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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (25 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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El día del atraco al motel, Inho corrió hacia Tacuara, apuntó con el revólver a la cara de un taxista y lo obligó a llevarlo hasta el morro de São Carlos, donde intentó establecerse de manera definitiva.

Después de que la silla de limpiabotas sirviera durante dos meses como cebo para atracar, la policía se enteró de esa historia. Entonces comenzaron a desvalijar a los peatones. Desde Estácio les resultaba fácil trasladarse al centro, a Tijuca, a Lapa, a Flamengo y a Botafogo para dar los golpes. Inho salía todos los días a ganarse la vida porque no le gustaba estar sin blanca: quien anda pelado es un pringado, un currante, un limpiabotas. Derrochaba el dinero entre los amigos que había hecho en São Carlos y casi todos los días compraba varias papelinas de coca, invitaba a cerveza a las prostitutas y comía en los restaurantes que consideraba más caros.

Pardalzinho, Cabelinho Calmo y Madrugadão (quien se había unido al trío) llevaban la misma vida. Ari del Rafa, traficante del morro y bastante envidioso, comenzó a incordiar a los nuevos rufianes. Siempre que uno de los chicos iba a por droga, el traficante le quitaba algo o le pedía dinero y nunca se lo devolvía. También comenzó a sacudirles sin motivo alguno y les impuso un peaje para subir al morro. Pero un día Inho se negó a vender una cadena de oro por el precio irrisorio que le ofrecía Ari del Rafa y, por ello, recibió una paliza y se incautaron de todo lo que poseía, antes de ser expulsado del morro junto con Cabelinho, Pardalzinho y Madrugadão. El cuarteto regresó a Ciudad de Dios sin dinero y sin armas. Entonces pensaron asaltar durante el trayecto el autobús que los llevaba de vuelta, pero Inho, deprimido, consideró que era mejor no arriesgarse, el día estaba gafado.

—¿Estás sin blanca? ¿Por qué no lo dijiste antes, hermano? Hace mucho tiempo que guardo un dinero para ti, pero tú aparecías por aquí muy de tanto en tanto y ni siquiera te parabas a charlar un rato. Sólo querías saber de São Carlos, São Carlos… ¿Te acuerdas del chivatazo que nos diste del motel? —dijo Inferninho después de escuchar a Inho.

—Sí.

—Pues reservé una pequeña cantidad para ti, aunque ahora no lo tengo todo.

—Ya te habías olvidado de eso, ¿no?

—No pongas esa cara, chaval, cualquier día de éstos podrás cargarte al tal Ari del Rafa. ¿Conoces a Ferroada? Es un tipo estupendo, ¿sabes? Sólo se mete en asuntos que valgan la pena y siempre está dispuesto a salir a dar el palo. Si estuviera aquí ahora y le propusieras dar un buen golpe, te quedarías con él enseguida.

Inho contempló con seriedad a Inferninho, dio una vuelta por aquel pequeño callejón de la
quadra
Trece, miró hacia todos lados para comprobar que no venía nadie, fue hasta la pared, se abrió la bragueta y se puso a mear. Inferninho lo imitó.

—¡Cuando un brasileño mea, todos mean! —le explicó Inferninho con una sonrisa.

Inho, haciendo caso omiso de la broma de su amigo, le dijo:

—Olvídate de ese dinero que me debes y dame un arma, una pistola de cañón largo, y llévame a ver a ese tal Ferroada. Quiero tener una charla con él ahora.

Caminaron por la Rua do Meio a toda prisa, pues Inho andaba, comía, hablaba, robaba y mataba a toda prisa. Únicamente reducía el ritmo de todo lo que hacía cuando andaba con dinero. El silencio de aquella caminata que los llevó hasta Allá Arriba se interrumpió de repente. Inferninho, que había encontrado a Inho más fuerte, más serio y más áspero en el trato, soltó un silbido al llegar frente a la casa del compañero. Eran las doce en punto de un miércoles soleado. Ferroada no tardó en abrirles la puerta. Antes incluso de que tuvieran tiempo de pronunciar palabra alguna, Ferroada les comunicó que iba a dar un golpe.

