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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (39 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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Antes de las tres de la tarde, don Braga se esmeró en el afeitado, se arregló el pelo, se cortó las uñas, se puso el viejo traje de su boda, se encasquetó las gafas de doña Tereza y se fue, junto con Busca-Pé y Katanazaka, a alquilar el local, lo que consiguieron sin problemas.

—¡Tienes que ponerte ropa de camarero, chaval!

—Oye, tío, yo no quiero ponerme ropa de camarero, ¿vale? ¿Qué pasa? ¿Tengo pinta de guarro?

—Entonces, ponte una camisa blanca para dar impresión de limpieza, ¿sabes lo que te digo? ¡En cualquier bar es así!

—Bar, no. Pizzería —corrigió Busca-Pé.

—Mañana hay que venir temprano para dar los últimos retoques, ¿de acuerdo? Avisa a todo el mundo que habrá una promoción por ser el día de apertura. Pero ojo: sólo mañana.

—¿Cuál es la promoción?

—Quien elija el menú, tiene derecho a dos gaseosas —contestó Katanazaka.

Había pasado un mes desde que alquilaran el local y los dos muchachos ultimaban los detalles antes de la inauguración.

—Trae unos discos de Milton Nascimento, Caetano Veloso, Gal… —continuó Katanazaka.

—¿Crees que a los clientes les gustará esa música?

—¡Y yo qué sé! También podemos traer algunos discos de rock. Según los clientes, cambiamos la música.

—Buena idea —dijo Busca-Pé.

La inauguración fue un éxito. Pardalzinho llegó muy temprano e insistió en pagar la cuenta de todas las mesas. Busca-Pé aceptó. La pizza estaba buena, la gaseosa bien fría.

—¡Tienes que traer cerveza! —dijo Pardalzinho con la boca llena.

—Ya traeré. Lo que ocurre es que me están faltando cascos dijo Katanazaka con un boli en la oreja izquierda, lo que le daba apariencia de comerciante.

Fuera, la lluvia caía en aquella noche estival. Busca-Pé insistía en poner a Caetano Veloso en el tocadiscos para los jóvenes pijos, que se reían por chorradas y hablaban con aquella jerga tan particular.

Era viernes, día en que los puestos de Miúdo y Pardalzinho vendían mucho más que los otros. Vida Boa ayudaba ahora en la contabilidad e Israel tocaba samba en las salas de fiesta, pero había comenzado a salir armado y a golpear a los vagabundos que robaban dentro de la favela. Israel tenía casi el mismo poder que Miúdo y Pardalzinho. De vez en cuando cogía dinero del puesto y decía a las mujeres que no le hacía falta traficar con drogas para vivir. Era un artista.

Alrededor de la medianoche, Pardalzinho se presentó con casi to dos los muchachos de la panda de Busca-Pé en los chiringuitos donde estaban Miúdo y el resto de la cuadrilla.

—¡Todos son amigos míos, todos son buena gente! No quiero que nadie se meta con ellos, ¿vale? Nadie. A quien se meta con ellos, le pegaré un tiro en el culo, ¿está claro? Venga, venga, coge veinte bolsitas de maria, anda, coge —animó a uno de los chavales.

Miúdo observó bien la cara de cada uno de los muchachos para no olvidarlos nunca más: si eran amigos de Pardalzinho, serían amigos suyos también. A algunos ya los conocía de vista, a otros desde niños, y ése era el caso de Leonardo, que vivía en Los Apês, así como el de Pedroca y Busca-Pé. Miúdo los miraba serio. De repente, ordenó al dueño de la taberna que abriese una caja de Coca-Colas y se retiró.

—Sólo queda una bolsita, ¿sabes, colega?

—¡Vaya, se acabó el costo!… ¿Quién va a envasar, quién va a envasar? —preguntó Pardalzinho y, tras unos minutos de silencio, continuó—: Ve a la casa de Carlos Roberto, cógele un kilo y llévalo a casa. —Y dirigiéndose a los muchachos de la cuadrilla de Miúdo, añadió—: Voy a envasar con mis amigos. No quiero rufianes detrás de mí, ¿está claro? ¿Vamos a envasar? ¿Vamos a envasar? —incitó Pardalzinho a los chavales.

