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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (18 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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—No vayas más con él. Conseguirás que te den la vara y acabarás jodido. La verdad es que podrías dejar esa vida de maleante. Siempre que sales para algún atraco me muero de miedo… Vayámonos de aquí antes de que te pillen. Tarde o temprano acabarás muerto…

—¡No seas gafe! ¡Toca madera tres veces! Sabes que nunca me meto en asuntos peligrosos. ¡No dices más que tonterías! —replicó, tajante, Martelo y se dio la vuelta enseguida para demostrarle a su esposa que sus malos augurios le habían molestado.

Permanecieron en silencio. Martelo pensaba en las balas que ya le habían pasado zumbando junto a sus oídos y en las veces en que casi lo habían pillado durante las fugas. Le daba verdadero pánico amanecer con la boca llena de hormigas, pero jamás se convertiría en obrero de la construcción. Ese coñazo de comer comida de tartera, subir al autobús repleto para que el patrón te trate como a un perro… No, eso no. Recordó su época de currante en las obras de Barra da Tijuca. El ingeniero llegaba después de mediodía, siempre con una tía buenorra en el coche, y no daba ni los buenos días a los peones. Se pasaba el tiempo haciendo reproches a todo el mundo para darse tono delante de la mujer, y el estúpido del encargado, sólo porque había conseguido ganar una miseria más, se mataba por hacerle la pelota al maldito. Sí, seguiría siendo un maleante. Nunca estaría a bien con la pasma. Daría un buen golpe, para poder comprar una finca en el interior del país y vivir el resto de su vida criando gallinas en paz. Para Tutuca, en cambio, la vida se reducía a la delincuencia, y sus actividades delictivas se habían convertido en una obsesión. Esa historia de que se cubría con la capa del Diablo eran patrañas. Y lo peor era que realmente parecía estar poseído por el Diablo… ¿Y sus ojos? Daban miedo. Ojos de loco… Cuando Martelo estaba a punto de quedarse dormido, Cleide pasó una pierna por encima de las suyas y se apretujó contra él.

—Por favor, no nos enfademos. Si te digo esas cosas es porque te quiero —le susurró Cleide al oído.

Y se devoraron hasta que la noche se internó dentro de la mañana.

Tutuca se despertó temprano aquel lunes. Quería cargarse a alguno y después disfrutar tranquilo de la playa. Se quedó escondido detrás de un contenedor de basura cerca del mercado Leão, a la espera de que pasase algún pijo para birlarle el reloj o cualquier mierda. Quería llegar a la playa antes de las diez para jugar a la pelota. Miraba hacia los lados, pero sólo pasaban currantes mal vestidos. Comenzó a impacientarse y decidió que se cargaría al primero que apareciese. No es que necesitara dinero, pero como tenía que matar a alguien, de paso se sacaría algo de pasta. Se acercó a un señor que caminaba deprisa, sin advertir que Inferninho corría hacía él.

—Pon en mi mano todo lo que tienes en el bolsillo y túmbate en el suelo —dijo, apuntando con el arma a la víctima.

Inferninho corrió para intentar impedir aquel crimen. Debían respetar la política de no quemar la zona para que los polis dejasen de incordiar. El barrio estaba infestado de policías a todas horas y hasta la Federal había hecho algunas redadas. Inferninho le pidió que soltara al hombre. Tutuca se volvió hacia su amigo un segundo, meneó la cabeza en señal de negación y acto seguido acribilló al hombre, que estaba tumbado en el suelo. El asesino retrocedió siete pasos al tiempo que rezaba una oración de la que Inferninho no entendió una sola palabra. Después se encajó el arma en la cintura y se fue por la Rua Principal sin dar mayores explicaciones. Compró un paquete de cigarrillos en el
Batman
, completó la colecta que hacían Acerola y Verdes Olhos y se marchó en taxi hacia la playa sin esperar a que Verdes Olhos regresase con la grifa.