—¿Pueden ir dos?

—Sí, pero con una condición: si la cosa se pone fea, hay que disparar. ¡Antes matar que caer preso! El sitio tiene vigilancia, ¿sabéis? No me vendría mal un poco de ayuda… ¿Tú de dónde eres?

—Éste es el famoso Inho del que tanto te he hablado, un tío de puta madre que se las había pirado de aquí, pero los tipos de São Carlos le hicieron una trastada. Ahora está dispuesto a trabajar con nosotros de nuevo.

—¿Tú eres Inho? Todo el mundo habla de ti. Me alegro de conocerte. Voy un segundo a cambiar el agua a las aceitunas y luego hacemos planes.

El semblante deprimido de Inho mejoró considerablemente.

—El sitio está en la Barra —seguía Ferroada desde el interior del cuarto de baño—, es una gasolinera a la que van muchos coches a llenar el depósito, ¿sabéis? Ya he tanteado el terreno: tienen una caja donde los currantes meten a cada rato el dinero. A eso de las seis, llegan dos coches, uno con dos ocupantes y el otro con cuatro. Los dos primeros van sin armas, pero los cuatro restantes llevan pistola. Entonces cogen el dinero y lo sacan de la caja. En ese momento hay que reducir a los cuatro que van armados, quitarles las pistolas, coger el dinero, subir al coche y salir pitando.

—¿Y pensabas ir solo? —preguntó Inferninho.

—¡Si no hubiera encontrado un socio, no lo hubiese dudado un segundo! No me gusta estar pelado.

—¡Tú estás loco! ¡Arriesgarte solo a un atraco como ése! —exclamó Inferninho.

—A mí tampoco me gusta estar sin blanca, así que nos llevaremos bien… —dijo Inho.

—¿No quieres ir, Inferninho? —invitó Ferroada.

—No voy, no. Me voy a quedar tranqui. Hoy no estoy por la labor. Que os vaya bien.

Inho y Ferroada llegaron bastante antes de las seis y se quedaron en las inmediaciones de la gasolinera disfrazados de mendigos. Los coches aparecieron exactamente a las seis y cuarto y los atracadores redujeron sin mucho esfuerzo a los cuatro vigilantes que iban armados. Para su sorpresa, el dueño de la gasolinera sacó un revólver y ese gesto le valió un tiro en el pecho que Ferroada no dudó en asestarle.

—¡Abre esa mierda ahora mismo, tío! —le gritó Ferroada al gerente después de quitarles las armas a los vigilantes.

Inho vio que uno de los hombres intentaba escabullirse y le disparó un tiro en la cabeza. Tenía que matar a alguien. Cabreado como estaba con Ari del Rafa, sin dinero, sin poder ir a la Zona a follar con las putas, y aquel imbécil del vigilante arriesgaba la vida por un dinero que no le pertenecía. El gerente abrió la caja, Ferroada llenó una bolsa, la colocó en el asiento de atrás del coche y rompió el cristal trasero antes de salir a toda pastilla.

—¡Si aparecen los polis, dispara! —advirtió Ferroada, conduciendo a gran velocidad.

Dejaron el coche en una callejuela y cruzaron la Edgar Werneck con el dinero metido en la bolsa. En la Praga dos Garimpeiros consiguieron una bolsa de plástico para llevar las armas con más comodidad. Inho, que iba delante, se detenía en las esquinas para otear el horizonte. Pasaron por el callejón para avisar a los colegas de que había un coche aparcado listo para el desguace y llegaron a la casa de Ferroada sin problemas.

Rieron al acordarse de los dos muertos. Ferroada dijo que un buen compinche era así: sin miedo y dispuesto a matar. Lo fetén era salir todos los días para reunir el dinero suficiente para comprar una casa en el interior. Si consiguiesen de una vez el dinero de dos premios de la quiniela serían ricos para el resto de sus vidas.

