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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (26 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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—¡Hay que joderse! Venir aquí y no pillarlo es darle la ocasión de que se refugie en otro sitio, ¿no te das cuenta? —se lamentó el detective Belzebu, pidió informaciones más detalladas sobre el robo.

Lo único que sacó en claro fue que los atracadores se habían llevado mucho dinero. Su codicia aumentó y su obsesión por cazar a los maleantes sobrepasó el ámbito profesional. Si los pillase, les quitaría todo el dinero y después les daría el pasaporte. Permaneció en aquel lugar un rato más con la esperanza de que Ferroada volviese a casa; su intuición le decía que él era uno de los participantes en los dos atracos. Una hora después, registró cada callejón y cada esquina de la barriada, pero no encontró ninguna anormalidad. Los otros detectives le calentaron tanto la cabeza con que sería muy difícil encontrar al rufián aquel día, que acabó ordenando al chófer que lo llevase a comisaría para recoger el retrato robot de Ferroada, que ya estaba listo.

—Es él, ¿no te lo había dicho?… ¡Es él, es el mismo tipo que viene haciendo de las suyas en Jacarepaguá y, por lo que dice el de la llamada telefónica, no puede ser otro que Ferroada! Está de compinche con Inferninho…

—Vamos a esperar un tiempo para que crea que todo está tranquilo, y después hacemos otra redada. Quédate quietecito y no pierdas la cabeza —le aconsejó el comisario de la Decimosexta.

Belzebu no respondió; dejó en la mesa el fajo de papeles que tenía en sus manos y se retiró del despacho del comisario. Fue a la cocina, llenó medio vaso de café bien caliente, le puso azúcar de más y se lo bebió a sorbos haciendo un ruido desagradable. Sacó el arma de la pistolera y se sentó en una silla desvencijada. Pensaba con brutalidad en todo lo que le ocurría, porque él era un bruto, y también lo era su modo de hablar y sus ideas. Siempre había destacado por querer ser un mandamás. Encendió un cigarrillo; miró de reojo a un detective que también había ido a servirse café del termo. Siguió pensando en el modo de ascender en la policía sin tener que pasar por la Facultad de Derecho. Tal vez si comprase un título de abogado… La solución era la eficacia, demostrar que, para ser policía, hay que detener a malhechores y no ir a la facultad. Detener a Ferroada, eso era lo que tenía que hacer, porque Ferroada era el maleante más buscado del Gran Río, los periódicos mencionaban su nombre casi todos los días en artículos con titulares como: «patrullando en la ciudad», «la ciudad contra el crimen»… En todos los programas de radio pedían a la policía medidas contra la delincuencia.

El viento de Barra da Tijuca siempre es más frío que el de cualquier otro lugar de Río de Janeiro. Se subió la cremallera de la chaqueta de cuero y se dirigió al despacho del comisario. Le dijo que se iba a casa, donde se quedaría el resto de la tarde a ver si se le pasaba el dolor de cabeza. Cogió todos los retratos robot de Ferroada sin consultar al comisario y se fue a casa conduciendo tranquilamente.

Una vez en casa, escudriñó las ollas: quería comer algo suculento y allí no había nada que le gustase. El cargo de jefe de policía era muy apetitoso. Pensó de nuevo en comprar un título para ascender a comisario y después a jefe de policía. Sabía que había un abogado, el doctor Violeta, y un profesor, Lauro, que vendían títulos. En cuanto tuviese un rato libre iría a verlos. Decidió descansar para salir solo por la noche en su coche particular, detener a Ferroada y llegar a la comisaría con el cargo de jefe de policía.

En Campão, los maleantes comían el pan con mortadela que Pardalzinho había ido a comprar. Habían repartido el botín en partes iguales y ya estaban planeando más atracos. Inferninho opinaba que no hacía falta dormir en el bosque, pues a esas alturas la policía ya habría detenido a algún pringado a quien atribuir los dos delitos, y aseguró que más tarde iría a casa a echar un polvete con la negra vieja. Inho replicaba que era mejor quedarse allí un par de días más para no ponérselo fácil a la pasma, pues dos atracos importantes y tan seguidos eran suficientes para tener a la policía patrullando día y noche. Les entraron ganas de fumar maría. Pardalzinho lamentó no haberse pasado por Los Apês para comprar grifa cuando fue a la panadería.

