Tenéis armas ahí? ¿Tenéis armas? —preguntó Miúdo.

—Sí, pero hemos venido en son de paz.

—¡De paz, nada, chaval! ¡Dame las armas! ¡Dame las armas!

Ambos se miraron y se llevaron la mano derecha a la parte de atrás de la cintura con la mirada clavada en los ojos de Miúdo. Este, de pronto, al oír que manipulaban el martillo de una de sus armas, les disparó y gritó a Camundongo Russo:

—¡Tíralos al río! ¡Tíralos al río!

Recorrieron Allá Arriba de cabo a rabo lanzando tiros al aire, lo que obligó a los taberneros a cerrar sus locales. Miúdo, como siempre, iba repartiendo sopapos en la cara de quien no le caía bien, al tiempo que advertía que él era el dueño de la zona y que reventaría a cualquiera que montase un puesto de droga allí. Fue a hablar con Tê para aclararle que podía vender toda la marihuana y la farlopa que tuviese, pero que después sólo se la vendería a él. Merodeó un rato más por la zona y finalmente se dirigió hacia la Trece en busca de Sandro Cenourinha.

—Ven aquí, Sandro, ven aquí… Para que te enteres, he matado a todos los de Allá Arriba, ¿vale? Y otra cosa: tú te vas a quedar ahí al frente, ¿de acuerdo?, pero sólo si mandas un dinero a la cárcel, ¿entendido? Tienes que enviar dinero para Cabelinho y Ferroada, ¿está claro? ¡Si no, vas a caer! ¡Vas a caer! ¡Vas a caer!

BOOK: Ciudad de Dios
9.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Gunsmith 387 by J. R. Roberts
Totaled by Stacey Grice
The Hollow Kingdom by Dunkle, Clare B.
Sincerely, Carter by Whitney G.
Death Sung Softly by David Archer
Baby Love by Joyce Maynard
Absorbed by Crowe, Penelope
Torture (Siren Book 2) by Katie de Long