El sol irrumpió en el cielo despejado de aquel jueves. Inho se despertó mucho después del mediodía en la casa de su compañero; la noche anterior, se había acomodado en el sofá después de beberse una botella de güisqui, esnifar veinte rayas de coca y fumarse cinco porros en compañía de Ferroada e Inferninho.

Miró dentro del dormitorio y vio a Ferroada durmiendo con un revólver en la mano derecha y otro en la izquierda. Sonrió. Un buen colega; ése no dejaba un resquicio a la mala suerte, con él no se hablaba en vano. Se levantó, notó que estaba sudado y se metió bajo la ducha. Le estallaba la cabeza y resolvió que sería mejor dormir un poco más. Lo intentó sin éxito. Decidió despertar a Ferroada. Este se incorporó con los dos revólveres apuntando a Inho.

—¡Joder, tío, tú no paras! —exclamó Inho.

—Claro, hermano, nunca hay que distraerse.

Al cabo de un rato, Inferninho entró con pan, leche, café y el periódico con la foto de los muertos en el atraco.

—¿Ya ha salido en el periódico? —se asombró Ferroada.

—Lo normal es que la noticia tarde dos días en aparecer, pero esta vez se han dado prisa —comentó Inferninho.

—¿Sabes leer, sabes leer? —le preguntó Inho a Ferroada, pues sabía que Inferninho leía mal.

—No —respondió, enfatizando la negación con la cabeza.

—Pues voy a llamar a Pardalzinho para que nos lea lo que dice.

Inho se comió un trozo de pan sin untarlo con margarina y no esperó a que Ferroada sirviese el café. Corrió hasta la esquina, miró a todos lados y le extrañó que no hubiese ningún maleante por la zona a aquella hora. Pensó en volver, porque el ambiente le resultó sombrío, pero quería saber qué decía la crónica. Corrió hasta la casa de su amigo y tuvo la suerte de encontrarlo cuando éste abría el portón del patio para salir. Una vez en casa de Ferroada, Pardalzinho comenzó a leer el artículo, derrapando en la entonación de las oraciones más largas. Pese a todo, Inho le escuchaba con la misma atención que un niño escucharía un cuento de hadas, sentado en el suelo y con la cabeza apoyada en el sofá. Lo que más le preocupó fue la información de que la policía sospechaba que los criminales que habían perpetrado aquel atraco con dos víctimas mortales eran de Ciudad de Dios. Sin embargo, la preocupación no duró mucho tiempo, pues, en cuanto Pardalzinho acabó de leer la crónica, Ferroada, sin hacer ningún comentario sobre el contenido de la noticia, les comunicó que en la autovía Gabinal había una imprenta que pagaba a sus empleados todos los viernes al mediodía, así que había que actuar rápido para no perder la oportunidad.

—Nosotros también vamos, ¿no?

—Pero hay que conseguir un buga, tío. El colega que me dio el soplo dijo que había una alarma que, si suena, en unos segundos llega la poli. Hay que plantarse ahí, reducir a ese compañero, incluso le podemos pegar un par de tiros del 22 en la pierna para que nadie sospeche nada, y decir que sabemos lo de la alarma, ¿entiendes, tío? Se le ordena que la desconecte y manos a la obra.

—Pero no podemos dejar el buga aquí, ¿de acuerdo? Los muchachos no han tenido tiempo de desguazar el coche de ayer porque la pasma llegó muy rápido. Si lo dejamos aquí, damos mucho el cante —afirmó Pardalzinho.

—Entonces iremos a pie: salimos por el Beco do Saci, entramos en el bosque de Gardenia Azul y pasamos el día y la noche allí… ¿Te acuerdas de cuando te cargaste al chivato? —preguntó Inho mirando a Inferninho.