—¿Quién va a Allá Arriba a comprar?

—Nadie —respondió Inho a Ferroada.

Inho comentó que la solución era dormir para que el tiempo pasase más rápido; así se les irían las ganas de colocarse. Pardalzinho recogía ramas secas por los alrededores para hacer una hoguera; de esa forma ahuyentaría a los mosquitos y calentaría los cuerpos. Inho insistió en que el fuego llamaría la atención.

—¡Una hoguerita! —dijo Pardalzinho entre risas.

Hizo la hoguera, alimentando el fuego con las ramas secas que se había colocado entre las piernas, y cantó varias sambas-enredo. Pasado un tiempo, Ferroada se durmió, igual que Pardalzinho. Inho no dormía, intentaba conversar con Inferninho, que no se estaba quieto, pero ni siquiera le respondía, sólo quería marcharse. Miró el reloj de Pardalzinho. Las cuatro y media. Calculó, por lo avanzado de la hora, que si insistiese dormiría. Buscó un lugar donde echarse y se sumió en un sueño leve hasta las siete.

Belzebu, arma en mano, recorrió a pie toda Ciudad de Dios y pasó varias veces frente a la casa de Luís Ferroada, pero siempre la encontró cerrada a cal y canto.

Alrededor de las seis de la mañana, regresó a casa y se tomó las yemas mejidas que le había preparado la mujer que vivía con él. Tenía intención de volver a la comisaría, pero desistió cuando su compañera le dijo que el comisario había llamado ordenando que se presentase allí lo más rápido posible. No cumpliría las órdenes. Pensó en echarse a dormir, pero la posibilidad de decirle al comisario lo que se le antojase en el caso de que detuviese o matase a Ferroada lo hizo reaccionar. Se armó y volvió a Ciudad de Dios. Dejó el coche aparcado fuera de la favela y se adentró en las callejuelas llenas de niños que jugaban a la peonza y de mujeres que cotilleaban o barrían la acera.

—Los pobres son como las ratas. ¡Hay que ver la cantidad de niños que crían en esta mierda de lugar! —pensó en voz alta.

Se dirigía de nuevo hacia las inmediaciones de la casa de Ferroada como si él fuese su sino. Los ojos cansados contrastaban con el resto del cuerpo, y también con sus pensamientos, pues se estremecía cuando recordaba al comisario y la áspera charla que mantuvieron, días atrás, por culpa de la costumbre de Belzebu de golpear a los detenidos. La intensa luz del día lo obligó a ponerse las gafas de sol, que le ocultaban más de la mitad de la cara. Cuando llegaba a una esquina, se asomaba subrepticiamente.

Cabelinho Calmo lo distinguió de lejos, se fue disimuladamente hacia el lado opuesto y se detuvo en una esquina para espiarle. Pensó en los amigos que no había logrado encontrar: ya había ido dos veces a la casa de Inferninho el día anterior. Optó por retirarse.

Desde las primeras callejas hasta la Rua do Meio, la presencia de Belzebu no había causado al parecer el menor sobresalto o asombro perceptible en los transeúntes. Aquella tranquilidad lo irritaba, pues se había acostumbrado a las miradas temerosas y al nerviosismo que acarreaban sus apariciones. Decidió caminar más rápido, trastornar la paz de aquella mañana, reinstaurar el miedo. Sería jefe de policía si se comprase un título de abogado.

—Me las piro, ¿vale? Voy a pasar por la casa de Tê, a pillar tres bolsitas de grifa y a echarme un sueño tranqui…

—¿Qué dices, Inferninho? ¡Espera un rato más, tío, las cosas todavía no se han enfriado! ¡Debe de haber polis por la zona! —insistió Inho.

—¡Si quiere irse, deja que se vaya! —intervino Ferroada.

—¡Joder! Eres cabezota, ¿eh? ¿No te das cuenta de que han sido dos golpes sonados, colega? Seguro que en el periódico de hoy han publicado lo del atraco en la Gabinal. No te enteras, chaval. Cada vez que sale una noticia como ésa, los polis se ponen nerviosos y quieren detener a alguien a toda costa. ¡Es mejor no arriesgarse!

—Tú tienes miedo de que me chive si me pillan. ¡No te preocupes, hombre, que no me voy a chivar, que no! —se obstinó Inferninho con una risa insulsa.