En la casa de Pardalzinho, todos los muchachos se encendieron un porro y se entregaron a la tarea de envasar la marihuana en boletos de las quinielas. Gabriel se acercó a la panadería para comprar unos bollos y gaseosas; Paulo Carneiro fue al puesto de Allá Arriba a pillar cocaína, pero volvió a los pocos minutos diciendo que Tere no había querido darle las treinta papelinas.

—Toma esto, anda, toma esto y vuelve. ¡Enséñaselo y ya verás como te las da! —dijo Pardalzinho, entregando su gruesa cadena de oro con la imagen de san Jorge guerrero, también de oro, a Paulo Carneiro, que esta vez logró la coca.

Busca-Pé puso un disco de Raúl Seixas en el tocadiscos y sugirió que sería mejor comer antes de esnifar. Se quedaron oyendo música, esnifando cocaína, fumando y envasando maría hasta que Mosca llegó con su hermana:

—¿Qué hacen todos estos niñatos en casa, Pardalzinho? Esa gente no tiene casa, ¿verdad que no? Vienen aquí a colocarse, se acaban mi comida… ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Joder con estos tíos! ¡Joder!

Pardalzinho, riéndose, hizo señas a los muchachos para que se fuesen. La mañana surgía detrás de la Pedra da Gávea. La cocaína esnifada les había ahuyentado el sueño. Enmudecidos, esperaron a que Pardalzinho saliese en bañador, con una toalla al cuello y gafas oscuras.

—Todo el mundo a la playa. Nos encontraremos en Los Apês. Yo voy a llevar la carga y salimos desde allí. No tardaré.

Mientras Pardalzinho cerraba el portón, Mosca vociferaba por la ventana:

—¡Tú no vas a entrar hoy en esta casa, hijo de puta! Mi madre está enferma y a ti lo único que te interesa es el puterío, lo único que quieres es andar arriba y abajo con esos niñatos. ¡Maricón! ¡Hijo de puta!

Pardalzinho rió y caminó con los muchachos bajo un cielo azul celeste totalmente despejado. Sólo resplandecía el sol de un verano estupendo.

Sábado de playa repleta, olas altas, surfistas que cortaban olas, avionetas que ondeaban su propaganda en el aire, vendedores de mate, zumo de maracuyá, polos y bronceadores; algunos jugaban al voleibol, otros a la pelota, y los chicos de la favela competían en el
surf
acompañados por Barbantinho, que bajaba siempre con elegante destreza todas las olas.

Si uno se ha pasado la noche consumiendo cocaína, lo mejor que puede hacer al día siguiente es fumar bastante marihuana para sentir hambre y sueño, que la coca ha quitado, y tomar mucha agua de coco para proteger el estómago. Pardalzinho ya había aprendido esa lección hacía tiempo y por eso se llevó un puñado de maria a la playa y bastante dinero para comprar agua de coco y bocadillos para la panda, incluso para Adriana, Patricinha Katanazaka y las demás chicas, que ya estaban allí cuando él llegó con sus amigos. Era rico.

Al volver de la playa, Pardalzinho dejó a la mayoría de los muchachos subidos en el autobús y él se bajó, junto con los que vivían en Los Apês, en la parada de Gabinal. Entraron en Los Apês cantan do rock. En lugar de ir a dormir, Pardalzinho les propuso ir a pillar más papelinas de coca para colocarse, pero antes pasarían por el edificio de doña Vicentina, donde, todos los sábados, ésta preparaba una buena comida acompañada siempre de batucada y sambas de partido alto. Se pondrían ciegos de comer y después meterían las napias en la nieve para pillar un buen colocón.

—¡Vamos! —invitó Pardalzinho.

—¡Vamos! —respondieron Leonardo y Busca-Pé casi al unísono.