No se atrevió a meterse en el agua helada. Después de jugar al fútbol se acercó hasta las rocas del rompeolas y dejó que su pensamiento vagase libremente. Divisó a una pareja que estaba haciendo el amor dentro del agua y pensó en el sexo. Decidió que esa misma noche iría a revolcarse con una paraibana estupenda a quien había echado el ojo hacía mucho tiempo. Abandonó las rocas dos horas después y se fue a almorzar a un bar del canal de la Barra. Tras jugar otro partido de fútbol, se fue a casa, se fumó un porro, se duchó y se acostó.

Se despertó sobre las diez de la noche, se vistió, cogió su arma y se fue a la casa de la mujer a la que se proponía tirarse esa noche. Entró en la casa sin ningún problema. El marido no intentó defenderse al ver el arma del maleante amartillada. Tutuca le ordenó que se marchase. El hombre intentó dialogar, y recibió un disparo en el pie. La mujer no ofreció resistencia ni gritó en el momento en que la penetró por el culo. Tutuca tenía el convencimiento de que ella disfrutaba de verdad. Salió de allí una hora después.

El paraibano, caminando con dificultad, fue a casa de un amigo, y éste lo llevó al hospital. Pero no pasó la noche descansando, como el médico le aconsejó. Quería abandonar aquel lugar con su mujer inmediatamente, pero no tenía adonde ir ni dinero para regresar a Paraíba. Lloraba durante el camino de vuelta a su casa.

Cuando llegó, encontró a su esposa echada en el sofá, llorando a lágrima viva. Si aquel canalla no hubiese llevado un arma, no habría pasado del portón del patio. Él era lo bastante hombre como para agarrar por el cuello a ese tipo y tumbarlo en el suelo. Reuniría el dinero suficiente para comprar un revólver y matar a ese infame, a ese maldito cabrón. La mujer insistía en volver enseguida a Paraíba: lo venderían todo y desaparecerían de allí. El marido no tuvo el valor de preguntarle qué le había hecho. Varias veces desvió bruscamente la mirada de la cama revuelta. Llenó un vaso con cachaza y se lo bebió de un trago. A cada instante prometía vengarse. Se sintió un mierda por no haberse encarado con el maleante a pesar del arma, pero un hombre no debe llorar. La hora de Tutuca llegaría. La mujer se deshacía en lágrimas; su dolor era aún mayor que el del marido. Nunca se hubiera imaginado que se las vería con un hombre de aquella manera y mutilo menos que la penetrarían por el culo. La idea de fingir que le gustaba surgió para salvaguardar su vida y la de su marido. Esos marginales matan sin piedad. Ya amanecía cuando tomaron la decisión de volver a Paraíba lo antes posible. El marido trabajaría hasta final de mes y, mientras tanto, irían vendiendo las cosas.

Tutuca quería conseguir bastante dinero para ofrecerles a sus amigos la mejor feijoada de sus vidas el día de la final del campeonato carioca de fútbol. El Flamengo tendría que meter un montón de goles al Botafogo. Compraría diez gramos de farlopa y diez botellas de güisqui importado para celebrar la victoria del equipo rojinegro. Quería volver a acercarse a sus amigos, pues se había alejado de ellos desde que hiciera su pacto con el Diablo. No necesitaba compinches para asaltar, pero sabía que eran sus amigos de verdad, aunque la próxima vez que alguno de ellos intentase impedirle dar el pasaporte a un alma, sería duro y demostraría que podría haber gresca. Su obligación era mandar un alma cada lunes al quinto infierno. Se haría rico, las balas no le matarían, la policía no llegaría a verlo y liquidaría a cualquier falso amigo que se atreviera a enfrentarse a él.

Su prioridad ahora era cometer un buen atraco, dar el gran golpe de una vez. Se quedó toda la mañana en casa entrenándose con el arma: apretó y soltó el gatillo varias veces, disparó tumbado, corrió por el patio como si estuviese respondiendo a los tiros de un perseguidor, hizo tiro al blanco sólo con la mano izquierda —lo que volvió locos a los vecinos— y puso el resto de la munición a calentar detrás de la nevera. Repitió siete veces que era hijo del Diablo y se precipitó a la calle; su mente, iba registrándolo todo, buscando un sitio donde hubiese bastante dinero para atracar. Frente al bar de
Batman
se encontró con Laranjinha, que corría a toda pastilla hacia la Praga Principal.