Se levantó, se pasó la mano por las bermudas, se sacudió la tierra del culo, introdujo el dinero dentro del gayumbo, se despidió de sus amigos y salió con el arma en la cintura.

—¡Anda, quédate, tío! —insistió Inho en un último ruego.

Inferninho cruzó la calle; pensó en seguir por la Vía Once, pero prefirió bajar por la Gabinal, entrar en Los Apês y pasar por el Barro Rojo. Un viento leve y frío lo hizo estremecerse; aquella paz de las calles le causó temor, a él le gustaba el ajetreo, porque todo lo que está muy en calma de repente se agita. El hombre es así, como el mar, como el cielo, como la propia Tierra y todo lo que en ella habita. Tenía miedo de que algo se agitase y arremetiese contra él. Las palabras de Inho resonaron en sus oídos. Muy tranquila, la mañana producía poco ruido. Inferninho no oía nada, era el personaje de una película muda. Los girasoles dispuestos en los jardines, la peonza en las manos de los niños, los coches que pasaban por la Edgar Werneck, los carros lecheros, el sol de finales de mayo y el brazo derecho del río eran tan familiares… Entonces, ¿por qué esa congoja? ¿Por qué esas ganas de regresar junto a los amigos? Aquella sensación de vacío le sobresaltaba, le producía escalofríos en la espalda. Comprobó el arma y acomodó el dinero con manos temblorosas. Ya había tenido esa sensación varias veces, pero sólo en tiroteos, fugas y robos. También en la Rua do Meio reinaba una paz superlativa que aumentaba aquel temor, el temor a la nada. ¿Y qué es la nada? La nada eran los gorriones que iban en vuelos cortos de los cables a los tejados, de los tejados a las ramas y de las ramas a los muros, de los muros al suelo y del suelo hacia la lejanía de los pasos de los hombres que transitaban, sin reparar en él, por la callejuela por la que dobló, camino de la casa de Tê. Podría haber desistido de fumar grifa, pero una fuerza invisible lo arrastraba a hacerlo. De vez en cuando tenía la sensación de que recibía varios mamporros, puntapiés por todo el cuerpo; pensó en sacar el arma y matar aquella inocencia que el sol derramaba en la plaza del Bloque Quince, toda la calma que ella le ofrecía. No sabía por qué, pero le vinieron a la cabeza, repentina y sucesivamente, pequeños fragmentos de su vida. Los colores más vivos del día se tornaron significantes de significados mucho más intensos, confundiendo su visión. El viento más nervioso, el sol más caliente, el paso más fuerte, los gorriones tan lejos de los hombres, el silencio inoperante, las peonzas que giraban, los girasoles que se inclinaban, los coches más rápidos y la voz de Belzebu, que todo lo agitó:

—¡Échate al suelo, cabrón!

Inferninho no intentó resistirse. Al contrario de lo que Belzebu esperaba, una tranquilidad insensata se instaló en su conciencia, una sonrisa casi abstracta que expresaba la paz que nunca había sentido, una paz que siempre buscó en aquello que el dinero puede ofrecer; pero, en realidad, nunca había reparado en las cosas más normales de la vida. ¿Y qué es lo normal en esta vida? ¿La paz, que para unos es esto y para otros aquello? ¿La paz que todos buscan, aunque no sepan descifrarla en toda su plenitud? ¿Qué es la paz? ¿Qué es realmente bueno en esta vida? Siempre albergó dudas sobre esas cosas. Pero nadie puede decir que no hubo paz en una cerveza en el Bonfim, en el pandero tocado en los ensayos de la escuela, en la risa de Berenice, en el porro con los amigos y en los partidos de fútbol de los sábados por la tarde. Tal vez había ido muy lejos para buscar algo que siempre había estado a su lado, en la luz de las mañanas. Pero ¿puede realmente gozar de una paz plena alguien para quien la vida siempre había consistido en revolverse en el pozo de la miseria? ¡Había buscado algo que estaba tan cerca, que estaba tan cerca y era tan bueno…! Pero el miedo a que el rocío se convirtiese de golpe en tormenta lo había hecho así: ciego para la bonanza, que ahora llegaba, definitiva. Tal vez la paz estuviese en el vuelo de los pájaros, en la contemplación de la sutileza de los girasoles inclinándose en los jardines, en las peonzas rodando en el suelo, en el brazo del río siempre yéndose y siempre volviendo, en el frío benigno del otoño y en el viento que cobra la forma de brisa. No obstante, todo podría siempre agitarse, apuntar hacia su persona y convertirse en el objetivo de un revólver. Pero ¿puede alguien vislumbrar lo bello con ojos confusos por carecer de casi todo de lo que lo humano necesita? Tal vez nunca buscó nada ni nunca pensó en buscar; sólo tenía que vivir aquella vida que vivió sin ningún motivo que lo llevase a una actitud parnasiana en aquel universo escrito con líneas tan malditas. Se tumbó muy despacio, sin percatarse de sus movimientos; tenía la absoluta certeza de que no sentiría el dolor de las balas; era una fotografía a la que el tiempo ya había amarilleado, con aquella sonrisa inmutable, aquella esperanza de que la muerte fuese realmente un descanso para quien se ha visto obligado a hacer de la paz un sistemático anuncio de guerra. Un mutismo frente a las preguntas de Belzebu, y una expresión de alegría melancólica, que se mantuvo dentro del ataúd.