Miúdo, Cabelinho, Biscoitinho y Camundongo Russo almorzaban; llevaban la pistola en la cintura y hablaban con la boca llena, dejando escapar trocitos de comida ensalivados. Conversaban sobre el escarmiento que darían a Espada Incerta, pues ya era la tercera queja tic violación que recibían contra él desde que saliera de la cárcel. Aunque era uno de los maleantes más antiguos de la favela, eso no le daba derecho a quemar la zona y a aterrorizar a los habitantes. Debían tomar una determinación pronto si no querían perder el respeto de currantes y drogatas.

—¡Deja que yo le dé un escarmiento! ¡Vamos tú y yo y, si se hace el gracioso, lo liquidamos! —le dijo Pardalzinho a Miúdo nada más llegar.

Acto seguido estrechó las manos de todos sus compañeros y abrazó a Miúdo.

Pardalzinho se tomó dos platos de
mocotó
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y se metió cinco rayas de coca. Miúdo lo imitó y después salieron. Busca-Pé y Leonardo los acompañaron hasta el puente del brazo derecho del río y se despidieron, pero antes Pardalzinho les prometió que se pasaría por el bar de Katanazaka al anochecer. Miúdo y Pardalzinho se internaron por las callejuelas con las armas en la mano; caminaban con paso ligero y con la seriedad propia del maleante en plena actividad. Cruzaban rápidamente las calles principales y disminuían el paso en las callejuelas. En una de ellas, una mujer, al verlos empuñando las armas, apretó el paso y se cayó. Miúdo se rió con su risa astuta, estridente y entrecortada, y aquello alertó a Pardalzinho, que conocía bien aquella risa.

—Dije que lo mataría si se hacía el gracioso, pero lo dije en broma, ¿está claro? —se apresuró a decir Pardalzinho.

Miúdo no le respondió y, al ver a un conocido, preguntó con arrogancia:

—¿Has visto a Espada Incerta por ahí?

—Está en la Quince, tomando cerveza.

Cuando Espada Incerta vio a los dos rufianes, arma en mano, acercarse por la plaza de la
quadra
Quince, intentó escabullirse; sabía que habían venido por el asunto de las violaciones.

En la más reciente, antes incluso de agarrar a la chica de apenas quince años cerca del antiguo cine, taparle la boca, llevarla detrás del edificio de la Coba, quitarle la braguita sin sacarle la falda y meterle brutalmente su pene empalmado en el ano, ya se imaginó que Miúdo intervendría, pero pensó también que, si asustaba a la chica, ésta no lo denunciaría. La amenazó de muerte si llegaba a abrir el pico. No obstante la chica, en cuanto el violador se alejó, comenzó a gritar:

—¡Degenerado! ¡Degenerado!

La noticia corrió como la pólvora, pese a que era de madrugada.

—¡Espera! ¡Espera! —gritó Miúdo al notar los pasos de Espada Incerta, que nunca había mantenido relaciones sexuales con una mujer por libre voluntad de ella.

Durante el tiempo que pasó en prisión, follaba con dos homosexuales y, en una ocasión, violó a un compañero de celda.

—¿Es verdad que te has cepillado a una piba? —preguntó Pardalzinho con firmeza.

—Me la follé bien follada, sí. Pero ella estaba con un vestido muy corto tonteando de madrugada, y se dejó, no hubo problemas, aunque al principio dijo que no se dejaría, ¿entiendes, compadre?

—¡De compadre, nada, chaval! ¿Acaso he apadrinado a algún hijo tuyo? Y no me vengas ahora con esa historia de que si se dejó o no se dejó. ¡No digas tonterías, tío! ¿Cómo se va a dejar follar por ti ninguna mujer, con esa cara de mono que tienes? Pon la cara, que te voy a dar unos trompazos para que te acuerdes de mí cuando se te ocurra forzar a una mujer.

—Porque vais armados, que, si no, cuerpo a cuerpo os reviento a los dos.