—¿Qué hay, Laranjinha? Dime algún lugar donde pueda conseguir mucha pasta.

—Lo siento, hermano, pero ando con prisa, ahora no puedo quedarme a charlar —respondió el porrero sin disminuir el ritmo de sus pasos.

Tutuca no replicó, sólo se dijo que lo mataría un lunes cualquiera. Laranjinha acababa de enterarse de que sus hermanos habían llevado a su madre a urgencias. Sin preocuparse por el maleante, llegó de una carrera al otro lado de la plaza, se metió en un taxi y siguió su destino.

Tutuca continuó caminando sin rumbo, sin tomar ningún tipo de precaución y sin mirar hacia atrás para comprobar si alguien lo seguía. Cruzó la plaza y se sentó en un banco para observar hasta los menores detalles de la tarde. Se acordó de la paraibana: se la tiraría cuando se le antojase. El viento le azotaba la cara y el sol calentaba su cuerpo apenas templado. Vio pasar un autobús donde sólo iban el conductor y el cobrador, y eso le dio la idea de lo que tenía que hacer para conseguir dinero a punta pala: atracaría la empresa de autobuses Redentor. Se levantó y se encaminó hacia la parada de taxis. Si no soltaba el coche por las buenas, el taxista tendría problemas. Sería incluso preferible matar a uno para despistar a la policía y así, mientras tanto, se ocuparía del atraco.

Cuando cruzaba la calle, oyó el ruido de un coche al chocar contra un poste. Algo lo impulsó a dirigirse hacia el lugar del accidente. Disparó dos tiros al aire para ahuyentar a los curiosos y, tras observar el coche, se entregó a la tarea de quitar la cadena de oro que el accidentado llevaba en el cuello; éste, que empezó a volver en sí, recibió un culatazo en la cabeza para que siguiese durmiendo. Tutuca encontró un revólver en la guantera, un talonario y un reloj de bolsillo. Ya se alejaba del coche cuando decidió regresar para registrar la parte inferior de los asientos, pues allí solían esconder los conductores los objetos más valiosos. No tardó mucho en descubrir dos fajos de billetes de dinero norteamericano. Su sonrisa se expandió con el viento y se esparció como el sol en los ojos de los que lo observaban en la distancia.

—¡El Diablo escribe torcido en renglones rectos! Menos mal que Laranjinha no se detuvo a conversar: tal vez me habría dado el coñazo y no hubiera conseguido esto —pensó en voz alta.

Caminó por la Rua Principal, entró en la calle del
Batman
y dobló por la Praga da Loura. Mientras tanto, unos policías militares auxiliaron al conductor accidentado en la plaza. Nadie se atrevió a hacer ningún comentario sobre lo ocurrido. El poste se balanceó pero no llegó a caer; tan sólo se fue la luz.

—¿Qué hay, Tutuca? ¡Hace tiempo que no se te ve el pelo! —gritó Lúcia Maracaná.

—¡Coño! Justamente estaba pensando en ti… Anda, guárdame esto.

—¡Carajo! —exclamó Maracaná al ver los dólares.

—Coge algunos para ti, y si ves a Inferninho o a Marte…

—Martelo está ahí, jugando a la pelota —le informó su amiga, y le señaló con el dedo el Ocio.

Cuando encontró a su compañero, ya había acabado el partido. Encendieron un porro. Minutos después estaban en el
Batman
echando una partida de billar a la mejor de tres. Tutuca vio a Laranjinha entrando en la farmacia. Aquello reavivó sus deseos de matar al porrero, pero tenía que ser un lunes. Nunca le gustaron los modales de aquel drogata de mierda. Se creía un maleante sólo porque fumaba grifa. ¿Quién era él para decir que no quería charlar? Ni siquiera los auténticos rufianes se atrevían a darle largas. Lo que iba a darle estaba guardado en el tambor de su revólver. Perdió la partida por falta de concentración.