Segunda parte

La historia de Pardalzinho
.

Después de la muerte de Silva y de la huida de Cosme a los Bloques Viejos, Miguelão traficó durante más de seis años sin muchos sobresaltos porque los rufianes no se disputaban el control del tráfico, y también porque Los Apês era una zona bastante tranquila, había escasos delincuentes y pocos se aventuraban a dar un golpe por allí. Miguelão presenció el comienzo de la construcción de los nuevos bloques de pisos, la llegada de la población de la favela Macedo Sobrinho y la ruda institución de la convivencia social. Dado el origen común de los nuevos habitantes, ya existía una red de amistad constituida desde antes, cosa que propiciaba actitudes que segregaban y molestaban a los moradores antiguos.

Se iniciaron las riñas de los jóvenes de los pisos contra los jóvenes de las casas. Reñían por cometas, canicas, fútbol, novias… Pero la relación de los habitantes de los Bloques Nuevos con los de los Bloques Viejos, tal vez por su cercanía, no era hostil, y solía decirse que Bloques Nuevos y Bloques Viejos eran una sola cosa. Los maleantes recién llegados no robaban allí. Pero el mismo día de su llegada comenzaron a vender droga en el Bloque Siete de los pisos nuevos.

Controlaba la zona Sérgio Dezenove, también conocido como Grande, hampón famoso en todo Río de Janeiro por su peligrosidad y arrojo, y por el placer que le procuraba matar policías. Grande también había sido habitante de la favela Macedo Sobrinho, ya desaparecida, pero no se fue a vivir a Ciudad de Dios, pensaba que allí la policía lo encontraría sin dificultad. Le gustaba el morro, desde donde se podía observar todo en su esplendor. Se había escondido en casi todo Río de Janeiro, de los morros de la Zona Sur hasta los de la Zona Norte, pero la policía ya lo había encontrado en todos ellos. Por ese motivo, había llegado al morro del Juramento, en el suburbio de Leopoldina, dando tiros a cuantos malhechores encontraba, derribando chabolas a puntapiés, gritando que quien mandaba allí ahora era Grande: el que llegó a controlar la mayoría de los centros de venta de droga de los morros de la Zona Sur; el hombre de casi dos metros de altura, con capacidad para enfrentarse solo a cinco o seis hombres en una lucha cuerpo a cuerpo; el que tenía una ametralladora obtenida por la fuerza de un fusilero naval en servicio en la Praga Mauá; el que tuvo la sangre fría de cortar su propio dedo meñique y colgarlo de una cadena; el que mataba policías por considerarlos la especie más hija de puta de todas las especies, esa especie que sirve a los blancos, esa especie de pobre que defiende los derechos de los ricos. Sentía placer en matar blancos, porque el blanco había secuestrado a sus antepasados de África para obligarlos a trabajar gratis; el blanco creó la favela e hizo que el negro la habitase; el blanco creó a la policía para castigar, detener y matar al negro. Todo, todo lo que era bueno pertenecía a los blancos. El presidente de la República era blanco, el médico era blanco, los patrones eran blancos, el «vecino va a por uvas» del libro de lectura del colegio era blanco, los ricos eran blancos, las tías buenas eran blancas; y lo mejor que podían hacer esos criollos de mierda que entraban en la policía o en el ejército era morirse, igual que todos los blancos del mundo.

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