Pardalzinho entregó entonces su arma a Miúdo y se dispuso a pelear; Espada Incerta lo imitó. Pardalzinho golpeó sin tregua al degenerado; cuando le dolieron las manos de tanto pegarle, cogió un taco de billar y se lo partió a Espada Incerta en la cabeza, que salió a la cairera taponándose la herida con la mano.

—¿Qué hay, hermano? ¡Muy guapo te veo! ¿Adónde vas con esa pinta de pijo de la Sur? —preguntó Daniel.

—La mierda del bar no funcionó. Mi madre dice que no está dis puesta a mantener a un vago y a mí no me gusta andar pelado, ¿en tiendes, colega? Me voy al Macro a ver si consigo algo. Me he dejado los riñones en aquella mierda de bar…

—¿Vas a trabajar en el supermercado, loco? ¡Joder! ¡Hay que tener ganas! Pero como no te cambies de ropa, no conseguirás nada. Vas demasiado pijo.

—Pues tienes razón —respondió Busca-Pé.

—¿Por qué fracasó el bar?

—Por fiar, colega, por fiar a los clientes, ¿entiendes? Ya le decía yo: «Chaval, estás fiando mucho». Y él me contestaba: «¡Déjame! ¡Déjame!». Y ahí están los resultados. Katanazaka es un tremendo cabezota, ¿sabes? Siempre quiere tener razón… Me voy a casa a cambiarme de ropa para ver si pillo algo por ahí, ¿vale?

—¡Que te vaya bien!

Un martes por la noche, Manguinha se despidió de sus amigos al ir mando que iba a desvalijar un par de casas con dos compañeros, Tiãozinho y Coca-Cola, a quienes había conocido cuando pasó cinco días encerrado en la comisaría de estupefacientes por llevar dos bolsitas de marihuana en los calzoncillos. Los policías decidieron meterlo en chirona para ver si sentaba la cabeza. Así solía actuar la policía con los drogatas blancos. Incluso en la favela, los blancos, siempre que no fuesen del norte, tenían ciertos privilegios si los pillaban fumando marihuana. La mayoría de las veces, los policías ni siquiera los detenían; se limitaban a soltarles el sermón y los dejaban libres enseguida. Gracias a ese salvoconducto, Manguinha decía que porreros eran los negros, que él sólo era un vicioso.

Su vida de crímenes comenzó exactamente después de conocer a esos dos rufianes en el calabozo. Antes de que lo soltaran, los maleantes le pidieron un favor: tenía que recoger los cuatrocientos mil cruzeiros que habían conseguido en un atraco y llevarles ese dinero en pequeñas cantidades cada vez que fuera a visitarlos al pabellón B de la cárcel de la Frei Caneca, donde ellos cumplirían su condena. Un mes después, Manguinha ya había trabado amistad con otros rufianes que formaban parte de la organización criminal que dominaba algunas cárceles cariocas. Ni siquiera él sabía el porqué de su apego por aquellos granujas, pero lo cierto era que le fascinaban sus historias de valentía, asesinatos, robos y atracos. Su pasión por el crimen se incrementó aún más si cabe cuando uno de los presos del pabellón B le pidió que se hiciese cargo de uno de los puestos de venta de droga de la barriada de Quitungo, oficio que le proporcionó poder.

Comenzó a hacer transacciones de compra y venta con la gente de la cuadrilla de Miúdo en su propia favela: negociaba con objetos robados, llevaba kilos de marihuana, cocaína, revólveres y municiones.

En una ocasión, antes de hacerse cargo del puesto de Quitungo y de traficar con armas y drogas, tuvo un serio altercado con Miúdo, a quien le vendió una motocicleta robada con documentación falsa según la cual la motocicleta era de Manguinha. Miúdo se la regaló al hijo de un amigo de los muchachos del barrio, pero, dos días después, el traficante juró que mataría a Manguinha en la primera ocasión: la policía había detenido al hijo de su amigo por robo y estelionato en la Barra da Tijuca. De no haber sido porque Laranjinha, Jaquinha y Acerola intercedieron, Miúdo ya lo habría matado.

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