La semana pasó muy rápida para los delincuentes. Inferninho recibió un buen soplo de un amigo que le comentó que el pago de los empleados de la obra donde trabajaba llegaba siempre a la hora del almuerzo, en un Opala amarillo, escoltado tan sólo por dos agentes. Sería de puta madre si pillara esa pasta.

El sábado, Inferninho se dirigió solo a la obra para cometer el atraco. Todo transcurrió como lo había planeado, e incluso se llevó las armas de los agentes. Por la tarde, mandó a un camello a recoger diez gramos de farlopa en Salgueiro. Pasó la noche esnifando con sus amigos hasta que el día los sorprendió. Tutuca envió a otro camello a buscar otros diez gramos de cocaína y así llegaron a la noche del domingo. A eso de las cuatro de la mañana, se les acabaron los cubatas y se fueron a buscar una taberna abierta.

—A esta hora, el único que está abierto es Noel —advirtió Inferninho.

Y se encaminaron para allá. Solamente la taberna de Noel madrugaba, junto con algunos bebedores, en aquella noche sin luna.

—Ponnos unos cubatas —pidió Martelo.

Noel llenó los tres vasos que había sobre la barra de cachaza con Coca-Cola. Martelo pidió dos cocas de litro y una botella de cachaza, y dijo, al salir, que devolvería los cascos al día siguiente.

Regresaron a casa de Inferninho por la orilla del río. Un maleante que se precie nunca vuelve por el mismo camino. Sólo pasa una vez por un sitio. Y siempre avanza. En el trayecto se toparon con un pelmazo que aspiraba a delincuente y que se estaba fumando un porro en una esquina. El tipo insistió en que se quedaran a dar unas caladitas al porro. Quería ser un golfo, pero le faltaba valor. Hablaba como los malhechores, se vestía como ellos, se arrimaba a ellos, les hacía favores y les servía de recadero. Quien no lo conociese habría creído que era un delincuente más. Los tres amigos se fumaron el canuto mientras el pelmazo les contaba que la policía había disparado contra Verdes Olhos en Allá Enfrente, pero que el drogata fue más listo y consiguió escabullirse entre las callejuelas. Tutuca, al oír el nombre de Verdes Olhos, se acordó de Laranjinha. Intentó contenerse, pero al final no pudo evitar exclamar:

—¡Cuando veas a ese tal Laranjinha, dile que me lo voy a cargar!

Los amigos le preguntaron por qué y Tutuca respondió que era asunto suyo. Acabaron el canuto y regresaron a casa para seguir esnifando.

El lunes comenzó con los ojos desorbitados. Los amigos seguían juntos, esnifando coca sin parar: tenían dinero de sobra para comprar más bolsitas.

Martelo no se había metido nada; había trabajado toda la semana anterior en la construcción de un garaje en el barrio Araújo y, aunque eso no le había dado mucha pasta, sí le llegaba para un tirito.

Berenice se despertó y se fue directa al cuarto de baño. Se aseó y salió de la casa diciendo que iba a Allá Enfrente a esperar a una amiga que venía a hacerle una visita.

A primera hora de la tarde, Tutuca se encontraba en un estado de total embriaguez y las veces en que intentó levantarse estuvo a punto de caer al suelo. Se había pasado la mañana atiborrándose de coca y cubatas, y ahora se dedicaba a exhibirse ante la amiga de Berenice, bebiendo güisqui de una botella que había encargado que le compraran y que ya estaba por la mitad: quien bebe güisqui tiene dinero. Su dolor de cabeza era mayor que la embriaguez. Pese a todo, no dudaba en aventurarse a cantar algunas sambas de enredo antiguas, al ritmo del pandero mal tocado por Martelo. De vez en cuando, lanzaba miradas malévolas a la amiga de Berenice, que correspondía con sonrisas maliciosas. Si Tutuca se había quedado, era por culpa de aquella chica, cuyo interés por el maleante era manifiesto; de hecho, estaba esperando a que Tutuca diera el primer paso.

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