En la Comisaría Decimosexta, Belzebu reunía todo tipo de información sobre Ferroada. Además del retrato robot, una llamada anónima le había proporcionado datos de una de las viviendas del maleante. Algunos vecinos no querían a Ferroada en la favela: cuando estaba muy cabreado, por la razón que fuese, se liaba a tiros apuntando a cualquier parte y molestaba a la gente sin motivo alguno, incluso llegó a matar a un chico después de acusarlo injustamente de hacer trampa en los naipes; también atracaba, robaba a taberneros, violaba… Mientras, los cuatro amigos acordaron que el viernes siguiente, al mediodía, emprenderían una caminata hacia el lugar de su próximo golpe.

Los atracadores pasaron el día dentro de casa. Pardalzinho se encargó de la comida y envió a un recadero a comprarla; tras el almuerzo, se fumaron el porro de la sobremesa y examinaron las armas obtenidas en el atraco anterior: de las cinco que consiguieron, destacaba una que pertenecía al ejército.

—¡Basta con que enseñes ésta para que nos lo entreguen todo de inmediato! —comentó Ferroada.

La noche siempre cae inusitada para quien se despierta tarde. Se quedaron allí dándole vueltas y más vueltas al golpe del día siguiente. Nadie quería esnifar coca; lo fetén era fumar marihuana para que les diese hambre, después comer bien y dormir como un tronco para levantarse temprano, dar un paseo para ver cómo iba ese día la venta y averiguar si los policías Portuguesinho, Lincoln y Monstruinho estaban de servicio. Bastaría con preguntar a los porreros, éstos siempre se enteraban de todo, incluso sabían si la policía civil había patrullado la zona. Se fueron a dormir después de ver lucha libre en el programa
Ron Montila
y dos películas en el televisor nuevo de Ferroada. El maricón de Ted Boy Marino venció de nuevo a Rasputín Barbarroja, así como Caballero Negro vencía siempre a sus adversarios. Y ese cabrito de
Rin Tin Tin
se pasaba la vida husmeando a los ladrones, pero qué importaba: con la 45 en el hocico, un buitre se vuelve canario, la serpiente lombriz y el gallo pone huevos. Llegarían a la imprenta con el Diablo en el cuerpo.

Se despertaron temprano y sólo bebieron un trago de café para fumarse un cigarrillo. Nada de colocarse antes de un atraco. Rondaron por toda la barriada con paso nervioso. Laranjinha dijo que no había visto policías en la calle la noche anterior ni tampoco esa mañana. Encontraron a Madrugadão, Sandro Cenourinha y Cabelinho Calmo jugando al billar en la taberna de Chupeta con una despreocupación que irritó a Inho, pues un maleante que se precie no puede descuidarse.

—Con que pasándolo bien, ¿eh? ¡Si queréis pasarlo bien de verdad, tenéis que poner espejos en cada rincón y llevar la pistola preparada en la cintura, colegas! —dijo Inho con guasa.

No obstante, esperaba la aprobación de Ferroada o de Inferninho. Acto seguido, se comió tres lonchas de mortadela que estaban en un plato sobre la barra y pidió a Ferroada que mostrase la 45 a los amigos. Los tres se maravillaron, y les encantó conocer a Ferroada, de quien tanto les hablaba Inferninho. Inho incluso se arriesgó a desafiar a Cabelinho Calmo a una partida de billar, pero, cuando vio que iba a perder, colocó las bolas en la tronera, lo que provocó risas entre los compañeros.

Ya eran más de las once cuando, como habían acordado, se encaminaron por separado hacia las inmediaciones de la imprenta. Todo salió mejor de lo planeado y ni siquiera hizo falta disparar al pie del compañero que les había dado el soplo, pues ni siquiera lo vieron. Bajaron corriendo por la Gabinal, entraron en el Beco do Saci y se internaron en el bosque hasta llegar a Campão sin que nadie los persiguiese. Una vez allí, oyeron las sirenas de la policía, desaforadas mientras corrían por las calles de la favela.

Belzebu se dio cuenta de su error al irrumpir en la casa de Ferroada a la misma hora en que se producía el atraco a la imprenta. Algún recadero le advertiría de su visita, y entonces no volvería a casa. Tuvo ganas de romper la radio del coche.

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